Read Las sirenas de Titán Online
Authors: Kurt Vonnegut
—Veamos qué es lo que recuerdas, Unk —dijo Boaz zalamero—. Viejo compadre, recuerda todo lo que puedas.
Antes de que Unk pudiera recordar nada, le empezó de nuevo el dolor de cabeza que le hizo cumplir la ejecución. Pero el dolor no se detuvo en la punzada de advertencia. Ante la mirada inexpresiva de Boaz, el dolor en la cabeza de Unk se convirtió en una cosa centelleante, contundente.
Unk se puso de pie, dejó caer el rifle, se llevó las manos a la cabeza, se tambaleó, se desmayó.
Cuando recobró el sentido en el piso de la barraca, su compadre Boaz le pasaba una toalla mojada por las sienes.
Un círculo de camaradas rodeaba a Unk y Boaz. Las caras no demostraban sorpresa ni simpatía. Pensaban que Unk había hecho algo estúpido e indigno de un soldado, y que por lo tanto se merecía lo que le había pasado.
Lo miraban como si Unk hubiera hecho algo tan estúpido desde el punto de vista militar como recortarse contra el cielo o limpiar un arma cargada, como estornudar mientras andaba de ronda, o contraer, y no decirlo, una enfermedad venérea, como rechazar una orden directa o dormir después del toque de diana, como emborracharse estando de guardia, como guardar un libro o una granada de mano en el cajón de los zapatos, como preguntar quién había iniciado el ejército y por qué...
Boaz parecía preocupado por lo que le había pasado a Unk.
—Fue culpa mía, Unk —dijo.
El sargento Brackman se abrió camino a empujones a través del círculo y se detuvo junto a Unk y Boaz.
—¿Qué hizo, Boaz? —dijo Brackman.
—Yo lo estaba embromando, sargento —dijo Boaz con seriedad—. Le dije que tratara de recordar todo lo que pudiera. Nunca pensé que lo haría.
—Hay que tener más cabeza y no embromar a un hombre que acaba de salir del hospital —dijo Brackman ceñudo.
—Oh, lo sé, lo sé —dijo Boaz lleno de remordimientos—. ¡Compadre —dijo—, el diablo me lleve!
—Unk —dijo Brackman—, ¿no te dijeron nada sobre eso de acordarse en el hospital?
Unk sacudió la cabeza vagamente.
—Tal vez —dijo—. Me dijeron tantas cosas.
—Es lo peor que puedes
hacer,
Unk, tratar de acordarte —dijo Brackman—. Por eso te llevaron al hospital, sobre todo, porque te acordabas demasiado. —Ahuecó las manos regordetas, como para contener en ellas el problema desgarrador que había sido Unk—.
Caramba —dijo—, te acordabas tanto, Unk, que como soldado no valías un centavo.
Unk se sentó, apoyó la mano sobre el pecho, encontró que tenía la camisa húmeda de lágrimas. Pensó explicarle a Brackman que no había tratado de acordarse, que sabía instintivamente que eso estaba mal, pero que el dolor lo había asaltado de todos modos. No se lo dijo a Brackman por temor de que volviera el dolor.
Unk gruñó y pestañeó para desprender las últimas lágrimas. No iba a hacer nada que no le hubieran ordenado.
—En cuanto a ti, Boaz —dijo Brackman—, lo único que sé es que quizá una semana limpiando las letrinas te enseñará a no bromear con los que acaban de salir del hospital.
Algo informe en la memoria de Unk le dijo que observara atentamente el juego mudo entre Brackman y Boaz. Era en cierto modo importante.
—¿Una semana, sargento? —dijo Boaz.
—Sí, diablos —dijo Brackman, y después se estremeció y cerró los ojos. Era evidente que su antena le había asestado una pequeña punzada de dolor.
—¿Una semana entera, sargento? —preguntó Boaz inocentemente.
—Un día —dijo Brackman, y era menos una amenaza que una pregunta. Brackman reaccionó de nuevo al dolor de cabeza.
—¿A partir de cuándo, sargento? —preguntó Boaz.
Brackman agitó las manos regordetas.
—No importa —dijo. Parecía desconcertado, al descubierto, obsesionado. Bajó la cabeza, como para luchar mejor contra el dolor si volvía de nuevo—. No más bromas, carajo —dijo con voz ronca. Y salió corriendo hacia su cuarto, al final de la barraca, y cerró de un golpe la puerta.
El comandante de la compañía, el capitán Arnol Burch, llegó a la barraca para una inspección de sorpresa.
Boaz fue el primero en verlo. Boaz hizo lo que un soldado debía hacer en esas circunstancias. Boaz gritó
«¡A-ten-ción!
»
.
Lo hizo aunque no tuviera ninguna graduación. Es un capricho de la costumbre militar que el soldado más humilde pueda dar la señal de atención a sus iguales y suboficiales, si es el primero en descubrir la presencia de un oficial, en misión en un lugar cubierto, fuera de la zona de combate.
Las antenas de los reclutas respondieron instantáneamente, enderezaron las espaldas, atiesaron las articulaciones, hundieron los vientres, sujetaron las culatas, hicieron el blanco en sus mentes. Unk se levantó de un salto, se quedó tieso y temblando.
Sólo un hombre respondió lentamente al llamado de atención. Ese hombre era Boaz. Y cuando se puso en posición de firme, había algo insolente, suelto y malicioso en la forma en que lo hizo.
El capitán Burch, considerando profundamente ofensiva la actitud de Boaz, estuvo a punto de decirle algo. Pero apenas abrió la boca, sintió el dolor entre los ojos.
El capitán cerró la boca sin proferir un sonido.
Ante la siniestra mirada de Boaz, se puso en elegante actitud de firme, oyó un tambor en su cabeza y salió de la barraca marcando el paso.
Cuando el capitán hubo salido, Boaz no dio a sus camaradas la orden de descanso, aunque podía hacerlo. Tenía una cajita de control en el bolsillo derecho del pantalón que podía ordenar cualquier cosa a sus camaradas. La caja era del tamaño de un frasco de bolsillo de un cuarto litro, y además estaba curvada para adaptarse a la curva del cuerpo. Boaz decidió llevarla sobre la faz dura, curvada, del muslo.
La caja de control tenía seis botones y cuatro palanquitas. Manipulándolos, Boaz podía controlar a cualquiera que llevara una antena en el cráneo. Podía administrar cualquier grado de dolor a quienquiera que fuese, podía darle la orden de firme, hacerle oír el tambor, hacerlo marchar, alto, cuerpo a tierra, saludar, atacar, retirarse, arriba, salto, brinco...
Boaz no tenía antena en el cráneo.
Libre en la medida en que quisiera serlo: así era de libre la voluntad de Boaz.
Boaz era uno de los verdaderos comandantes del Ejército de Marte. Estaba al mando de una décima parte de las fuerzas que atacarían a los Estados Unidos de Norteamérica cuando se decidiera asaltar a la Tierra. Después estaban las unidades adiestradas para atacar a Rusia, Suiza, Japón, Australia, México, China, Nepal, Uruguay...
Que Boaz supiera, había ochocientos verdaderos comandantes del Ejército de Marte, ninguno de ellos de grado en apariencia superior al de sargento. El comandante nominal de todo el Ejército, el general Pulsifer, era en realidad controlado todo el tiempo por su ordenanza, el cabo Bert Wrigth. El cabo Wrigth, perfecto ordenanza, llevaba aspirina para las jaquecas casi crónicas del general.
Las ventajas de un sistema de comandantes secretos son evidentes. Toda rebelión dentro del Ejército de Marte iría dirigida contra quienes no correspondía. Y en tiempo de guerra, el enemigo podía exterminar toda la oficialidad marciana sin perturbar en lo más mínimo al Ejército de Marte.
—Setecientos noventa y nueve —dijo Boaz en voz alta, corrigiendo para sí mismo el número de verdaderos comandantes. Uno de los verdaderos comandantes había muerto, estrangulado en la picota por Unk. El hombre estrangulado era el soldado raso Stony Stevenson, uno de los verdaderos comandantes de la unidad de ataque británica. Stony había quedado tan fascinado por la lucha de Unk por entender lo que ocurría, que inconscientemente había empezado a ayudarlo a pensar.
Por eso Stevenson había sufrido la humillación última. Le habían instalado una antena en el cráneo, y había sido obligado a marchar a la picota como un buen soldado para aguardar allí el asesinato de mano de su protegido.
Boaz dejó que sus soldados siguieran en posición de firmes, temblando, sin pensar en nada, sin ver nada. Boaz se acercó al catre de Unk, se acostó con los grandes, lustrosos zapatos en la manta marrón. Cruzó las manos por detrás de la cabeza y tendió el cuerpo como un arco.
—Auuuuu —dijo Boaz, con algo que era mitad bostezo, mitad gruñido—. Auuuu, sí señor, soldados, soldados, soldados —dijo, dejando vagar la mente—. Maldita sea, soldados. —Eran palabras ociosas, sin sentido. Boaz estaba un poco aburrido de sus juguetes. Se le ocurrió hacerlos pelear entre sí, pero el castigo por hacerlo, en caso de que lo pescaran, era el mismo que había sufrido Stony Stevenson.
—Auuuu, sí señor, soldados. Ahora sí, soldados —dijo Boaz lánguidamente—. Maldita sea, soldados. Lo conseguiré. Ustedes tendrán que admitirlo. El viejo Boaz los obligará a decir que estuvo realmente bien.
Rodó fuera de la cama, aterrizó en cuatro patas, se puso de pie con una gracia de pantera.
Mostró una sonrisa deslumbrante. Haría todo lo que pudiera para disfrutar de su afortunada posición en la vida.
—Ustedes, muchachos, no lo van a pasar tan mal —dijo a sus rígidos soldados—. Van a ver cómo tratamos a los generales. —Lanzó una risita como un arrullo—. Hace dos noches los comandantes nos pusimos a discutir sobre cuál de los generales podía correr más. A continuación sacamos a los veintitrés generales de la cama, todos desnudos, y los ensillamos igual que a caballos de carrera, hicimos apuestas y los largamos como si el diablo los corriera.
El general Stover salió primero, le siguió el general Harrison y en tercer lugar el general Moscher. Al día siguiente, todos los generales del ejército estaban tiesos como palos. Ninguno podía recordar nada de la noche anterior.
Boaz se rió de nuevo como en un arrullo y decidió que su afortunada posición en la vida sería mucho mejor si se la tomaba en serio, si demostraba la carga que era y cuan honrado se sentía de tener que llevarla. Se echó hacia atrás juiciosamente, metió los pulgares en el cinturón y se puso ceñudo.
—Ah —dijo—, pero no todo es juego. —Dio una vuelta alrededor de Unk, se detuvo a unos centímetros de distancia, lo miró de arriba abajo—. Unk, viejo —dijo—, me da rabia decirte cuánto tiempo he pasado pensando en ti, preocupándome por ti, Unk.
Boaz se movió, balanceándose.
—Tratarás de resolver el rompecabezas, ¿no es cierto? ¿Sabes cuántas veces te llevaron al hospital para limpiarte la memoria? ¡Siete veces, Unk! ¿Sabes cuántas veces hace falta limpiar, por lo general, la memoria de un hombre? Una vez, Unk. ¡Una vez! —Boaz hizo chasquear los dedos debajo de las narices de Unk—. Es así, Unk. Una vez, y el hombre no vuelve a molestarse por nada nunca más. —Sacudió la cabeza, pensativo—. Pero tú no, Unk.
Unk se estremeció.
—¿Es demasiado tiempo para estar en posición de firme, Unk? —dijo Boaz. Rechinó los dientes. No podía dejar de torturar a Unk de vez en cuando.
En primer lugar, Unk lo había tenido todo en la Tierra, y Boaz no había tenido nada.
En segundo lugar, Boaz dependía lastimosamente de Unk o dependería cuando llegaran a la Tierra. Boaz era un huérfano que había sido reclutado cuando tenía apenas catorce años, y no tenía siquiera una noción vaga de lo que era pasarlo bien en la Tierra. Contaba con Unk para que se lo explicara.
—¿Quieres saber quién eres, de dónde vienes, qué eras? —dijo Boaz a Unk. Unk seguía en posición de firme, sin pensar en nada, incapaz de aprovechar lo que Boaz le dijera. De todos modos, Boaz no hablaba para Unk. Boaz se estaba tranquilizando acerca del compadre que tendría a su lado cuando llegaran a la Tierra.
—Viejo —dijo Boaz, mirando ceñudo a Unk—, eres uno de los hombres de más suerte que haya habido. ¡Allá en la Tierra, viejo, eras un rey!
Como casi toda la información que había en Marte, la información de Boaz sobre Unk era insuficiente. No podía decir de dónde venía exactamente. La había pescado entre los rumores que circulaban en la vida del ejército.
Y era demasiado buen soldado como para ir a hacer preguntas a fin de perfeccionar sus conocimientos.
Los conocimientos de un soldado no tienen por qué ser perfectos.
De modo que Boaz no sabía realmente nada sobre Unk, salvo que había tenido mucha suerte alguna vez. Sobre esto bordaba.
—Quiero decir —siguió Boaz— que no había nada que no tuvieras, nada que no pudieras hacer, ningún lugar a donde no pudieras ir.
Y mientras Boaz insistía en la maravilla de la buena suerte de Unk en la Tierra estaba expresando una profunda preocupación por otra maravilla: su convicción supersticiosa de que su propia suerte en la Tierra sería seguramente pésima.
Boaz empleó entonces tres palabras mágicas que parecían describir la máxima felicidad a que alguien podía aspirar en la Tierra:
Night clubs de Hollywood.
Nunca había visto Hollywood, nunca había visto un
night club.
—Viejo —dijo—, tú te pasabas los días y las noches en los
night clubs
de Hollywood.
Viejo —dijo Boaz a Unk que no comprendía nada—, tuviste todo lo que un hombre necesita para llevar una buena vida en la Tierra y sabes cómo se hace. Viejo —continuó Boaz, tratando de disimular lo patético y amorfo de sus aspiraciones—. Iremos a algunos lugares formidables y pediremos cosas buenas, iremos de aquí para allá con gente magnífica y nos correremos unas buenas juergas. —Tomó a Unk del brazo, lo balanceó—. Compadres, eso es lo que somos. Viejo, nos vamos a hacer famosos, iremos a todas partes, haremos de todo. ¡Aquí vienen el viejo suertudo, Unk, y su compadre Boaz! —dijo Boaz, confiando en que ésas fueran las palabras de los habitantes de la tierra después de la conquista—. ¡Y ahí van, felices como pájaros! —Lanzó una risita como un arrullo pensando en la feliz pareja de pájaros.
La sonrisa se le desvaneció.
Las sonrisas nunca le duraban mucho. Había algo dentro de él que le preocupaba. Estaba muy inquieto por la idea de perder su puesto. Nunca había visto muy claro de qué manera había conseguido el gran privilegio. Ni siquiera sabía quién se lo había dado.
Boaz ni siquiera sabía quién tenía el mando de los verdaderos comandantes.
Nunca había recibido una orden de nadie que fuera superior a los verdaderos comandantes.
Boaz basaba su conducta, como todos los verdaderos comandantes, en lo que podría calificarse de chismes, chismes que circulaban al nivel del verdadero comando.
Cuando los verdaderos comandantes se reunían por la noche, los chismes circulaban junto con la cerveza, las galletitas y el queso.