¿Qué proponía el candidato Morante? Él sabía que preguntas como esa han de ser respondidas con mucha cautela. Lo importante, según creía, era hablar de todo aquello que los vecinos estimaban como cosas comunes, sin deslizar jamás un mensaje radical ni con una carga ideológica clara. Se trataba de recuperar la identidad histórica de la ciudad, de apelar a los símbolos comunes, de ensalzar el valor de los colectivos culturales y deportivos, de regar las raíces de una historia que se estaba olvidando porque quienes la conocían, o incluso la habían escrito, habían desaparecido.
Los cálculos electorales eran claros. Morante dominaba lo suficiente las matemáticas como para saber cuántos votos precisaba, y creía conocer lo bastante a sus vecinos como para sospechar dónde podría alcanzar esos votos.
En el transcurso de aquellas investigaciones electorales fue cuando se topó con el distrito norte, donde el granero de votos era tan grande que quien se hiciera con la mayoría tendría buena parte de la alcaldía en el bolsillo. Y para lograrlo había que apostar fuerte.
En ninguna otra parte de la ciudad el discurso ambiguo y amarillo de la recuperación de la historia, del orgullo local y el resto de las milongas que empleaba podía ser más efectivo (o menos) que en ese barrio. Ante él se alzaba un enemigo imprevisible y multicolor: la hidra de la inmigración.
Si cambiaba su discurso en aquel barrio, pensó, sus adversarios tendrían un buen motivo para la crítica, de modo que solo quedaba una opción: endurecer ese discurso para tratar de ganarse al votante no inmigrante y que odiaba a los recién llegados.
Cuando la parroquia puso en marcha el proyecto social de la Casa del Pan, Morante creyó que todo estaba perdido. Pero pronto advirtió las enormes posibilidades que se le abrían si acertaba a dar la vuelta a aquella situación. ¿Acaso no conocía desde hacía años a don Luis, el veterano párroco? ¿No tenía conocidos en la comunidad de feligreses en cuyos bolsillos deslizar ciertas promesas de futuro y en sus oídos susurrar algunos argumentos sobre cuánto había disminuido la seguridad en la zona con la llegada de aquellos forasteros?
El candidato Morante salió de su despacho y, como por arte de magia, su expresión agria quedó maquillada mostrando al mundo una sonrisa afectuosa y cordial. Saludó a cuantos encontró a su paso con familiaridad. A unos les preguntó por la salud de sus padres y a otros, por cómo iba todo en casa. ¿Los niños estaban bien? ¿El mayor había terminado los estudios en Madrid? ¿Sabías que yo también estudié en Madrid?, confesó en tono confidencial a un hombre de gran papada y enorme corpachón.
Así, entre sonrisas, llegó al coche que iba a convertirse en su hogar durante los días de frenética campaña electoral. Le había costado mucho abandonar su cátedra de instituto, pero, ahora que lo había hecho, estaba decidido a jugarse el todo por el todo. Siempre había sido un ganador.
Se miró en el espejo interior del vehículo que conducía su hombre de confianza más próximo y comprobó que su pelo, cada vez más escaso, seguía disciplinadamente dispuesto tal y como lo había ordenado por la mañana. Sin embargo, advirtió claros signos de cansancio en su rostro. Las bolsas que últimamente se habían afincado bajo sus ojos lucían más oscuras que de costumbre. El día había sido largo, y aún quedaba mucho por delante.
—Tenemos tiempo para ir a la cofradía antes del mitin —comentó al conductor. El chófer, un hombre servicial que había adquirido la costumbre de reír sacando la lengua, asintió y puso el vehículo en marcha.
Apenas un cuarto de hora más tarde, Jaime Morante hacía su entrada en el local de la cofradía. Se trataba de un centro social que abría sus puertas en el corazón de la ciudad. El recinto tenía dos pisos. En el de abajo había una cafetería abierta al público en general que lucía un largo y pulcro mostrador de madera. Un puñado de clientes apuraba sus cafés, fumaba y charlaba animadamente. Tras la barra, vestido con un impecable estilo años treinta, un hombre calvo y de rostro sonrosado saludó de un modo entusiasta a Morante al verlo llegar.
—¿Hay alguien? —preguntó el político.
Para cualquier otro que no fuera el camarero, aquella pregunta parecería absurda, pues era evidente que sí había clientes en el local. Pero Morante ni siquiera había mirado a los bebedores de café.
—Arriba, señor —dijo por toda respuesta el camarero.
Y, sin más, Morante se dirigió a unas bien torneadas escaleras de madera que daban acceso al segundo piso del local, el verdadero corazón de la Cofradía de la Historia.
Diez años atrás, un grupo de notables de la ciudad, a los que tal vez habría que conceder el título de visionarios a la vista de la decadencia económica local experimentada en los años posteriores, se reunieron por vez primera estableciendo como vinculó común su amor por aquella ciudad.
Como suele ser frecuente en iniciativas de ese tipo en una ciudad de provincias, todo surgió de forma espontánea e inesperada. Heriberto Rojas, un extremeño que llevaba más de media vida ejerciendo como médico de familia en la ciudad, compartió un café con el abogado Santiago Bárcenas y con el constructor Manuel Labrador. Fue una tertulia en la que se habló de todo y de casi todos. En un momento de la charla, Bárcenas y Labrador, que habían nacido en la ciudad y habían vivido en ella toda su vida, dejaron caer sobre la mesa su nostalgia por aquellos tiempos de la juventud.
—Aquellos sí que fueron buenos tiempos —dijo Labrador, un cincuentón que tenía más de quinientos obreros a su cargo y que resultaba adjudicatario de casi todas las obras públicas de la región. Dio una vigorosa chupada a su puro y guardó un silencio que los otros respetaron como si asistieran a un duelo.
Nadie podía decir que Manuel Labrador no fuera generoso con su ciudad. Siempre estaba al frente de cuantas iniciativas sociales y deportivas nacían, y además su dinamismo arrastraba a todo el mundo en aquellas aventuras sin poder evitarlo.
—Deberíamos publicar un libro.
La ocurrencia la tuvo el médico, Heriberto Rojas. Los otros lo miraron con asombro y les pareció más que nunca un científico loco, con aquel pelo suyo cano, largo y rizoso que tanto lo asemejaba a Albert Einstein. De pronto, Bárcenas, el abogado, se echó a reír. Su corpachón se agitó con cada carcajada mientras su dilatada papada subía y bajaba asemejándolo a un gigantesco pelícano. Bárcenas tenía casi sesenta años y gozaba de un enorme prestigio. Su bufete era uno de los más importantes de la ciudad.
—¡Coño, esa sí que es una idea! —dictaminó cuando la risa se lo permitió.
La idea, no obstante, aún debió engordar más antes de convertirse en una realidad, pero pronto la ola del entusiasmo de aquellos hombres llegó a un puñado de vecinos que creyeron que era su deber mantener vivo el rescoldo de la vieja historia local.
En los meses siguientes arrimaron sus poderosos hombros ilustres ciudadanos como don Luis, el párroco mayor de la iglesia de la Anunciación; el profesor Jaime Morante o Antonio Pedraja, dueño de un restaurante y una cafetería que pronto se convirtió en la sede del grupo. Pedraja, un tipo achaparrado, de manos anchas y pelo negro revuelto que parecía siempre recién levantado de la cama, era el ejemplo entre todos ellos de cómo la ciudad había sabido premiar a quien trabajaba honradamente en ella. Prácticamente de la nada, pero trabajando de sol a sol, había sabido abrirse camino hasta poder disfrutar de aquel emporio provinciano que le había llevado a establecer tan elevadas relaciones sociales.
Cuando Pedraja ofreció la parte de arriba de su cafetería como sede privada del grupo, cerrándola al público incluso, todos aplaudieron entusiasmados. Tal vez el hostelero no desconocía que muchos de aquellos hombres lo habían mirado con cierto desdén hasta hacía poco tiempo; pero, si así era, lo disimuló muy bien.
Para el nacimiento formal del grupo, con su propio nombre, hubo que esperar aún un año. Para entonces, la tertulia había aumentado en un par de miembros más, y fue uno de ellos el que dio con un nombre que fue recibido con una cerrada ovación inmediatamente después de ser propuesto: la Cofradía de la Historia.
Cuckmere Haven, Sussex (Inglaterra)
24 de agosto de 2009
L
a tarde languidecía. El tiempo parecía ralentizarse alrededor de Sergio, como si la vida se midiera parsimoniosamente en olas de mar, las mismas que rendían su tributo de espuma ante las colinas a las que los lugareños llamaban Siete Hermanas.
Enderezó su espalda y aspiró con fuerza el aroma impregnado de salitre. Enfrascado en sus pensamientos, no se percató de la presencia del hombre que lo espiaba desde la cumbre de los acantilados blancos. Si hubiera sido menos confiado, posiblemente le hubieran ido mucho mejor las cosas en el futuro. Pero su exceso de confianza, nacida de su inmodestia y de su arrogancia, siempre lo había acompañado. Se sentía superior en inteligencia y genio a casi todo el mundo, y eso, a la larga, se cobra su precio.
El hombre que vigilaba sus pasos permaneció oculto entre unas rocas durante unos minutos. Después, cuando estuvo seguro de que Olmos tenía intención de pasear despreocupadamente por la playa, se encaminó con decisión hacia la casita a la que el escritor había bautizado como El Refugio. Una vez dentro, el hombre se sentó en el escritorio y cogió algunos de los folios escritos que Sergio había desestimado. Encendió el ordenador y, sin vacilar, escribió la clave que permitía el acceso.
Ajeno por completo a los tejemanejes del desconocido, los pensamientos de Sergio regresaron a aquella tarde en la que sus diferencias con Bullón y Bada se hicieron tan evidentes.
Después de la pelea, Bada y Bullón salieron del bar dando empujones a todo el mundo. Sigler, por su parte, se encontró en una difícil situación. No sabía si debía permanecer con Sergio o si su obligación como amigo le exigía seguir a los dos enojados miembros del Círculo Sherlock. Al final, murmuró una disculpa envuelta en aquel tono diplomático que le era tan propio y salió en busca de Bullón y Bada, dejando a Guazo junto al dolorido Sergio.
Guazo, tal vez como aspirante a médico que era, veneraba la figura de John Hamish Watson. Ninguno en el Círculo Sherlock conocía tantos detalles sobre la vida del compañero del detective más famoso de todos los tiempos. Y es que él, al contrario de lo que sucedía con el resto de los cofrades del estrambótico club, proponía una lectura muy diferente sobre la verdadera personalidad del doctor.
José Guazo había mostrado una especial simpatía por Sergio desde la primera tertulia en la que este participó. A pesar de su complexión fuerte, cabeza cuadrada y mentón poderoso, sus ojos azules abrigados tras unas gafitas de montura dorada dulcificaban su gesto. Cosida a aquellos ojos azules viajaba la melancolía que Sergio había advertido en él desde el primer momento. Sus hombros caídos acentuaban aquella imagen desvalida.
El hecho de haber nacido en la misma ciudad que Sergio hubiera servido a cualquier otro para, de inmediato, sentir cierta corriente de simpatía por él, pero en este caso ese sentimiento solo circulaba de José hacia Sergio, no a la inversa. Para Sergio, que una persona fuera o no paisana no tenía el mayor interés. De hecho, para él prácticamente ninguna persona lo tenía. Y, desde luego, su ciudad mucho menos.
A pesar de su origen, José Guazo vivía desde hacía mucho tiempo en Madrid, en casa de unos tíos suyos. Su madre había muerto poco después de traerle al mundo. Se diría que su familia se veía perseguida por un destino fatal, puesto que su hermano Enrique había fallecido en accidente de tráfico unos años antes de que Sergio lo conociera. Al parecer, conducía bajo los efectos del alcohol, según murmuró alguno de los miembros del círculo en cierta ocasión.
Antes de la llegada de Sergio Olmos a las reuniones de aquel grupo de entusiastas holmesianos las posiciones eran, aproximadamente, las siguientes: Bullón y Bada se consideraban expertos en todo aquello que tuviera que ver con los personajes secundarios de las sesenta aventuras escritas por Doyle. Víctor Trejo era partidario de ver a Holmes casi como un ser real, de carne y hueso, y presentaba como prueba irrefutable de sus extravagantes convicciones el hecho de que, según él, Doyle no tenía facultades literarias suficientes como para construir un personaje como aquel, si no fuera porque se había inspirado en la historia de alguien real. Y cuando hablaba de alguien real no se refería al doctor Joseph Bell, un profesor que Doyle tuvo en sus tiempos de estudiante de medicina y que, según parece, asombraba a sus alumnos por sus dotes de observación y deducción. Muchos exegetas de Doyle proponían a Bell como el modelo que el escritor tomó para construir a Holmes. De hecho, recordaban el nada desdeñable dato de que el segundo apellido de Bell era House, y el personaje de la famosa serie televisiva
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es una especie de Holmes en el ámbito médico.
Pero Trejo no se refería a eso cuando hablaba de Holmes como alguien real. Cuando proponía la existencia de un personaje de carne y hueso quería decir exactamente eso: un tipo de carne y hueso, y no precisamente el doctor Bell House.
Por su parte, la mente cartesiana de Jaime Morante, el brillante estudiante de matemáticas, se había visto arrastrada por el magnetismo holmesiano debido a su pensamiento analítico, ajeno a cualquier pasión humana. Siempre tenía en la boca una frase que Watson escribió en la aventura conocida como «Escándalo en Bohemia»
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y que definía perfectamente el carácter frío de Sherlock:
«Para un carácter como el suyo, una emoción fuerte resultaba tan perturbadora como la presencia de arena en un instrumento de precisión». Para un matemático como él, aquella frase resultaba sencillamente deliciosa. Pero de lo que realmente le gustaba presumir a Morante era de ser un excelente especialista en los criminales con los que Holmes se tuvo que enfrentar.
Enrique Sigler, por su parte, no se mostraba especialmente seducido por ningún personaje en concreto, sino más bien por el ambiente que se respiraba en aquellas aventuras. Le hubiera gustado recorrer las calles de Londres envueltas en la niebla a bordo de un coche de punto, saludar a las señoritas tocando educadamente el borde de su chistera, frecuentar alguno de los abundantes fumaderos de opio que salpicaban la ciudad en aquella época o tomar el té en las mismísimas habitaciones de Holmes dejándose servir por la señora Hudson.