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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (66 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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—Pero el mayor Smith siempre sostuvo que Warren había cometido un error imperdonable —recordó Marcos—, de manera que no toda la policía parecía estar implicada en aquel asunto, si es que realmente se trataba de una conspiración.

—Una pregunta —intervino Diego—. Cuando el agente Long encontró la pintada y el trozo de delantal en aquel portal, ¿no interrogó a los vecinos del inmueble?

—El propio Long declaró que no lo hizo —respondió Sergio—. Escuchad lo que dijo: «No interrogué a los vecinos. Había seis o siete escaleras. Las registré todas, pero no encontré huellas ni manchas de sangre».

—Parece increíble que no se le ocurriera hacerlo —comentó Murillo—. ¿Y si Jack estaba escondido allí?

—Hay un detalle que puede resultar valioso, y empiezo a pensar que también lo es para vuestra investigación. —Sergio cerró el informe y reclinó su cuerpo hacia delante—. Vamos a ver: según Long, a las dos y veinte, cuando hizo su ronda por ese lugar, allí no había ni delantal ni pintada. Y es bastante curioso que no lo viera si, como dijo el mayor Smith, a Catherine le habían cortado medio delantal, de modo que era una pieza de tela suficientemente grande como para que el policía no la viera en su ronda.

—Puede que Jack envolviera en esa tela los órganos que se había llevado —apuntó Guazo—. Tal vez solo tiró parte de ese trozo de tela.

—Es posible —admitió Sergio, pero volvió su mirada hacia Diego, como si solo hablara para él—. Pero el problema sigue siendo parecido. Fuera el trozo de tela más grande o más pequeño, el agente Long no lo ve cuando pasa por allí a las dos y veinte. Solo lo advierte a las tres de la madrugada. Pero a Catherine la habían asesinado una hora antes, y la pregunta que se me ocurre puede ser trascendente: ¿dónde estuvo Jack durante esa hora? No es posible que se encontrara en el escenario del crimen, porque la zona estaba infestada de policías, y desde Mitre Square hasta Goulston Street hay una distancia aproximada de quinientos metros. Para llegar allí, tuvo que atravesar varias calles, y debía estar manchado de sangre. Sin embargo, desaparece como si fuera invisible y, una hora más tarde, deja un trozo del delantal en ese punto de la calle Goulston y hace la famosa pintada.

—¡Se escondió! —exclamó Diego. De pronto había comprendido adónde quería ir a parar Sergio Olmos—. ¡Tenía una guarida en la zona!

—Y creo que nuestro Jack también —añadió Sergio.

2

27 de septiembre de 2009

F
élix Prieto había dormido mal aquella noche. Félix trabajaba como cocinero en un restaurante que gozaba de un merecido prestigio en la zona. Tenía veintisiete años, estaba casado desde hacía dos, y su esposa le había dado una feliz noticia un par de semanas antes: ¡estaba embarazada!

Desde que supo la buena nueva, Félix Prieto trabajaba aún con más entusiasmo. Se dejaba el alma en cada plato y contaba las semanas que lo separaban de su sueño de ser padre. Aunque aquella noche, después una jornada agotadora en el restaurante y cuando estaba a punto de llegar a su casa, el futuro maravilloso que se dibujaba ante él estuvo a punto de esfumarse. Fue tal el susto que Félix tardó mucho tiempo en coger el sueño.

Félix Prieto vivía en la calle Juan XXIII, a unos pasos del viejo hospital que minutos más tarde asistiría a la masiva llegada de efectivos de la policía. Cuando Félix regresaba del trabajo, bien entrada la madrugada, todo estaba en silencio en la calle. Había aparcado su coche, un Renault Clio de color gris, a dos manzanas de distancia de su portal y caminaba por la acera amparándose de la intensa lluvia bajo un paraguas. El aguacero era tan fuerte que de un modo inconsciente Félix, que era un joven de mediana estatura, avanzaba ligeramente encorvado, procurando esconderse bajo el paraguas.

El motor de un vehículo rugió en ese momento, pero el paraguas impidió que el cocinero viera a la furgoneta que se le venía encima hasta que la tuvo a solo unos metros de distancia. La luz de los focos lo cegó. Se quedó clavado en la acera, incapaz de moverse. Los segundos que lo separaban de una muerte segura los consumió pensando en su esposa embarazada y en el hijo que jamás conocería. Pero, en el último instante, la furgoneta negra que lo iba a embestir cambió su trayectoria y abandonó la acera para incorporarse a la calzada.

Félix Prieto sintió que el corazón le latía a una enorme velocidad. Sus manos se habían aflojado por el miedo y el paraguas rodaba por la acera arrastrado por el viento. La lluvia empapaba al cocinero mientras aquella furgoneta de color negro doblaba la esquina más próxima al hospital a una enorme velocidad.

Minutos después, con las manos temblorosas, Félix consiguió abrir la puerta de su piso, se quitó la ropa empapada y se metió en la cama procurando no despertar a su esposa.

Los colegios electorales abrieron sus puertas con normalidad en aquella mañana gris y húmeda. Sin embargo, la ciudad estaba convulsionada por los sucesos ocurridos de madrugada. A pesar de que los periódicos no habían podido incluir en sus páginas la escalofriante historia de las dos mujeres que habían aparecido degolladas —una de ellas, incluso, destripada—, pronto la noticia recorrió como la pólvora toda la ciudad.

Desde primeras horas de la mañana los escenarios de ambos crímenes estaban repletos de curiosos. La policía había realizado innumerables fotografías e incluso se había filmado a todos los que se arremolinaban en los alrededores con la esperanza de que, tal vez, el asesino se hubiera acercado para disfrutar del efecto que su obra producía en los demás.

El candidato Morante se tomó el primer café de la mañana solo y en la cafetería de costumbre. Había enviado a Toño Velarde al distrito norte para pulsar la opinión de los vecinos. En el barrio se mezclaba la indignación por los errores policiales —se había asegurado que el matrimonio ruso era culpable de aquellos crímenes y los vecinos que habían organizado patrullas de vigilancia habían bajado la guardia y tomaron la decisión de disolver ese sistema de control —y el miedo irracional.

—La gente cree que es el mismísimo demonio el que está asesinando a esas mujeres —le había asegurado Velarde.

Mientras saboreaba su café, Morante trataba de evaluar cuál sería el resultado de aquel cóctel explosivo en las urnas.

En la comisaría reinaba una actividad febril aquel domingo. A pesar de que tenía el día libre, José Meruelo se había presentado a trabajar después de que le hubiera llegado la noticia de los dos crímenes perpetrados aquella noche.

Le pareció extraño que Murillo y Diego Bedia no estuvieran en su puesto, pero no tardó mucho en comprender que había ocurrido algo que él no sabía. Alguien le contó que el inspector jefe Tomás Herrera, Diego Bedia y Santiago Murillo habían montado una especie de dispositivo de vigilancia aquella noche sin el conocimiento del comisario Barredo. Meruelo sintió un escalofrío al conocer ese dato. ¿Por qué no le habían dicho nada a él?

Instantes después asistió a la llegada de Murillo y de Bedia. Los dos presentaban un aspecto lamentable. Tenían la ropa empapada, los zapatos sucios y estaban sin afeitar. En los ojos de ambos se adivinaba una noche en vela.

—Meruelo, ¿puedes pasar a mi despacho? —dijo Diego.

El policía, tan silencioso como siempre, se limitó a asentir levemente con la cabeza.

—Aún no lo sabe nadie —dijo Diego sin mayores preámbulos—. He esperado a que tú me dieras una explicación.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Meruelo, visiblemente nervioso.

—Meruelo, ¡no me jodas! —Diego dio un violento golpe sobre su mesa con una de sus enormes manos—. Le has estado pasando información a ese periodista. He visto en tu teléfono móvil que le llamabas con frecuencia. ¡Joder! Al menos podías demostrar más inteligencia y borrar las llamadas que haces.

Meruelo sintió que sus piernas temblaban. ¿Qué podía decir? Negarlo era absurdo. Respetaba a Diego Bedia más que a ningún otro policía con el que hubiera trabajado.

—Ya sabes lo que mi hijo significa para mí —dijo Meruelo con voz temblorosa—. No me perdería ni un partido suyo y dejaría que me cortaran una mano si fuera necesario para salvar uno solo de sus cabellos.

—¿A qué viene eso, Meruelo? —Diego fijó su mirada en aquel policía intachable hasta la fecha.

—Ligamento cruzado anterior —respondió Meruelo—. Tengo miedo de que, si no lo opera uno de los mejores especialistas, no vuelva a jugar al fútbol.

—Bullón te ha pagado bien —dijo Diego—. ¿Es eso lo que me quieres decir?

—Lo suficiente para que lo opere uno de los mejores especialistas del país —reconoció Meruelo—. Lo siento mucho.

El inspector Diego Bedia se sintió de pronto tremendamente cansado. No había dormido en toda la noche y la tensión a la que se había visto sometido estaba pasándole factura.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Meruelo.

En ese momento, Murillo interrumpió la conversación.

—Perdonad —dijo Murillo—. Diego, el comisario te llama.

—Que Murillo te ponga al día de todo —dijo Diego—. Empezad investigando si alguien del Círculo Sherlock tiene algún piso de su propiedad o alquilado en el barrio norte.

Diego entró en el despacho del comisario Barredo sin saber muy bien qué podía esperar. Descubrió que había sido el último en llegar. Ya estaban allí el propio comisario, el inspector jefe Tomás Herrera, Estrada e Higinio Palacios. Reinaba un silencio espeso. El rostro de todos los presentes delataba la enorme tensión a la que estaban sometidos.

—Supongo que se dan cuenta de la situación en la que estamos —dijo el comisario, rompiendo el incómodo silencio—. A lo largo de la mañana, periodistas de media España van a caer sobre la ciudad como una plaga de langostas, y ¿qué se encontrarán? Pues con dos nuevos cadáveres, uno de ellos destripado y con cortes brutales en el rostro, y a unos policías que habían anunciado
urbi et orbi
que los culpables de las dos muertes anteriores eran dos violinistas rusos.

Estrada se enderezó en su asiento y abrió la boca para decir algo, pero la mirada que el comisario le lanzó le hizo hundirse de nuevo en la silla.

—Y ahora resulta que los rusos van a quedar en libertad, porque el marido se había inculpado de esos crímenes temiendo que los hubiera cometido su esposa —gritó Barredo—, la cual tampoco ha matado a nadie. Y eso que uno de los mejores especialistas en homicidios de la provincia —añadió, mirando directamente a Estrada— me había asegurado que no tenía ninguna duda de que el caso estaba resuelto.

El comisario se levantó de su despacho y caminó por la sala unos segundos con la mirada perdida. Nadie se atrevía siquiera a respirar. Barredo, finalmente, se detuvo ante la ventana y miró hacia la calle.

—Esta noche he descubierto, además, que tres de mis hombres desoían mis órdenes y jugaban a héroes en ese puñetero barrio convencidos de que forman parte de una conspiración salida de un folletín detectivesco. —El comisario se giró y observó el efecto que sus palabras habían tenido en Tomás Herrera y en Diego Bedia.

Barredo regresó a su sillón y se dejó caer pesadamente en él.

—Lo más extraordinario de todo esto es que, a pesar de ello, la hipótesis más descabellada es la que más visos tiene de ser la auténtica —añadió—. De modo que, a partir de ahora, Estrada y Palacios cumplirán estrictamente las órdenes que Tomás Herrera les dé. Buscamos a un nuevo Jack el Destripador, de eso ya no le puede caber la menor duda a nadie. Y quiero tener sobre mi mesa todo lo que usted, Bedia, sepa sobre ese Círculo Sherlock.

—Lo tendrá en media hora —prometió Diego, que vio cómo se removía en su asiento Estrada.

—Sin embargo, señor… —comenzó a decir Estrada.

El comisario levantó la mano ordenándole que guardara silencio. Después, hizo un gesto para que lo dejaran solo.

A pesar de que había dormido poco y mal, Félix Prieto se levantó a las nueve de la mañana. Su esposa, Olga, estaba haciendo el desayuno. La cocina olía a café y a tostadas. Él la abrazó y la besó en el cuello con suavidad. Le gustaba el olor de su mujer recién levantada. Después, deslizó sus manos por el interior de la bata, pero ella se escabulló riéndose.

—Has visto el jaleo que hay ahí abajo —dijo Olga, señalando con una tostada más allá de la ventana.

Félix se asomó y vio a un grupo de gente que formaba un corrillo frente a un muro próximo al viejo hospital.

—La policía va y viene —comentó Olga—. No sé qué habrá pasado.

De pronto, Félix sintió un escalofrío y recordó la furgoneta negra que estuvo a punto de atropellarlo cerca de donde estaban aquellos curiosos.

—Anoche, cuando volvía a casa, me ocurrió algo extraño —dijo a su esposa.

Sergio Olmos había llegado a su hotel hacía un par de horas. Marcos estaba tremendamente cansado y, poco después de que Bedia y Murillo se fueran del piso, anunció que se iba a acostar. Guazo, por su parte, estaba extenuado. Aquella noche parecía haberlo dejado en los huesos. Al mirarlo, Sergio tuvo la impresión de estar junto a un extraño. Salvo los ojos azules y las gafas de montura dorada, apenas quedaba rastro en aquel hombre del joven estudiante de medicina que conoció veinticinco años antes.

Sergio acompañó a Guazo hasta su casa y después caminó entre la niebla de la mañana hasta su hotel. Se quitó el traje negro, que estaba sucio y húmedo, y se dio una larga ducha caliente. Después, se dejó caer en la cama. Quería dormir, pero no podía.

Las siguientes dos horas las empleó en mirar al techo y repasar cada dato que recordaba de todo lo que había vivido en aquellas últimas semanas: mensajes anónimos sacados de una novela de Sherlock Holmes, un nuevo Jack el Destripador, el Círculo Sherlock al completo en su ciudad, cuatro mujeres asesinadas… Esperaba que la pista que le había dado al inspector Bedia condujera a alguna parte. ¿Sería posible que alguno de los sospechosos tuviera un piso en el barrio donde se habían cometido los crímenes? ¿Tenía el nuevo Jack un escondite en el nuevo Whitechapel?

A las once de la mañana, Sergio comprendió que no podría dormir. Telefoneó a Cristina y le preguntó si le apetecería comer con él.

Félix Prieto se presentó en la comisaría poco después de las once de la mañana. Tenía cierta información que tal vez tuviera que ver con los crímenes que se habían cometido aquella noche, dijo al policía que salió a recibirlo en la misma puerta de entrada.

Cinco minutos después, el cocinero se encontró ante un hombre alto, moreno, de aspecto marcadamente latino, con manos grandes y perilla. Le pareció que el policía estaba cansado. Su rostro sin afeitar y sus ojos enrojecidos delataban que había pasado la noche en vela.

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