Read Las sirenas de Titán Online
Authors: Kurt Vonnegut
«Aun no le habían hecho un lavado de memoria ni le habían instalado la antena, pero era un marciano leal tan evidente que había recibido el mando de la nave espacial. Los reclutas tienen un nombre para los que son así, llaman Deimos y Fobos a sus testículos —dijo Rumfoord—; Deimos y Fobos son las dos lunas de Marte.
«Este teniente coronel, que no había recibido ningún adiestramiento militar, estaba haciendo la experiencia que en la Tierra llaman encontrarse a sí mismo. Ignorante de la empresa en que estaba entrampado, daba órdenes y era obedecido.
Rumfoord alzó un dedo y Unk se sorprendió al ver que era translúcido. —Había una cabina cerrada con llave donde el hombre no podía entrar —dijo Rumfoord—. La tripulación le explicó detenidamente que en la cabina estaba la mujer más hermosa que jamás hubiera llegado a Marte, y que el hombre que la viera seguramente se enamoraría de ella. El amor, decían, destruía el valor de quien no fuera un verdadero soldado profesional.
«El nuevo teniente coronel se quedó ofendido por la insinuación de que él no era un soldado profesional, y recreó a la tripulación con historias de sus hazañas amatorias con espléndidas mujeres, todas las cuales habían dejado su corazón absolutamente intacto. La tripulación se mantuvo escéptica, sosteniendo que el teniente coronel en todas sus aventuras lascivas, jamás se había expuesto a la influencia de una belleza inteligente y altiva como la que estaba en la cabina clausurada.
«El aparente respeto de la tripulación por el teniente coronel fue desapareciendo sutilmente. Los otros reclutas lo advirtieron y le retiraron el suyo. El teniente coronel en su ostentoso uniforme, se sintió como lo que realmente era, después de todo: un payaso fanfarrón. Nadie dijo nunca de qué manera podía recobrar su dignidad perdida, pero era evidente para todos. Sólo podía recobrarla conquistando a la belleza encerrada en la cabina.
Estaba absolutamente preparado para esto, desesperadamente preparado...
«Pero la tripulación —dijo Rumfoord— seguía protegiéndolo de un presunto fracaso amoroso y de la desesperación. El ego se le puso efervescente, chisporroteó, restalló, crepitó, estalló.
«Hubo una fiesta en la cantina de oficiales, dijo Rumfoord, y el teniente coronel se puso completamente borracho y gritón. Se jactó de nuevo de su fría lascivia en la Tierra. Y entonces vio que alguien había puesto la llave de la cabina en el fondo de su vaso. «El teniente coronel se escabulló hasta la cabina cerrada, la abrió, entró y cerró la puerta —dijo Rumfoord—. La cabina estaba a oscuras, pero el interior de la cabeza del teniente coronel estaba iluminado por el alcohol y por las triunfantes palabras del anuncio que haría en el desayuno a la mañana siguiente.
«En la oscuridad poseyó fácilmente a la mujer, debilitada por el terror y los sedantes —dijo Rumfoord—. Fue una unión sin alegría, insatisfactoria para todos salvo para la Madre Natura, más insensible que nunca. «El teniente coronel no se sintió maravillosamente. Se sintió miserable. Estúpidamente encendió la luz, confiando en encontrar en la apariencia de la mujer alguna razón para enorgullecerse de su brutalidad, —dijo Rumfoord tristemente—.
Acurrucada en la litera había una mujer bastante común de más de treinta años. Tenía los ojos colorados y la cara hinchada por el llanto y la desesperación.
«Además el teniente coronel la conocía. Era la mujer que según un adivino un día le daría un hijo, —dijo Rumfoord—. Había sido tan altanera y orgullosa la última vez que la viera, y estaba ahora tan aplastada, que hasta el despiadado teniente coronel se sintió conmovido.
«El teniente coronel comprendió por primera vez lo que la mayoría de la gente nunca comprende: que no sólo era una víctima de la tumultuosa fortuna, sino también uno de sus más crueles agentes. Al conocerlo tiempo atrás la mujer lo había mirado como a un cerdo.
Ahora él probaba sin duda que era un cerdo. «Como lo había anunciado la tripulación —dijo Rumfoord—, el teniente coronel quedó arruinado para siempre como soldado. Lo absorbió totalmente la complicada táctica de causar antes menos que más dolor. Prueba de su éxito sería la conquista del olvido y la comprensión de la mujer.
«Cuando la nave espacial llegó a Marte, supo por conversaciones oídas en el Hospital Central de Recepción, que estaban por lavarle la memoria. Entonces se escribió a sí mismo la primera de una serie de cartas donde enumeraba las cosas que no quería olvidar. La primera carta era sobre la mujer a la que había hecho daño.
«La buscó después de haber sido sometida al tratamiento de amnesia, y descubrió que ella no lo recordaba. No sólo eso, sino que estaba embarazada, iba a tener un hijo de él. Su problema, a partir de ese momento, se convirtió en conseguir su amor, y a través de ella, el amor de su hijo.
«Eso es lo que trató de hacer Unk —dijo Rumfoord—, no sólo una sino varias veces. Y cada vez perdió la partida. Pero siguió siendo el problema central de su vida, probablemente porque él mismo venía de una familia deshecha.
«Lo que le hizo perder la partida, Unk —dijo Rumfoord— fue una frialdad congénita de parte de la mujer, un criterio psiquiátrico que consideraba los ideales de la sociedad marciana como noble sentido común. Cada vez que el hombre hacía vacilar a su compañera, la psiquiatría absolutamente desprovista de imaginación la enderezaba, la convertía de nuevo en una ciudadana eficiente.
«Tanto el hombre como su compañera visitaron frecuentemente los servicios psiquiátricos de sus respectivos hospitales. Y quizá dé qué pensar —dijo Rumfoord— el que ese hombre absolutamente frustrado fuera el único marciano que escribió una filosofía, y que esa mujer absolutamente autofrustrada fuera la única marciana que escribió un poema.
Boaz llegó a la nave abastecedora de la compañía desde la ciudad de Febe, donde había ido a buscar a Unk.
—Gran puta —dijo a Rumfoord—, ¿así que todo el mundo se ha ido y nos han dejado? —Estaba en bicicleta.
Vio a Unk.
—La puta, compadre —dijo a Unk—, viejo, siempre metes en líos a tu compadre. ¿Cómo has llegado aquí?
—Policía militar —dijo Unk.
—La forma en que todo el mundo llega a todas partes —dijo Rumfoord con ligereza.
—Tenemos que alcanzarlos, compadre —dijo Boaz—. Los muchachos no van a atacar si no van con una nave abastecedora. ¿Para qué van a luchar?
—Por el privilegio de ser el primer ejército que ha muerto por una buena causa —dijo Rumfoord.
—¿Cómo es eso? —preguntó Boaz.
—No importa —dijo Rumfoord—. Ustedes, muchachos, suban a bordo, cierren la escotilla, aprieten el botón. Los alcanzarán sin darse cuenta. Todo es totalmente automático.
Unk y Boaz subieron a bordo. Rumfoord mantuvo abierta la puerta exterior de la escotilla.
—Boaz... —dijo—, ese botón rojo del tablero central, allí... ése es el botón que hay que apretar.
—Lo sé —dijo Boaz.
—Unk... —dijo Rumfoord.
—¿Sí? —dijo Unk sin expresión.
—Esa historia que te conté... la historia de amor. Me olvidé de una cosa.
—¿Qué? —dijo Unk.
—La mujer de la historia de amor, la mujer que tuvo el niño de aquel hombre —dijo Rumfoord—. La mujer que era la única poeta de Marte...
—¿Qué hay con ella? —dijo Unk. No le interesaba mucho. No había entendido que la mujer de la historia de Rumfoord era Bee, su propia compañera.
—Había estado casada varios años antes de llegar a Marte —dijo Rumfoord—. Pero cuando el ardoroso teniente coronel la consiguió en la nave espacial que iba a Marte, la mujer todavía era virgen.
Winston Niles Rumfoord hizo una guiñada a Unk antes de cerrar la puerta exterior de la escotilla.
—Linda broma para el marido, ¿no es cierto, Unk? —dijo.
«No hay razón para que el bien no pueda triunfar con tanta frecuencia como el mal. El triunfo de algo es cuestión de organización. Si existen lo que se llama ángeles, espero que estén organizados siguiendo los métodos de la Maffia».
WINSTON NILES RUMFOORD
Se ha dicho que la civilización terrestre ha producido hasta ahora diez mil guerras, pero sólo tres comentarios inteligentes sobre la guerra: los de Tucídides, Julio César y Winston Niles Rumfoord.
Winston Niles Rumfoord escogió tan bien las 75.000 palabras de su
Breve Historia de
Marte,
que no queda nada por decir, o decir mejor, sobre la guerra entre la Tierra y Marte.
Todo el que se ve obligado, en el curso de una historia, a describir la guerra entre la Tierra y Marte, se siente disminuido al comprender que ha sido contada con deslumbrante perfección por Rumfoord.
Lo habitual en el frustrado historiador es describir la guerra en los términos más desnudos, chatos y telegráficos, recomendando al lector que recurra de inmediato a la obra maestra de Rumfoord.
Es lo que se hace aquí.
La guerra entre Marte y la Tierra duró 67 días terrestres.
Fueron atacadas todas las naciones de la Tierra.
Las pérdidas de la Tierra fueron 461 muertos, 223 heridos, ningún prisionero, y 216 desaparecidos.
Las pérdidas de Marte fueron 149.315 muertos, 446 heridos, 11 prisioneros y 46.634 desaparecidos.
Al final de la guerra todos los marcianos habían sido muertos, heridos, capturados o habían desaparecido.
No quedó un alma en Marte. No quedó un edificio en pie.
Las últimas oleadas de marcianos que atacaron la Tierra, para horror de los terráqueos que les soltaron algunos tiros, eran viejos, viejas y unos pocos niños.
Los marcianos llegaron en los vehículos espaciales más extraordinarios del Sistema Solar.
Y mientras las tropas marcianas tuvieron verdaderos comandantes para dirigirlos por radio pelearon con tanto desinterés, resolución y voluntad de luchar mano a mano que se ganaron la admiración envidiosa de todos los contendientes.
Pero era frecuente que las tropas perdieran a sus verdaderos comandantes, ya fuera en el aire o en tierra. En ese caso, aflojaban.
Sin embargo, el mayor inconveniente era que apenas estaban mejor armados que un departamento policial de una ciudad importante. Peleaban con armas de fuego, granadas, cuchillos, morteros y pequeños lanzadores de cohetes. No tenían armas nucleares, ni tanques, ni artillería mediana o pesada, ni aérea, ni transporte una vez que tocaban tierra.
Además las tropas marcianas no controlaban el lugar donde iban a aterrizar sus naves. Las naves eran gobernadas por navegantes pilotos absolutamente automáticos, y esos sistemas electrónicos habían sido instalados por técnicos de Marte para que las naves aterrizaran en puntos determinados de la Tierra, sin tener en cuenta lo terrible que pudiera ser allí la situación militar.
Los únicos controles de los que estaban a bordo eran dos botones en el tablero central de la cabina. El botón de encendido iniciaba el vuelo desde Marte. El interruptor no estaba conectado con nada. Había sido instalado a instancias de los expertos marcianos en salud mental, quienes decían que a los seres humanos siempre les gustan las máquinas cuyo funcionamiento pueden interrumpir.
La guerra entre la Tierra y Marte empezó cuando 500 comandos imperiales marcianos tomaron posesión de la luna terrestre el 23 de abril. No encontraron oposición. Los únicos terráqueos que se hallaban en ese momento en la Luna eran 18 norteamericanos en el observatorio Jefferson, 53 rusos en el observatorio Lenin, y cuatro geólogos daneses que navegaban por el Mare Imbrium.
Los marcianos anunciaron su presencia por radio a la Tierra, y le pidieron que se rindiera.
Y dieron a probar a la Tierra lo que ellos llamaban «un sabor de infierno».
Ese sabor, para considerable diversión de la Tierra, resultó ser un ligerísimo chaparrón de cohetes con 6 kilos de TNT cada uno.
Después de dar a probar a la Tierra ese sabor de infierno, los marcianos dijeron a los terráqueos que la situación de la Tierra era desesperada. La Tierra no pensaba lo mismo. En las veinticuatro horas siguientes la Tierra disparó 617 unidades termonucleares a la cabeza de puente marciana en la Luna. Dieron en el blanco 276, vaporizando no sólo la cabeza de puente, sino haciendo imposible la ocupación humana de la Luna al menos por diez millones de años.
Y por un capricho de la guerra, un disparo erró la Luna y dio en una formación de naves espaciales que transportaban 16.671 comandos imperiales marcianos, con lo cual les arreglaron las cuentas a todos.
Usaban uniformes negros y brillantes, y llevaban en las botas cuchillos dentados de unos treinta centímetros de largo. La insignia era una calavera y unas tibias cruzadas.
Su lema era
Per áspera ad astra,
el mismo de Kansas, U. S. A., la Tierra, Sistema Solar, Vía Láctea.
Después hubo una tregua de treinta y dos días, tiempo que tardó el grueso de la fuerza ofensiva de Marte en atravesar el vacío entre los dos planetas. Se trataba de 81.932 soldados embarcados en 2-311 naves. Estaban representadas todas las unidades militares, salvo los comandos imperiales marcianos. A la Tierra le fue ahorrado el suspenso relativo a la fecha de llegada de esa terrible armada. Los emisores marcianos en la Luna, antes de vaporizarse, habían prometido la llegada de esa fuerza irresistible en treinta y dos días. A los treinta y dos días, cuatro horas y quince minutos, la armada marciana dio con una barrera termonuclear dirigida por radar. El cálculo oficial del número de cohetes antiaéreos termonucleares que se dispararon a la armada marciana es de 2.542.670. Pero poco interesa el verdadero número de cohetes disparados cuando se puede expresar el poder de esa barrera de otro modo, un modo que resulta ser tan poético como verdadero. La barrera hizo que el azul celestial de las nubes de la Tierra se volviera un naranja ardiente e infernal. El cielo permaneció de un naranja ardiente durante un año y medio.
De la poderosa armada marciana, sólo 761 naves con 26.635 soldados sobrevivieron y aterrizaron.
De haber aterrizado todas las naves en un solo punto, los sobrevivientes hubieran podido resistir. Pero los pilotos electrónicos de las naves tenían otras ideas: desparramaron los restos de la armada a todo lo largo y lo ancho de la superficie de la Tierra. Divisiones, pelotones, compañías emergieron de las naves en todas partes, pidiendo la rendición a países de millones de habitantes.
Un solo hombre medio chamuscado, llamado Krishna Garu, atacó a la India con un fusil de doble cañón. Aunque no había nadie que lo controlara por radio, no se rindió hasta que se le descargó el arma.