—Claro que la recuerdo. —Diego trató de rehacerse tras mirar a los ojos a la chica, que parecía visiblemente ruborizada.
Le presentó a Tomás Herrera y le explicó el motivo de su visita: que habían hablado unos días antes con el párroco Baldomero a propósito de si Daniela Obando frecuentaba o no el comedor social; que el cura les dijo que sí, que solía ir por allí en ocasiones; que le habían preguntado al sacerdote si solo frecuentaba el comedor la población inmigrante y que Baldomero había explicado que también iban algunos vecinos del barrio que eran españoles, pero que era una minoría; y que les confesó que la Oficina de Integración le había proporcionado un listado de personas que se encontraban en situación de mayor necesidad en el barrio y eran las que, de un modo prioritario, recibían las raciones que se cocinaban en la Casa del Pan.
—Nos preguntábamos —intervino Herrera— si sería posible tener una copia de ese listado. —Al ver el gesto de duda que se dibujó en la cara de Cristina, se apresuró a argumentar su petición—: Tal vez encontremos alguna relación entre Daniela y alguien que figure en esa lista y nos pueda abrir una nueva línea de investigación.
Cristina sabía que no podía negarse a dar esa información, pero lo lógico era que la petición se cursara de un modo oficial a la alcaldía. Mientras buscaba las palabras adecuadas para dar una respuesta que no se malinterpretara como falta de colaboración por su parte, reparó en que el hombre del traje negro se había quedado discretamente apartado y la miraba de soslayo.
—Disculpe, ¿usted también es policía? —Cristina había hecho acopio de todo su valor y miró directamente a los ojos al hombre silencioso. Su mirada verde le gustó.
—¡Oh, no! —Sergio sonrió. Se acercó a Cristina y le ofreció su mano—. No soy policía, me llamo Sergio Olmos. Soy…, bueno, he acompañado a los inspectores por casualidad.
María, que no perdía detalle de nada de cuanto allí ocurría y que parecía haber prestado tanta atención al hombre del cabello gris como el policía a ella, captó las miradas entre el tal Sergio y Cristina, y sonrió satisfecha.
—Verán —Cristina miró a los policías—, no tengo el menor inconveniente en facilitarles ese listado, pero, como comprenderán, debo estar autorizada para ello. Lo idóneo sería que cursaran una petición a la alcaldía y, una vez reciba una resolución que me lo ordene, les facilitaré la documentación que precisen.
—¿Saben ya algo de quién pudo matar a Daniela? —María miró en exclusiva a Tomás Herrera. La predicción de Graciela anunciándole que conocería a un hombre mayor que ella había comenzado a sonar con intensidad en su cabeza.
—Me temo que no podemos decir nada sobre la investigación —respondió el inspector jefe, lanzando una sonrisa bobalicona a María.
—Haremos lo que nos dice —anunció Diego—. Solicitaremos la documentación a la alcaldía.
Los policías saludaron de nuevo a las dos mujeres y Tomás Herrera sonrió ampliamente a María. Sergio estrechó la mano de ambas sin poder evitar preguntarse qué edad tendría Cristina. Los dos se miraron a los ojos durante el apretón de manos.
Raisa odiaba a las prostitutas. Si ella, su marido Serguei y los dos niños habían ido a parar a aquella habitación de alquiler en el corazón de un barrio oscuro y sucio, había sido por mala suerte y porque la vida puede ser muy perra en ocasiones. Su padre había sido un hombre fuerte del Partido Comunista en la antigua Unión Soviética y había favorecido desde los resortes del poder la carrera musical de Raisa y de su joven esposo. Ambos gozaban de prestigio como intérpretes de violín y tenían una vida que parecía inmejorable.
Pero la disolución de la Unión Soviética en los estertores del año 1991 significó el comienzo del fin. Muchos funcionarios del Partido Comunista cayeron en desgracia, y el padre de Raisa fue uno de ellos. Aunque ella se tapó los ojos y los oídos durante buena parte de su infancia y de su juventud porque intuía que conocer bien a su padre podía resultar doloroso, otras personas conocían muy bien qué clase de cabrón había sido Yegor Soloviov, y cuando tuvieron la más mínima ocasión cayeron sobre él y sobre su familia.
Yegor Soloviov fue asesinado una noche cuando regresaba a su casa. Como había enviudado tres años antes, su esposa no tuvo que fingir llorando ante el ataúd de un hombre que había finalizado muchas noches sus borracheras golpeándola mientras la pequeña Raisa se tapaba con las mantas para no escuchar nada.
A pesar de todo, Raisa amaba a su padre, de modo que fue ella quien lloró su muerte y trató de exigir una justicia que nunca llegó. Antes al contrario, ella y su marido comenzaron a ver cómo se les cerraban todas las puertas. Los contratos que tenían firmados se convirtieron en agua de borrajas y los dos músicos decidieron un día abandonar el país.
Su vida con Serguei arrojaba este balance: en el haber estaban sus dos pequeños, de siete y cinco años; en el debe, todo lo demás. Y no es que Serguei fuera un mal marido, pero la vida había sido demasiado injusta con ellos hasta abocarlos a vivir en aquel piso miserable donde se cruzaba con putas de cualquier país.
Raisa odiaba a las putas. Muchas habían elegido vivir así; ella no. Pensó en Serguei. Debería haber regresado ya a casa. Eran más de las doce de la noche, y ella tenía que levantarse en tan solo unas horas para ir a trabajar. Raisa era una de las limpiadoras que tenía contratadas un salón de juego enclavado en el barrio.
Se removió inquieta en la cama. Serguei había perdido pelo, estaba más delgado que cuando lo conoció, pero conservaba aquel don para tocar el violín y para trabajar la madera con un simple cuchillo. Cada vez que una de aquellas mujeres se cruzaba en su camino, Raisa sentía celos. Casi todas eran más jóvenes que ella, que había llegado ya a los cuarenta años, y sus pechos parecían mucho más caídos si los comparaba con las hermosas tetas, turgentes y juveniles, de aquellas sudamericanas que iban y venían por el barrio. Se preguntaba si su marido las miraba cuando ella no estaba delante. Se preguntaba si había mirado también a Daniela, la hondureña que había vivido en el mismo piso que ellos. Raisa odiaba a las putas.
Yumilca Acosta había tenido aquella tarde un cliente especial, de esos que están de paso por la ciudad, que llaman a los teléfonos que aparecen en la sección de relax de los periódicos y que piden compañía. El tipo pagó el taxi y el servicio, más un suplemento por el desplazamiento de la chica. Total, doscientos euros le había costado la broma al gordito que se había follado. Un tipo casi calvo, pene pequeño, pelo en la espalda y culo más blanco que la leche. Pero al menos había sido educado, incluso había hablado con ella no como si fuera una prostituta, sino como una mujer. Se mostró considerado, aunque pronto evidenció que no era un atleta del sexo. Luego se durmió como un lechoncillo sobre los pechos de Yumilca, a quien el colchón le pareció cómodo y cerró los ojos plácidamente. Cuando los abrió, descubrió que llevaba cuatro horas en aquella habitación, había oscurecido y llovía suavemente. El gordito roncaba sobre su teta izquierda. Lo levantó con cuidado para no despertarlo, y se metió en la ducha. Después, se vistió y se puso unos zapatos de tacones enormes que montaron el suficiente revuelo para que el hombre del pene pequeño se despertara.
El tipo se puso las gafas —usaba unas de pasta negra bastante anticuadas —y se sorprendió al ver que llevaba dos horas con la joven mulata. Le iba a costar una fortuna, pensó.
Yumilca siguió el curso de los pensamientos del cliente con enorme facilidad. Los tenía calados a todos, pensó. De todas formas, aquel hombre la había tratado bien, de modo que no quiso abusar de él.
—No te preocupes por el dinero, mi amor —le acarició la papada—. Ya me pagaste suficiente.
Y se marchó.
A pesar de la lluvia, Yumilca se animó a caminar. Estaba contenta. Había pensado no regresar aquella noche al club. Se metería pronto en la cama, decidió, y dormiría hasta bien entrada la mañana. De modo que cogió su teléfono móvil y llamó a Felisa Campo, la dueña del club en el que trabajaba. Sí, le dijo, había acabado el servicio en el hotel. Le pidió permiso para irse a casa. No se encontraba bien, mintió a su dueña, y Felisa la creyó. Yumilca le dio las gracias y siguió moviendo ostentosamente su trasero de camino a casa.
Media hora más tarde había llegado al barrio. De pronto, tomó la decisión de invitarse a sí misma a un trago. Entró en un garito que conocía y se sorprendió al verlo lleno. Estaba acostumbrada a ir a esos locales a una hora mucho más tardía. Miró el reloj. Eran más de las doce de la noche.
Un tipo mostraba unas tallas hechas en madera a los clientes tratando de vender alguna. Yumilca lo había visto por el barrio alguna vez en compañía de una mujer alta, rubia y con cara avinagrada. Las tallas eran muy buenas, pensó, pero el tipo no parecía tener mucho éxito como vendedor.
Cuando pidió un ron con Coca-Cola, Yumilca Acosta desconocía que aquella sería la última noche en que sería vista con vida.
Sergio había cenado solo en el restaurante del hotel. No había visto a Marcos en toda la tarde porque tenía que cerrar algunos negocios de la zapatería en la capital. Guazo había tomado con él un café y Sergio le contó su visita a la Oficina de Integración con los dos policías, pero no se atrevió a hablarle de Cristina Pardo. El resto de la tarde lo había pasado en la habitación releyendo los informes que años antes había elaborado en el Círculo Sherlock sobre los crímenes de Jack el Destripador. Guazo le había hecho una fotocopia de los suyos y comprobó que algunos datos habían sido actualizados incorporando hipótesis e informaciones que habían salido a la luz en los últimos años.
No había tardado mucho en refrescar su memoria, que, a pesar de que los años iban notándose en tantas cosas, seguía siendo magnífica. Tal vez no estaba tan entrenada como en los tiempos del Círculo Sherlock, pero todavía era excelente.
Desde que se planteó la posibilidad de que algún loco hubiera pretendido emular a Jack en el crimen de Daniela, Sergio había temido la llegada del día 8 de septiembre. Si aquella hipótesis era cierta, en la madrugada de aquel día debía haber aparecido un nuevo cadáver, pero los policías no habían dicho nada de eso, y las televisiones y las emisoras de radio habían desplazado el caso de Daniela hacia el final de sus informativos o, incluso, ni siquiera lo mencionaban ya.
El cuerpo de Daniela había aparecido en la madrugada del día 31 de agosto, el mismo día en que Jack asesinó a Mary Ann Nichols. El segundo asesinato atribuido a Jack tuvo lugar en la madrugada del día 8 de septiembre. Su víctima fue Annie Chapman, pero era evidente que quien cometió el crimen de Daniela no había podido o no se había atrevido a llevar a cabo un nuevo asesinato ahora que la policía había incrementado su presencia en el barrio de forma evidente.
Sergio dio el último sorbo a su café y se dirigió a su habitación. Miró por la ventana y vio que seguía lloviendo. Aquella ciudad cada vez le parecía más inhóspita y fría.
—Señor, han dejado esto para usted. —El recepcionista agitó un sobre.
Sergio quedó atornillado al suelo. El sobre era exactamente igual al que le habían entregado en Baker Street hacía ya un par de semanas.
—Señor, es para usted —insistió el recepcionista.
Sergio se acercó al mostrador conteniendo la respiración. Cogió el sobre como si se tratase de un artefacto que estuviera a punto de explotar.
—¿Quién lo ha dejado?
—No lo sé, señor —confesó el recepcionista—. Entré en la oficina unos minutos y cuando salí alguien lo había dejado encima del mostrador. Como pone a su atención…
Sergio llegó a duras penas hasta el ascensor. Pulsó el número tres y llegó a su habitación. Dejó el sobre encima de la cama y lo miró largo rato sin saber qué hacer. ¿Debía llamar al inspector Bedia antes de abrirlo? Tal vez hubiera alguna huella, algún indicio que sirviera para desenredar el lío en el que alguien lo estaba metiendo. Abrió el mueble bar y estudió su contenido. Echó mano de un botellín de ron, lo abrió y se lo bebió de un trago. Después, rasgó el sobre con cuidado. De su interior cayeron cinco pétalos de violeta. Había también una nota. Sergio la leyó en voz alta:
¿Quién la tendrá?
Debajo de tan lacónico mensaje había un círculo de color rojo.
PARTE
3
8 de septiembre de 2009
E
l texto no parecía contener ningún mensaje cifrado. La pregunta era simple. Al leerla, Sergio no tuvo dificultad alguna en recordar «El ritual Musgrave». Pero no sabía qué pensar sobre el significado que tenía en aquel papel. En cambio, no dudaba sobre el motivo que había llevado al autor de aquella broma a poner un círculo de color rojo debajo del texto a modo de firma.
Miró su reloj. Eran las once de la noche. Pensó en llamar a su hermano, pero al final decidió no hacerlo. Marcos parecía cansado. No recordaba en nada al hombre vigoroso y corpulento que Sergio había conocido. Y Guazo aún estaba peor. Al pensar en el médico, Sergio se dio cuenta de que había olvidado de nuevo preguntar qué era lo que le había ocurrido.
La carta y su diabólico contenido lo contemplaban desde la cama. Los cinco pétalos de violeta se habían esparcido sobre la colcha interpretando una inquietante coreografía. Sergio se pasó la mano por el cabello y decidió llamar al inspector Bedia. Buscó la tarjeta que el policía le había dado durante su primera visita a la comisaría y marcó el teléfono móvil.
—¿Sí? —La voz del inspector sonó seca y severa al otro lado del teléfono.
—Soy Sergio Olmos. Ya sé que es tarde —se disculpó—, pero ha ocurrido algo. ¿Podríamos vernos?
Media hora después, Sergio se encontraba con el inspector Bedia en la cafetería de su hotel. El local estaba prácticamente vacío a esas horas y tomaron asiento en la esquina más alejada de la barra.
—Han dejado esto para mí en la recepción del hotel. —Sergio entregó el sobre al policía.
Diego miró el sobre con una extraña expresión en el rostro. Se frotó los ojos y respiró profundamente. Luego sacó de su chaqueta un pañuelo y cogió el sobre con sumo cuidado. Lo abrió y extrajo la carta empleando el pañuelo para evitar dejar huellas en él.
—¿Qué significa? —preguntó después de leer el mensaje.
—Me temo que nada bueno —respondió Sergio.
—¿También tiene que ver con Holmes?