Marja se llevó a la boca la cuchara y probó el flan de queso que había pedido. Después miró a Diego y luego a Sergio.
—¿No nos vas a contar nada nuevo sobre la investigación? —Sonrió con picardía.
Diego apuró el contenido de la copa de vino que tenía en la mano. Chasqueó la lengua y dudó sobre cómo enfocar el asunto.
—Lo cierto —dijo finalmente— es que hoy ha ocurrido algo verdaderamente notable, y horrible.
Tanto Marja como Cristina lo miraron expectantes. Sergio, por su parte, se dio cuenta de que sus dedos se movían nerviosos y jugueteaban por su cuenta con unas migas de pan.
Diego necesitó apenas cinco minutos para contar lo que había sucedido: el macabro paquete que había recibido Jorge Peñas, cómo Meruelo y Murillo se habían tropezado con el dirigente vecinal en plena calle, la llegada del paquete a la comisaría, el descubrimiento del riñón, el contenido de la carta que lo acompañaba y las reflexiones que habían hecho los inspectores a propósito del mensaje que Jack envió en 1888 a George Lusk.
Cuando dejó de hablar, tanto las dos mujeres como Sergio parecían hechizados. Marja y Cristina estaban más pálidas que de costumbre. El episodio del riñón había sido especialmente desagradable. Pero el asombro de Sergio se había producido por otro motivo.
—¿Qué sucede? —preguntó Diego al escritor.
—¿Cómo dices que era la caja?
—De cartón y de color amarillo —respondió Diego—. Más o menos, así de grande. —Con la mano, señaló una altura aproximada a los veinte centímetros.
—¡Dios mío! —exclamó Sergio—. ¿Cómo he podido estar tan ciego? «La caja de cartón».
—¿Qué ocurre? —preguntó Diego.
Sergio Olmos estaba pálido como un cadáver y le temblaban los labios.
—Cariño, ¿qué sucede? —le preguntó Cristina, cogiendo la mano derecha de Sergio entre las suyas.
Sin embargo, Sergio parecía no escuchar nada ni ver otra cosa que algo que parecía estar más allá de la cristalera del restaurante; algo que solo él era capaz de ver.
De repente, se levantó de la mesa.
—Disculpadme, debo llamar a Víctor Trejo —dijo.
1 de octubre de 2009
T
omás Herrera se había acostado media hora antes de que sonara su teléfono móvil. Se frotó los ojos y miró el reloj. Las doce y cuarto. «¿Quién demonios llama a estas horas?». Se dio la vuelta en la cama y volvió a experimentar aquella terrible sensación de vacío que había dejado en el lecho la muerte de su esposa. Cuando cogió el teléfono, comprobó asombrado que era Diego Bedia quien lo llamaba.
Herrera tardó unos segundos en comprender lo que el inspector Bedia le estaba contando. «El riñón. La caja de cartón. Jack. Holmes». Pero, finalmente, logró encajar todas las piezas del apresurado informe de Diego.
—¡Joder! —exclamó—. ¿Cómo es posible?
Diego le dijo que estaba de camino y que se encontrarían en la dirección que le había dado. Después de colgar el teléfono, Herrera se quedó mirando la mitad de la cama en la que siempre dormía su esposa. Él nunca se acostaba en ese lado y aún no se sentía con fuerzas para que otra mujer durmiera allí. Sin poder evitarlo, la imagen de María, la amiga de Cristina Pardo, apareció en su mente como si se tratara de una diapositiva que una mano invisible hubiera proyectado. De pronto, el ensalmo se quebró, y Herrera tomó una decisión que más tarde habría de lamentar.
Buscó en la agenda de su teléfono un número. «No quiero más conflictos en este asunto. Que venga él también».
—¿Estrada? —dijo Herrera cuando el inspector Gustavo Estrada respondió a la llamada.
—¿Qué sucede?
Herrera colocó su teléfono móvil sujeto entre su hombro derecho y la oreja mientras se ponía los pantalones. Solo necesitó un par de minutos para resumir la situación. Cuando estaba a punto de colgar escuchó la voz de una mujer susurrando junto a Estrada. «La Bea. El muy hijo de puta está con ella».
—Nos vemos allí en quince minutos —dijo Herrera.
Gustavo Estrada saltó de la cama de la inspectora Beatriz Larrauri con sorprendente agilidad.
—Era Herrera —le dijo—. Lo tenemos.
—¿A quién?
Estrada había hecho sus propios cálculos. El domicilio de Beatriz Larrauri, o sea, el viejo piso de Diego, estaba mucho más cerca del lugar donde habían sido citados que el de Tomás Herrera. En cuanto a Diego, parecía ser que venía de camino. «Si me doy prisa, les daré una lección».
Con la rapidez de un ilusionista que cambia su indumentaria en un segundo, Estrada había salido de la cama de Beatriz y adoptado la forma de un inspector de policía. Comprobó su pistola y desde el umbral de la puerta respondió a la pregunta de su amante.
—Al asesino —dijo—. Tenemos al asesino.
Estrada miró su reloj. Las doce y veinticinco. Ni rastro de Diego Bedia ni de Herrera. La carrera bajo la lluvia había merecido la pena. Sus zapatos chapotearon en un
sprint
final hasta llegar al portal. Sin dudarlo, pulsó el timbre.
Durante unos interminables segundos, solo se escuchó la lluvia cayendo con fuerza sobre los coches aparcados junto a la acera. De pronto, Estrada vio los focos de un vehículo y temió lo peor.
Afortunadamente para él, no era el coche de Diego. Miró a un lado y a otro de la calle. Herrera se retrasaba. Supuso que estaría organizando un dispositivo en toda regla.
Estrada volvió a pulsar el timbre y se pasó la mano por el cabello empapado. Estaba a punto de llamar a cualquier otro vecino del inmueble cuando escuchó la voz que tanto anhelaba oír.
—¿Quién es?
—Policía —dijo—. Le ruego que abra la puerta.
Y la puerta se abrió.
Estrada no aguardó al ascensor. Demasiado arriesgado. Tal vez llegaran los demás. De modo que subió las escaleras corriendo.
Al final de su carrera se encontró la puerta del piso abierta. Se asomó con recelo y, por primera y única vez en toda la noche, se preguntó si no estaría cometiendo una terrible equivocación entrando solo en aquella casa.
—¡Policía! —gritó.
—Adelante —respondió una voz en tono amable—. Pase al salón.
Estrada avanzó con cuidado. El cañón de su arma hendía el aire como una proa hiere la espuma del mar. El pasillo del piso era bastante largo y estaba a oscuras. Al fondo, la luz dorada de una lámpara anunciaba el salón.
—De modo que es usted el héroe que me ha descubierto.
El doctor José Guazo estaba sentado plácidamente en un sillón. Tenía sobre las piernas una lujosa edición de las aventuras de Sherlock Holmes. Vestía un batín oscuro que cubría su impecable camisa blanca y un chaleco gris.
—Debo reconocer que no le esperaba a usted —dijo Guazo—. Para serle sincero, por lo que he escuchado, no me parece usted demasiado brillante. ¿No fue idea suya encerrar a los violinistas rusos? —Guazo soltó una risita débil que terminó en un estruendoso ataque de tos—. Creo que nunca se lo agradeceré lo suficiente. Sin su colaboración, hubiera resultado difícil matar a las dos últimas mujeres.
—Está usted loco. —Estrada no quitaba ojo a Guazo—. Levántese con cuidado y mantenga las manos donde yo pueda verlas.
—¿Y Sergio? ¿Qué ha sido del gran Sherlock Holmes? —Guazo sonrió—. Sabe, me resulta gracioso que sea Estrada y no Holmes quien se lleve el gato al agua. ¡El inspector Estrada! ¡Todo un héroe!
—Dése la vuelta —dijo Estrada.
—No se preocupe, inspector. —Guazo se había puesto en pie y dejó el libro que leía con sumo cuidado sobre una mesita auxiliar—. No me voy a fugar. Pero, dígame, ¿cómo me ha descubierto?
Estrada sentía que el sudor caía por su espalda. Sus nervios estaban tensos, y lanzaba miradas preocupadas hacia la puerta del piso. En cualquier momento, Herrera y los demás aparecerían. Debía actuar con rapidez. De camino al domicilio de Guazo, había telefoneado a Tomás Bullón. Quería un primer plano poniéndole las esposas al nuevo Jack el Destripador.
—Disculpe, inspector. —Guazo reclamó la atención de Estrada—. Le pregunté que cómo me había descubierto.
Aquel tipo estaba loco, pensó Estrada. ¿Qué juego era aquel? ¿Por qué le hacía gracia que fuera él, Estrada, y no Holmes quien lo detuviera? No entendía nada.
—La caja amarilla —dijo Estrada. Herrera le había dicho no sé qué de una historia de Sherlock Holmes y una caja amarilla.
—¡Sergio! ¡Sergio vio la caja en mi casa! —exclamó Guazo, dándose un golpe en la frente—. Debí suponerlo.
De pronto, Guazo comenzó a moverse por el salón ignorando por completo a Estrada y al cañón de su arma. Estrada lo miró asombrado. El doctor parecía absorto en sus propios pensamientos.
—No hay nada tan importante como los detalles triviales —murmuró.
—¿Qué ha dicho?
—Usted es un patán —respondió Guazo con el mismo tono amable que había empleado hasta ese instante—. El mayor patán de esta historia tenía que apellidarse Estrada. —Sonrió—. Debo reconocer que ha estado usted perfecto en su papel de policía imbécil. Pero el mérito, por lo que veo, ha sido de Sergio Olmos. Solo él sabe que no hay nada tan importante como los detalles triviales
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En ese momento, irrumpió en el piso con gran estrépito Tomás Bullón con una cámara de fotos.
—¡Aquí! ¡Aquí! —le gritó Estrada.
Fue entonces cuando Guazo hizo un gesto que provocó el desastre que sobrevino a continuación. Se llevó una mano al interior de su batín diciendo:
—Deberían darle esto a Sergio.
—¡Cuidado! —gritó Bullón, quien interpretó que Guazo pretendía sacar una pistola de su chaleco.
Estrada se giró alarmado por el grito del periodista y disparó al doctor Guazo. La primera bala se alojó en el hombro derecho del médico; la segunda perforó su pulmón.
Apenas un minuto después entraron en el piso el inspector jefe Tomás Herrera, Diego Bedia y cuatro agentes más. La escena quedó inmortalizada por la cámara fotográfica de Bullón.
Guazo yacía en un charco de sangre y mostraba una extraña expresión que mezclaba el dolor con una sonrisa amarga. La caída había dejado al descubierto un nuevo secreto del doctor: lucía un peluquín. Guazo estaba calvo por completo.
Nadie encontró un arma entre sus ropas ni en ninguna parte. Lo que el doctor quiso sacar de su bolsillo antes de recibir los disparos del inspector Estrada era un pequeño papel en el que nadie reparó. El papel había ido a parar debajo del sillón de lectura del médico.
Del 2 al 7 de octubre de 2009
D
espués de tantas semanas repletas de interrogantes, en los primeros días del mes de octubre, al fin, arribaron las respuestas.
José Guazo no pudo ser interrogado hasta pasados varios días. Su estado era crítico. La bala había atravesado el pulmón, pero además el examen médico aportó otras noticias inquietantes: Guazo se moría. El disparo de Estrada no había hecho más que acelerar el proceso. Guazo tenía un cáncer incurable. El historial médico había revelado que la enfermedad había brotado inicialmente en la próstata, pero, a pesar del tratamiento, se había extendido por varios órganos del cuerpo. La quimioterapia había provocado la caída del cabello, y desde entonces Guazo llevaba aquel peluquín que perdió tras recibir los disparos.
Cuando Sergio Olmos conoció la noticia del estado de salud de su amigo, sintió que le flaqueaban las piernas. Su hermano Marcos le confesó que sabía que Guazo padecía esa enfermedad, pero desconocía que estuviera en un estado tan avanzado y crítico. ¿Por qué no le había dicho nada a Sergio? No había querido preocuparle, explicó Marcos. Ya tenía problemas suficientes con aquellas cartas anónimas que había recibido y con los crímenes.
Sergio comprendió de pronto por qué cuando miraba a Guazo veía algo extraño en él. ¡El peluquín! ¡Eso era lo que hacía que el aspecto de su viejo amigo le pareciera extraño! Su estampa más demacrada y su pérdida de peso, consecuencia de su enfermedad, Sergio las había atribuido al paso del tiempo. También él había envejecido, y su hermano Marcos parecía una sombra de lo que fue, a pesar de que seguía siendo un hombre alto y de aspecto notable. Pero ahora ya no era tan robusto, y el tono amarillento de su piel lo envejecía más.
También el inspector Diego Bedia obtuvo las respuestas que andaba buscando.
Para empezar, Sergio le explicó el razonamiento que lo había llevado aquella noche en la que cenaban en compañía de Cristina y Marja a la conclusión de que el hombre al que buscaban era su amigo Guazo.
—Cuando me dijiste que el riñón que Jorge Peñas había recibido estaba dentro de una caja amarilla, tuve una intuición —dijo Sergio—. Recordé una frase de Holmes: «No veo más de lo que otros ven, pero me he adiestrado en fijarme en lo que veo»
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. —Sergio miró a Diego a los ojos y añadió—: Yo había visto una caja de cartón como la que me describiste en cierta ocasión en casa de Guazo. Y de pronto dos ideas se cruzaron en mi mente. En primer lugar, una de las aventuras de Holmes titulada «La caja de cartón» comienza precisamente con el envío de una caja amarilla a la señora Susan Cushing. Cuando Susan abre la caja, descubre con horror que contiene dos orejas humanas recién cortadas. Entonces comprendí que Guazo tenía algo que ver en todo aquello. Guazo conoce las aventuras de Holmes lo suficiente como para hacer el guiño de introducir la sutil novedad, respecto a lo que Jack hizo en 1888, de enviar el riñón en una caja amarilla, como la de la aventura de Sherlock.
—¿Y la segunda idea? —preguntó Diego—. Dijiste que dos ideas se cruzaron por tu mente.
—Sí, desde luego —asintió Sergio—. La segunda reafirmó mis sospechas. Por eso os dije que tenía que llamar a Víctor Trejo. Verás, después de que vosotros interrogarais a Trejo, yo comí con él. Hablamos de todo y sin tapujos. Afeó mi comportamiento petulante y engreído en los años del círculo, me reprochó que le hubiera arrebatado a Clara y me abrió los ojos: todos los miembros del círculo tenían motivos para odiarme.
—¿Eso fue todo? ¿Fue así como pensaste que Guazo podía ser el asesino?
—Hubiera podido ser suficiente si lo añadía al recuerdo de la caja amarilla, pero Trejo me dijo algo que yo desconocía —respondió Sergio—. Como ya te he contado, Trejo siempre había creído que la familia real británica estaba involucrada en los asesinatos que Jack cometió. Para él, la teoría de la conspiración para evitar el escándalo que supondría que se conociera que el duque de Clarence, el nieto de la reina Victoria, había tenido relaciones, o tal vez incluso se había casado, con una prostituta llamada Annie Elizabeth Crook, era suficiente motivo para el asesinato. Jack, según Trejo, era sir William Gull, el médico de la reina. Gull mató a todas las prostitutas amigas de Annie porque ellas sabían que el duque de Clarence había tenido una hija con Annie llamada Alice.