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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (68 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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Tomás Bullón demostró su sangre fría presentándose a media mañana en la comisaría. Estaba sin afeitar, con el pelo enmarañado, la corbata mal anudada y vestía la raída americana de
tweed
. Costaba imaginarse que fuera uno de los hombres del día.

Cuando lo vio, Diego tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para controlarse.

—¿Sabe usted que podemos empapelarlo por obstaculizar una investigación oficial? —le espetó.

—Eh, eh —dijo Bullón, alzando las manos—, que yo no he obstaculizado nada. —Sacó de la americana un papel doblado y se lo entregó al inspector—. Aquí está la carta.

—Debería haberla entregado antes de publicar su contenido —gruñó Diego.

—No veo por qué —respondió tranquilamente el periodista—. Los lectores tienen el derecho a saber qué sucede. No creo que el hecho de que ustedes conozcan esta carta antes o después signifique gran cosa. El otro mensaje que recibí se lo entregué a ustedes antes que al periódico, y en cambio tenemos ahora dos muertas más.

—Es usted un hijo de puta —estalló Diego.

—Debería tener más cuidado con lo que dice a un ciudadano que ha venido aquí libremente a colaborar con ustedes —repuso Bullón.

Diego estaba a punto de perder los nervios, cuando escuchó el sonido de su teléfono móvil. Miró la pantalla y comprobó que se trataba de Sergio Olmos.

—¿Sí? —preguntó.

—Hola, Diego —respondió Sergio—. ¿Has leído el artículo de Bullón?

—Precisamente le tengo a él delante ahora mismo.

—¿Podríamos vernos en unos minutos?

—¿Qué sucede?

—Creo que sé quién ha escrito esas cartas que Bullón ha publicado.

—¿Cuánto tardarás en llegar?

—Dame diez minutos —respondió Sergio—. Y sería bueno que no dejaras que Bullón se marchara.

Sergio Olmos entró en el despacho de Diego doce minutos después de haber hablado con él por teléfono. Al inspector no le pareció extraño que lo acompañara Cristina Pardo. Parecía que la relación entre ambos iba en serio, y sintió una débil punzada de celos. La chica le parecía bastante atractiva. De inmediato, se sintió mal al descubrir por dónde circulaban sus pensamientos y lamentó no estar pasando más tiempo con Marja desde que comenzó todo aquel enredo.

Tomás Bullón se quedó con la boca abierta cuando vio entrar a Sergio en el despacho.

—¡Hombre, Sergio! —exclamó. Se levantó y extendió su mano regordeta hacia el recién llegado—. ¿Qué te trae por aquí? Te echamos de menos en el homenaje a Morante.

El periodista peritó con la mirada la espalda y el trasero de Cristina sin disimulo alguno, y se sacó un pañuelo arrugado del bolsillo de su americana para pasárselo por la frente. Después, poniendo toda su atención en el culo de Cristina, lanzó un bufido. Sergio lo fulminó con la mirada.

—Me alegro de que aún estés aquí —dijo Sergio, subiéndose los calcetines negros. Los zapatos italianos espejeaban, como era costumbre en él, y el traje Hugo Boss se ajustaba a él como un guante—. Creo que te va a interesar lo que tengo que comentarle al inspector.

—¿No me digas? ¿Puedo grabarlo? —bromeó Bullón.

—Eso deberás preguntárselo al inspector, ¿no crees? —Sergio sonrió.

—Bien, ¿qué es lo que sucede? —preguntó Diego.

—Verás —respondió Sergio—, hace un rato estaba leyendo el reportaje que ha escrito mi amigo Bullón —miró al periodista de reojo y lo vio sonreír muy orgulloso— y se me han venido a la cabeza ciertos recuerdos.

Bullón frunció el entrecejo. ¿Adónde quería ir a parar Sergio?

—Como ya te he contado en alguna ocasión —prosiguió el escritor, haciendo caso omiso al cambio de expresión de Bullón—, en el Círculo Sherlock tuvimos debates bastante serios sobre los crímenes de Jack. Morante, que siempre estaba fascinado por los criminales a los que se enfrentaba Holmes, era un apasionado de Jack. Fue él quien más nos animó a recopilar aquel informe sobre los crímenes, ¿recuerdas, Tomás? —Sergio se volvió hacia el periodista, pero no aguardó su respuesta—. Pero algunos de nosotros defendíamos a Holmes de aquellos que lo criticaban por no haber investigado los crímenes de Whitechapel. El bueno de Tomás había convertido en su héroe a otro personaje de aquella historia en el que muy pocos reparan.

Diego Bedia advirtió que el periodista empalidecía. Fuera lo que fuera lo que Sergio tenía en mente, era indudable que había dado en el centro de la diana.

—Me refiero a Thomas J. Bulling. ¿Lo recuerdas, Tomás? —Sergio miró de nuevo al periodista, pero tampoco aguardó, su respuesta—. Tomás mostró simpatía de inmediato por Bulling porque era periodista y porque el nombre de ambos era muy parecido. Aquello tenía su gracia, y todavía tenía más el hecho de que Bulling fuera un periodista de la Agencia Central de Noticias, donde se recibieron algunas de las famosas cartas atribuidas a Jack.

Diego Bedia entornó los ojos. Empezaba a ver hacia dónde conducía el razonamiento de Sergio.

—El caso es que algunos policías que participaron en la investigación sobre los crímenes de Jack, como el inspector jefe de detectives John George Littlechild, se mostraron convencidos de que había sido el propio Bulling el que había escrito aquellas cartas. Y otros han apuntado a su jefe, el director de la agencia, John Morre.

—Eso son estupideces —gruñó Bullón—. Es cierto que siempre me pareció que los periodistas habían jugado muy bien sus cartas en aquel asunto. Pero jamás se ha podido probar que la carta «Querido Jefe» y la postal manchada de sangre las escribiera Bulling. —Bullón tenía la boca seca y se pasó el pañuelo arrugado por la comisura de los labios—. Casi todo el mundo cree auténticas esas cartas.

—Yo no he dicho que las hubiera escrito Bulling, y no niego que pudieran ser obra de Jack —replicó Sergio sin alzar la voz—. Lo que quería decir es que tú tenías a Bulling por un ejemplo, y esta mañana recordé lo que dijiste en una de aquellas reuniones: que, si un día tuvieras entre manos una noticia como la de Jack, no dudarías en echar más leña al fuego enviándote cartas como aquella que Bulling dijo recibir y de la que dio cuenta a la policía. —Sergio miró a Diego y dijo—: ¿Me permites el dossier que te dejamos sobre Jack? Gracias —añadió cuando el inspector puso en sus manos los documentos. Después, buscó con parsimonia una página—. Escucha, Diego, lo que escribió Bulling al comisario jefe Williamson:

Estimado señor Williamson:

A las nueve menos cinco de esta noche recibí la siguiente carta, cuyo sobre incluyo y por el cual podrá ver que es la misma caligrafía que las anteriores comunicaciones…

Sergio leyó el contenido de una de aquellas misivas supuestamente escritas por Jack el Destripador. Cuando concluyó la lectura, todos guardaron silencio durante unos segundos, hasta que Diego lo rompió mirando a los ojos a Bullón.

—Se lo voy a preguntar solo una vez: ¿ha escrito usted esas cartas?

Bullón se pasó el pañuelo por la frente sudorosa y se retrepó en su asiento.

—Todo eso no prueba nada —farfulló—. Puras conjeturas propias de Holmes.

—¡Joder, Tomás! —exclamó Sergio—. ¿No te das cuenta de que te estás metiendo en un lío enorme? Si has escrito esas cartas, dilo ahora. ¿O debemos pensar también que fuiste tú el que escribió las notas en las que me anunciaban los crímenes? ¿Quieres que tu hija te vea en los periódicos convertido en sospechoso de asesinato?

—¡Alto, alto! —gritó Bullón—. Yo no tengo nada que ver con esas muertes.

La mención de su hija había logrado el efecto que Sergio pretendía.

—Pues está usted a un paso de que yo empiece a pensar lo contrario —dijo Bedia—. Eso por no hablar de que sé que usted ha sobornado a un policía de esta comisaría para tener acceso a información privilegiada del caso.

Bullón acusó el golpe. No esperaba que Meruelo hubiera confesado. Suponía que el policía tenía mucho que perder si admitía esa falta.

—Diego —dijo Sergio, mirando al inspector—, si Tomás admite aquí y ahora que ha escrito esas cartas, ¿qué le sucederá?

Diego reflexionó unos segundos. Si aquel imbécil había pretendido confundir a la policía, no podía quedar sin castigo. Pero tampoco estaba dispuesto a que Meruelo se viera salpicado por culpa de aquel irresponsable. Meruelo debería devolver el dinero que Bullón le había pagado, y no tenía intención de contárselo a nadie. Si Bullón guardaba silencio, tal vez todos saldrían beneficiados. Además, aquel desgraciado tenía una hija, como Diego, y la pobre niña no tenía la culpa de que su padre fuera estúpido. Si podía, le ahorraría la vergüenza de ver a su padre abriendo los informativos de todas las televisiones como principal sospechoso de haber matado a cuatro mujeres.

—Escribió usted esas cartas, ¿sí o no?

Tomás Bullón se derrumbó y dijo que sí, que él había escrito aquellas cartas porque el fuego de la noticia se alimenta con madera. Y él, Bullón, necesitaba más madera.

4

30 de septiembre de 2009

E
l inspector jefe Tomás Herrera ojeó los informes forenses una vez más y luego paseó su mirada gris por su despacho. Los inspectores Bedia, Estrada y Palacios lo miraban expectantes.

—Nada de nada —dijo Herrera—. Como las otras veces. Ni una huella ni un resto de ADN. Ese tipo no comete errores. No mantuvo relaciones sexuales con las víctimas, las asesinó en otro lugar diferente al sitio en el que las dejó y no había rastro alguno de drogas en los cuerpos. Las dos fueron degolladas y murieron como consecuencia de los cortes producidos en la garganta por un arma blanca extraordinariamente afilada.

La voz del inspector sonó fatigada mientras daba cuenta del terrible estado que presentaba el cadáver de Aminata Ndiaye. Su rostro estaba desfigurado, les dijo. Presentaba macabros cortes en los párpados y en las mejillas. Sobre estas últimas, el filo del arma había dibujado una especie de letra «V» invertida. Los intestinos habían sido colocados sobre el hombro derecho de la mujer. La aurícula derecha le había sido seccionada, lo mismo que el lóbulo de la oreja y la punta de la nariz. El asesino había acuchillado sin piedad el abdomen, y en su orgía de sangre habían resultado heridos el hígado y el páncreas. Al parecer, se había llevado el riñón izquierdo. También faltaba parte del útero.

La relación de heridas parecía no tener fin, pero los miembros del equipo de investigación ya habían oído lo más importante: se encontraban tan a ciegas como al principio.

—Las heridas son prácticamente idénticas a las que sufrió Catherine Eddowes —comentó Diego—. También entonces Jack se llevó el riñón izquierdo y el útero.

—Ese miserable está completamente loco —dijo entre dientes el inspector Palacios.

Higinio Palacios tenía a todo el mundo tan acostumbrado a no decir nada si no se le preguntaba algo expresamente que todas las miradas se volvieron hacia él. Bajo el espeso bigote negro, su cara estaba roja de ira.

—Estrada, ¿qué hay de la furgoneta? —preguntó Herrera.

El inspector Estrada estaba reclinado sobre el respaldo de la silla en una posición chulesca. Había escuchado el resumen del informe forense con desgana y procuraba que todos se dieran cuenta de ello. Se sentía incómodo en una comisaría que no era la suya y no soportaba que aquellos pueblerinos le vinieran a explicar a él cómo tenía que hacer su trabajo. Era cuestión de tiempo, se consolaba, que pudiera invertir el orden de las cosas y dejar a cada uno de ellos en su lugar. Mientras tanto, se conformaba con besar en público a la inspectora Larrauri, y procuraba que los besos durasen más si Diego Bedia estaba cerca.

—Nada nuevo —respondió con gesto aburrido—. Ninguno de los miembros del famoso Círculo Sherlock tiene un vehículo así a su nombre. —Hizo un alto para rascarse la entrepierna y luego prosiguió con su informe—: Hemos investigado también a gente vinculada con ese político —consultó sus notas—, el tal Morante. Tampoco parece que nadie de su entorno tenga una furgoneta de la marca Citroën.

—¿Y la parroquia? —preguntó Herrera.

—Ninguno de los dos curas tiene un vehículo así, ni tampoco el comedor social. —La entrepierna de Estrada volvió a reclamar su atención, y el inspector le dedicó unos segundos rascándose de forma ostentosa—. Por otra parte, he comprobado también si alguien de la Cofradía de la Historia es dueño de una furgoneta de esa marca, pero no ha habido suerte. También hemos preguntado en los negocios de alquiler de vehículos de toda la provincia, pero ni siquiera tienen una de esa marca.

—¿Y el piso? —preguntó el inspector jefe.

—Meruelo y Murillo han investigado esa pista hasta donde les ha sido posible —respondió Diego—. Ninguno de los posibles sospechosos tiene un piso a su nombre en esa zona, ni tampoco lo han alquilado. Sí sabemos que Toño Velarde, uno de los hombres de confianza de Jaime Morante, vive en el barrio. De todos modos, seguimos trabajando en esa idea.

—Ningún criminal puede evitar dejar huellas en sus asesinatos —dijo Herrera—. Ni siquiera los más inteligentes, como el que perseguimos. La mera forma de matar ya es un indicio. Estoy seguro de que cometerá un error.

—El problema es saber cuándo —replicó Estrada—. Estamos ante un psicópata que no tiene el menor respeto por la vida humana. Un tipo cruel, manipulador y extraordinariamente cuidadoso. Alguien así puede matar ininterrumpidamente si no se relaja.

—Pero no pretende matar ininterrumpidamente —recordó Bedia—. Está imitando a Jack el Destripador, y todo esto no es más que una especie de juego de rol siniestro con el que ha desafiado a Sergio Olmos, a quien, por alguna razón que desconocemos, odia profundamente y lo considera una representación de Sherlock Holmes, al que también parece menospreciar. Para entender a nuestro hombre, creo que debemos conocer mejor a Jack.

Diego insistió en la importancia que, en su opinión, tenía la idea que Sergio Olmos le había dado sobre que tal vez el asesino, como quizá ocurrió con Jack, tuviera un escondite en la zona. Y volvió a recordar los trabajos del profesor de psicología de la Universidad de Liverpool, David Canter, una de las máximas autoridades mundiales en la técnica del perfil geográfico de los asesinos en serie. Según la experiencia de Canter, los lugares donde se cometen los crímenes están relacionados con el domicilio del asesino, o bien con una especie de refugio en el que se esconde. Jack y su admirador debían pertenecer, según esa idea, a la categoría denominada como «merodeadores»; tipos que rastreaban la zona más próxima a su refugio en busca de sus víctimas. La teoría del círculo decía que, uniendo los puntos más alejados en los que se habían cometido los crímenes mediante un círculo, era muy probable que el asesino viviera dentro de esa área urbana, tal vez incluso en su centro.

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