La mirada azul de Cristina se agrandó hasta convertirse en el único horizonte que Sergio tenía ante sí. La besó y ella respondió a su beso.
—¿Y qué hay de mí y de mi trabajo? —preguntó ella—. ¿Por qué no buscas una casa por aquí? —Antes de que él dijera nada, Cristina se apresuró a añadir—: No tiene por qué ser en la ciudad. Ya sé que no te gusta vivir aquí, pero hay muchos lugares cerca. Tal vez junto al mar.
—Tal vez —dijo él lacónicamente.
Sergio se despidió después de compartir con Cristina unos sándwiches de queso y jamón, y tras beberse entre los dos una botella de vino tinto. Antes de irse, prometió considerar la idea que ella le había propuesto.
—¿Y tú pensarás sobre mi oferta? —preguntó Sergio—. Te he apuntado la dirección en aquel papel —señaló una cuartilla que estaba sobre la mesa de estudio de Cristina—. Puede que un día te apetezca conocer Londres.
Manolito Salces llegó al mundo en perfecto estado. Resultó ser un bebé rechoncho, de cuatro kilos de peso, que dio mucho trabajo y provocó intensos sudores a su madre. Mientras, su padre contemplaba la escena del alumbramiento con la boca abierta y los ojos aún más abiertos.
El resto de la tarde transcurrió para el joven matrimonio como en un sueño. La vida era maravillosa, y aquel niño era una bendición.
A las diez de la noche, Manolo Salces le dijo a su mujer que iba a comprar algo de bebida para invitar a los compañeros del hotel. Volvería en una hora, le prometió.
Hasta que no llegó con la compra al coche, Manolo no recordó que había dejado su chaqueta en el asiento trasero y que en uno de sus bolsillos aguardaba a ser entregada la nota que alguien había dejado para el señor Olmos.
—¡Joder! ¡Joder! —se lamentó.
Al llegar al hotel, lo primero que hizo Manolo Salces fue ir hasta la habitación 357 y golpear la puerta con los nudillos.
No había nadie.
Luego preguntó a los compañeros si habían visto al señor Olmos, pero nadie lo había visto durante toda la tarde, dijeron, mientras gastaban bromas al recién estrenado papá.
—¿Le podéis entregar esta carta al señor Olmos cuando regrese? —dijo Manolo antes de retornar junto a la cabecera de la cama de su esposa.
Sergio había paseado bajo la lluvia durante casi dos horas después de salir del piso de Cristina. Las ideas galopaban sin bridas en su mente. ¿Deseaba vivir con Cristina? ¿La amaba tanto como para mudarse cerca de aquella ciudad que detestaba? Si amaba tanto a Cristina, ¿por qué le había dado su dirección de Londres a Clara? Y, si amaba a Clara, ¿qué razón le había llevado a pedir a Cristina que viniera a Londres con él?
Y luego estaba aquella palabra: «Lipski». ¿Qué significaba? ¿Qué quiso decir Guazo con ella? ¿Y por qué tenía una extraña sensación desde el día del entierro del médico? ¿Qué era lo que se le estaba escapando? ¿Por qué no estaba Holmes junto a él aquella noche?
Era más de medianoche cuando entró en el hotel.
—Señor Olmos —le llamó el recepcionista—. Han dejado esto para usted.
Cuando Sergio vio el sobre marrón sintió que las piernas le fallaban. Era un sobre idéntico al de las otras notas que había recibido.
—¿Quién lo entregó?
—No lo sabemos —contestó el recepcionista—. Lo dejaron sobre el mostrador y no vimos a la persona que lo trajo.
Sergio cogió el sobre entre sus manos temblorosas. De pronto, aquel papel pareció pesar más que cualquier roca gigantesca, y Sergio arrastró sus pies hasta el ascensor del hotel.
Cuando llegó a su habitación, se sentó en el borde de la cama y miró con horror aquella carta. Temía abrirla, pero debía hacerlo. Luego, rasgó el sobre. Dentro encontró cinco pétalos de violeta y un escueto mensaje:
¿Dónde estaban colocadas?
Debajo de aquella enigmática pregunta, había un círculo rojo.
9 de noviembre de 2009
S
ergio dio la vuelta al papel sobre el que estaba escrito el mensaje. Temía encontrar lo que apareció escrito al dorso: párrafos desechados de su futura novela. Sin duda, aquella siniestra carta había sido escrita en su ordenador, como el resto de las notas que precedieron a la muerte de las cuatro mujeres asesinadas por Guazo. Pero Guazo estaba muerto, y los muertos no pueden dejar cartas en la recepción de un hotel.
Miró su reloj. Las doce y media. ¿Estaría despierto su hermano Marcos? Tal vez, pero no era su costumbre. Al día siguiente era lunes, y tenía que trabajar.
Sergio llamó a Diego Bedia.
El teléfono del inspector dio la llamada. Sin embargo, Diego no respondió. Sergio se pasó la mano por el cabello visiblemente nervioso. ¿Qué significaba aquella nota?: «¿Dónde estaban colocadas?». ¿Quién podía haberla dejado en la recepción?
Sergio no tuvo la menor duda de que el mensaje, como los últimos que había recibido, estaba inspirado en «El ritual de los Musgrave», si bien el autor había introducido una variación significativa. En el ritual que aparece en la aventura de Holmes la pregunta se formulaba en singular: «¿Dónde estaba colocada?». En cambio, en su nota aparecía en plural.
En ese momento, sonó el teléfono de Sergio. Era Diego Bedia.
—¿Qué sucede, Sergio? —dijo el inspector—. He visto una llamada perdida. Estaba a punto de acostarme.
—Creo que será mejor que no lo hagas. Necesito que vengas a mi hotel —dijo Sergio, mostrando su impaciencia—. He recibido otra carta.
Gabriela se despertó sobresaltada. Las cartas del tarot le habían susurrado el día anterior la historia de la muerte de una mujer, pero no se había atrevido a ir a la comisaría. ¿Con qué pruebas contaba? ¿Quién la creería ahora que el asesino, el doctor Guazo, había muerto? ¿Acaso había regresado desde la tumba para matar nuevamente?
La una menos diez.
Gabriela estaba empapada en sudor. Instintivamente, tocó su garganta con la mano derecha. En su sueño había visto brillar el filo de un enorme cuchillo rasgando el cuello de una mujer joven como si fuera gelatina. Pero aún había sido más escalofriante ver lo que ocurrió después en aquella habitación. Al recordarlo, Gabriela sintió la necesidad de vomitar.
Corrió hacia el cuarto de baño conteniendo el vómito. Por un instante, creyó sentir a su espalda los pasos del hombre que había visto en su sueño.
Una menos cinco.
El inspector Diego Bedia leía con incredulidad el mensaje que alguien había dejado a Sergio en el hotel.
—Esto es una locura —dijo—. ¿Qué significa?
—Es una pregunta de «El ritual de los Musgrave», como las tres anteriores —dijo Sergio—. Pero aquí se formula en plural. En cuanto al círculo rojo, ya es habitual. Sobre eso no tengo nada nuevo que decirte.
—Dijiste que ese círculo aparecía en una de las aventuras de Holmes y que era la marca de una sociedad secreta que asesinaba a los traidores —recordó Diego—. Guazo perteneció al Círculo Sherlock, y creo que quien te lo ha enviado, también. Alguien del círculo te ha desafiado, y te considera un traidor o algo parecido.
—Si eso es cierto, el autor de la carta podría ser cualquiera de ellos —repuso Sergio—. Todos están en la ciudad. Vinieron al entierro de Guazo y…
De pronto, la mirada de Sergio se perdió contemplando el tono melocotón con el que estaba pintada la pared de su habitación.
—¿Qué sucede? —preguntó Diego intrigado.
—Creo que ya sé lo que significa «Lipski» —respondió Sergio.
—¡¿«Lipski»?!
Sergio explicó al policía en pocas palabras la visita que había hecho con su hermano Marcos al piso de José Guazo y, antes de que Diego pudiera protestar por aquella ilegalidad que los dos hermanos habían cometido, Sergio añadió al relato el descubrimiento del papel con la enigmática palabra escrita en él.
—¿Cómo es posible que nosotros no lo viéramos? —se lamentó el inspector.
—No era fácil verlo —dijo Sergio—. Estaba oculto entre el sillón y la pared, y, aunque lo hubierais encontrado, no habría significado nada para vosotros, seguramente.
—¿Qué crees que significa?
—¿Recuerdas el asesinato de Liz Stride, la tercera víctima de Jack? —Sergio vio que el inspector asentía y prosiguió—: Pues bien, hubo un testigo, Israel Schwartz, que dijo haber visto a Stride en compañía de un hombre quince minutos antes de que la asesinaran. El hombre la golpeó y, cuando Israel decidió intervenir, otro hombre apareció en la acera de enfrente y encendió una pipa. Entonces, el tipo que estaba con Liz llamó al hombre de la pipa diciendo esa palabra: Lipski.
—¿Y? —Diego estaba en ascuas.
—¿No lo comprendes? —Sergio parecía en éxtasis—. Muchas veces se ha dicho que tal vez a Stride no la mató Jack, porque solamente le cortó el cuello, y no la evisceró. Otros dicen que sí fue obra suya, pero que la llegada de un testigo hizo que tuviera que huir para no ser descubierto. —Sergio comenzó a caminar por la habitación con la cabeza hundida en el pecho. Parecía haber olvidado la presencia de Diego y hablaba en voz alta para sí—. Nadie se explica cómo fue capaz Jack de matar en menos de una hora a Catherine Eddowes en Mitre Square. Jack tuvo que recorrer a buen paso la distancia que hay entre Berner Street y Mitre Square. Después, tuvo que encontrar a una prostituta, ganarse su confianza, calcular el tiempo que empleaba en su ronda el policía que cubría aquella parte de la ciudad y cometer su crimen en una plaza que tenía tres accesos. Sin duda, fue su crimen más arriesgado. Además, mutiló el cuerpo de Catherine de forma brutal, y eso lleva su tiempo.
—¿Adónde quieres ir a parar?
Sergio se detuvo y pareció haber visto por vez primera al inspector.
—Eran dos —respondió mirando a los ojos a Diego—. No sé si Lipski era un nombre judío, como algunos han dicho, o no. Tal vez fuera una clave, un apodo, no lo sé. Pero los crímenes de Jack no los cometió un hombre solo. Eso explicaría cómo fue posible que se moviera con semejante descaro en medio de un barrio infestado de policías.
Diego lo miraba asombrado. ¿Se había vuelto loco Sergio?
—Fíjate bien —dijo Sergio, sacando de su cartera un calendario—. A Daniela Obando la encontraron muerta el día 31 de agosto, el mismo día en que Jack mató a Mary Ann Nichols. Aunque la última vez que Daniela fue vista con vida fue el día 27. Posiblemente fue ese día cuando le administraron el Rohipnol, del que Guazo hablaba en su diario. Ese fármaco es indetectable a las treinta y seis horas, de modo que no se encontró resto alguno en la autopsia. Pero, si Guazo estaba secuestrando a la primera víctima el día 27, no pudo ser él quien me hizo llegar la primera carta cuando yo estaba en Baker Street, porque aquella carta la recibí precisamente ese día.
El inspector Bedia parecía una estatua de sal.
—¿Una conspiración de varias personas, como en el caso de Jack? —murmuró el inspector.
Sergio lo miró estupefacto.
—Una conspiración —repitió en voz baja—. ¡Dios mío! —exclamó de repente. Una luz se había encendido en su mente. A continuación, se dirigió apresuradamente hasta el teléfono de su habitación y marcó el número de recepción—. Buenas noches —dijo—, ¿tienen un plano de la ciudad? ¿Serían tan amables de subírmelo a mi habitación?
—¿Qué sucede? —Diego se sentía como un imbécil, incapaz de seguir el razonamiento de Sergio.
—Creo que he descubierto el significado de la pregunta que hay en la nota —dijo Sergio.
En ese momento, alguien llamó a la puerta de la habitación de Sergio. Un empleado del hotel le trajo el plano de la ciudad que había pedido.
Instantes después, Sergio extendió el plano sobre su cama.
—Fíjate —dijo a Bedia—. Aquí, en este pasaje de la calle José María Pereda, apareció Daniela Obando —hizo un círculo con un bolígrafo sobre el punto exacto—; aquí, en el patio trasero del número 11 de la calle Marqueses de Valdecilla, se encontró a la segunda víctima —hizo un nuevo círculo—; y aquí, esquina de la calle Ansar con Alcalde del Río, a la tercera. Finalmente, en esta pequeña plaza de General Ceballos, estaba la cuarta víctima.
A continuación, Sergio unió con una línea el punto del pasaje de José María Pereda con el de la placita de General Ceballos; y este, con el patio trasero donde se encontró a Yumilca Acosta. Luego, trazó desde ese punto una nueva línea hasta la esquina de las calles Ansar y Alcalde del Río.
—¿Te das cuenta? —preguntó a Diego.
—¿Qué significa eso?
—Solo nos falta un extremo para obtener una estrella de cinco puntas —respondió Sergio—. Los escenarios de los crímenes de Jack formaban también una estrella de cinco puntas un tanto irregular, como esta, si se unían entre sí. —Cogió un papel, y con el bolígrafo que tenía en la mano realizó un apresurado dibujo—. Mira, recuerdo de memoria los escenarios de Whitechapel: Buck's Row con Mitre Square, como en nuestro plano. Y, ahora, Mitre Square con el 29 de Hanbury Street. Y Hanbury Street con Dutfield's Yard. Curiosamente —sonrió—, también el tercer crimen de Jack se cometió al otro lado de la calle principal del barrio, Commercial Road, como sucedió aquí, al otro lado de José María Pereda.
Diego miraba perplejo el dibujo que había hecho su amigo.
—Como verás —dijo Sergio—, solo nos queda un extremo para tener las cinco puntas de la estrella. Lo único que tenemos que hacer es unir en algún punto el primer y el tercer escenario de este modo. —Fue trazando con el bolígrafo una irregular línea recta que partía desde Buck's Row y pasaba por debajo de Hanbury Street. Después, trazó otra línea desde Dutfield's Yard hasta que se unió con la que procedía de Buck's Row—. Ambas líneas se cruzan en Miller's Court, donde asesinaron a Mary Jean Kelly.
—¡Una estrella de cinco puntas! ¿Qué significa?
—¡Masones! Mi amigo Víctor Trejo siempre creyó en una conspiración masónica para explicar los asesinatos de Jack. Los masones protegieron el honor del duque de Clarence —recordó Sergio—. Pero dejemos eso ahora, te lo explicaré por el camino.
—Por el camino ¿adónde?
—A la zona donde se cruzan en nuestro mapa las líneas que proceden del primer y del tercer escenario. —Sergio pintó en el mapa extendido sobre la cama dos líneas que se cruzaban en una zona del barrio norte—. ¿Qué hay aquí? —preguntó a Diego.
El inspector parecía haberse quedado mudo. Estaba blanco como la nieve.
—Hay un patio trasero de la calle Bonifacio del Castillo —dijo con un hilo de voz—. Ahí vive Marja.
—¡Dios mío! —exclamó Sergio—. ¡La ventana rota! ¿No lo recuerdas? Marja nos dijo ayer en la cena que alguien había tirado una piedra contra su ventana. La habitación de Miller's Court donde vivía Mary Kelly tenía una ventana rota, y eso permitió el acceso de Jack. Ahora entiendo del todo el mensaje. Ya sé dónde estaban colocadas. Formaban una estrella de cinco puntas, pero hay algo más: las primeras cuatro mujeres aparecieron muertas en la calle, igual que en 1888. Pero la última va a morir como Mary Kelly, en su propia casa.