Las sirenas de Titán (15 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

BOOK: Las sirenas de Titán
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El plan de Unk era nebuloso. Su sueño era juntarse con su mujer, su hijo y su mejor amigo, robar una nave espacial y volar a algún lugar donde pudieran vivir siempre felices.

—¡Eh, Crono! —gritó un chico en el patio de juego—. ¡Ahora puedes lanzar la pelota!

Unk miró por encima de la roca, a la tercera base. El chico que iba a batear era Crono, era su hijo.

Crono, el hijo de Unk, se dispuso a batear. Era pequeño para su edad, pero de hombros sorprendentemente viriles. El pelo renegrido, hirsuto, y las cerdas negras se juntaban en un tremendo remolino.

El niño era zurdo. Tenía la pelota en la mano derecha y se preparaba a golpearla con la izquierda. Tenía los ojos muy hundidos, como los de su padre. Y los ojos eran luminosos debajo del entrecejo oscuro y espeso. Brillaban con una violencia total.

Los ojos violentos de Crono parpadeaban en una dirección, luego en otra, desconcertando a los jugadores, desplazándolos de sus posiciones, convenciéndolos de que la lenta, estúpida pelota, llegaría hasta ellos con una velocidad terrible, los haría pedazos si se atrevían a interponerse en su camino.

También la maestra compartía la alarma que inspiraba el chico del bate. Estaba en la situación clásica del arbitro en el béisbol alemán, entre la primera y segunda base, y se sentía aterrada. Era una frágil anciana llamada Isabel Fenstermaker. Tenía setenta y tres años y había sido Testigo de Jehová antes de que le lavaran la memoria. La habían narcotizado y raptado mientras trataba de vender un ejemplar de
El Atalaya
a un agente marciano en Duluth.

—Vamos, Crono —dijo con una sonrisa tonta—, no es más que un juego, ¿sabes?

El cielo quedó súbitamente ennegrecido por una formación de cien platos voladores, las naves rojo sangre de los Marinos Esquiadores Paracaidistas de Marte. El arrullo conjunto de las naves era un trueno melodioso que hacía repiquetear los vidrios de las ventanas de la escuela.

Pero para dar una idea de la importancia que para el joven Crono tenía el juego cuando le tocaba batear, ni un solo niño miró al cielo.

Después que el joven Crono hubo llevado a los jugadores y a Miss Fenstermaker al borde del colapso nervioso, dejó la pelota junto a sus pies, sacó del bolsillo una corta banda de metal que era su amuleto. Besó la banda para tener suerte y volvió a guardarla en el bolsillo.

Entonces levantó repentinamente la pelota, le dio un violento puñetazo y salió disparando alrededor de las bases.

Los jugadores y Miss Fenstermaker esquivaron la pelota como si fuera una bala de cañón al rojo. Cuando la pelota se detuvo por decisión propia, los jugadores fueron a buscarla con una especie de torpeza ritual. Evidentemente el objeto de sus esfuerzos era no darle a Crono con la pelota, sino no dejarlo afuera. Los jugadores conspiraban todos para aumentar la gloria de Crono demostrando una oposición impotente.

Por supuesto, Crono era lo más glorioso que los niños hubieran visto jamás en Marte, y toda la gloria que tuvieran les venía de su asociación con él. Harían todo lo que pudieran por aumentar su gloria.

El joven Crono se deslizó a la tercera base en una nube de herrumbre.

Un jugador le arrojó la pelota, demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado. Ritualmente, el jugador maldijo su suerte.

El joven Crono se detuvo, se sacudió el polvo y besó de nuevo su amuleto, agradeciéndole otra carrera a la base. Creía firmemente que todos sus poderes venían de su amuleto, igual que sus condiscípulos y también, secretamente, Miss Fenstermaker.

La historia del amuleto era la siguiente:

Un día Miss Fenstermaker hizo con los escolares una visita educativa a una fábrica de lanzallamas. El director de la fábrica explicó a los niños todas las etapas de la fabricación del lanzallamas y expresó la confianza de que algunos de los niños, cuando fueran grandes, quisieran trabajar para él. Al final de la visita, en el departamento de embalaje, el director se enredó el tobillo en una espiral de acero para precinto, del que se usaba para ajustar los embalajes de lanzallamas.

La espiral era un fragmento mellado que había caído en un pasillo de la fábrica por descuido de un obrero. El director se arañó el tobillo y se rompió el pantalón antes de conseguir quitarse la espiral. A continuación hizo la única cosa comprensible que los niños hubieran presenciado aquel día. Comprensiblemente, dio un puntapié a la espiral.

Después la pisoteó.

Después la recogió de nuevo, la tironeó y la cortó con unas grandes tijeras en pedazos de unos diez centímetros.

Los niños se sintieron edificados, estremecidos y satisfechos. Y cuando dejaban el departamento de embalaje, el joven Crono levantó uno de los pedazos y lo deslizó en su bolsillo. El pedazo que había recogido se diferenciaba de los otros en que tenía dos perforaciones.

Ese era el amuleto de Crono. Llegó a formar parte de él mismo tanto como su mano derecha. Su sistema nervioso, por así decirlo, se extendía a la banda de metal. Tocarla era tocar a Crono.

Unk, el desertor, se puso de pie detrás de la roca de turquesa, echó a andar enérgicamente por el patio de la escuela. Se había arrancado todas las insignias del uniforme. Eso le daba una apariencia oficial, belicosa, sin unirlo a ninguna empresa en particular. De todo el equipo que llevaba en el momento de desertar, sólo conservaba un cuchillo de caza, su máuser de un solo tiro, y una granada. Dejó las tres armas escondidas detrás de la roca, junto con la bicicleta robada.

Unk se acercó a Miss Fenstermaker. Le dijo que deseaba entrevistar al joven Crono por asuntos oficiales en seguida y en privado. No le dijo que era el padre del chico. El hecho de ser el padre no lo autorizaba a nada. El hecho de ser un investigador oficial lo autorizaba a todo lo que quisiera pedir.

La pobre Miss Fenstermaker se aturullaba fácilmente. Aceptó que Unk entrevistara al chico en su propia oficina.

La oficina estaba atestada de papeles escolares, algunos de cinco años atrás. Miss Fenstermaker estaba muy atrasada en su trabajo, tan atrasada que se había declarado en moratoria para poder ponerse al día. Algunas de las pilas de papeles se habían caído, formando ventisqueros que mandaban ramales debajo del escritorio, al vestíbulo, a su lavatorio privado.

Había un fichero de dos cajones, abierto, con su colección de piedras.

Nadie vigilaba a Miss Fenstermaker. Nadie se preocupaba. Tenía un certificado de enseñanza del Estado de Minnesota, U.S.A., la Tierra, Sistema Solar, Vía Láctea, y era todo lo que importaba.

Para entrevistarse con su hijo, Unk se sentó detrás del escritorio, mientras su hijo Crono estaba delante. Crono deseaba quedarse de pie.

Mientras planeaba las cosas que diría, Unk abrió ociosamente los cajones del escritorio de Miss Fenstermaker y descubrió que estaban llenos de piedras.

El joven Crono era sagaz y hostil, y pensó en decir algo antes que Unk lo hiciera.

—Pavadas —dijo.

—¿Qué? —dijo Unk.

—Todo lo que diga son pavadas —dijo el chico de ocho años.

—¿Por qué lo piensas? —dijo Unk.

—Todo lo que dicen todos son pavadas —dijo Crono—. ¿Qué le importa lo que yo piense?

Cuando tenga catorce años me pondrán una cosa en la cabeza y haré lo que quieran que haga.

Se refería al hecho de que las antenas no se instalaran en el cráneo de los niños hasta que cumplían catorce años. Era cuestión de tamaño de cráneo. Cuando un niño cumplía catorce años lo enviaban al hospital para operarlo. Le afeitaban el pelo y los doctores y las enfermeras le hacían bromas sobre su entrada en la edad adulta. Antes de llevarlo a la sala de operaciones, le preguntaban cuál era su helado favorito. Al despertar, después de la operación, un gran plato de ese helado lo estaba esperando: avellana, chocolate, fresa, lo que fuera.

—¿Tu madre dice pavadas? —dijo Unk.

—Las dice desde que ha salido del hospital.

—¿Y tu padre? —dijo Unk.

—No sé nada de él —dijo Crono—. Ni me importa. Dirá montones de pavadas, como todos.

—¿Y quién no dice pavadas? —preguntó Unk.

—Yo no digo pavadas —dijo Crono—. Soy el único.

—Acércate —dijo Unk.

—¿Por qué? —preguntó Crono.

—Porque te voy a decir algo muy importante.

—Lo dudo —dijo Crono.

Unk se levantó del escritorio, se acercó a Crono y le dijo al oído:

—¡Soy tu padre! —Cuando hubo dicho estas palabras, el corazón le latió como una alarma contra robos.

Crono se quedó impasible.

—¿Y qué? —dijo duramente. Nunca había recibido instrucciones, nunca había visto un ejemplo en la vida que le hiciera pensar en la importancia de un padre. En Marte la palabra no tenía significado emocional.

—He venido por ti —dijo Unk—. De alguna manera nos iremos de aquí. —Sacudió al chico suavemente, tratando de hacerlo reaccionar un poco.

El chico se arrancó del brazo la mano del padre como si fuera una sanguijuela.

—¿Para qué?

—¡Para vivir! —dijo Unk.

El chico miró a su padre desapasionadamente, buscando una buena razón que justificara el compartir su suerte con este extranjero. Crono sacó el amuleto del bolsillo y lo restregó entre las palmas.

La fuerza imaginaria que sacó del: amuleto le daba energías suficientes para no confiar en nada, para seguir como siempre, colérico y solo.

—Yo estoy viviendo —dijo—. Estoy muy bien —dijo—. Vete a la mierda.

Unk retrocedió un paso. Se le cayeron las comisuras de los labios.

—¿Que me vaya a la mierda? —murmuró.

—A todo el mundo le digo que se vaya a la mierda —dijo el chico. Estaba tratando de ser amable, pero en seguida le fatigó el esfuerzo—. ¿Puedo irme a jugar a la pelota?

—¿Le has dicho a tu propio padre que se vaya a la mierda? —murmuró Unk. La pregunta repercutió en la memoria vacía de Unk hasta llegar a un rincón intocado donde aún vivían fragmentos de su extraña infancia. Su propia infancia había transcurrido en fantaseos en los que por fin veía y amaba a un padre que no quería verlo, que no quería ser amado por él.

—He... he desertado del ejército para venir aquí... a buscarte —dijo Unk.

El interés se despertó en los ojos del chico, y se desvaneció.

—Te pescarán —dijo—. Pescan a todo el mundo.

—Robaré una nave espacial —dijo Unk—. ¡Y tú, tu madre y yo nos embarcaremos y volaremos de aquí!

—¿A dónde? —dijo el muchacho.

—¡A algún buen lugar! —dijo Unk.

—Díme cuál es un buen lugar —dijo Crono.

—No sé. ¡Tenemos que buscarlo! —dijo Unk.

Crono sacudió la cabeza compasivo.

—Lo siento —dijo—. No creo que sepas de qué estás hablando. Terminarás como tanta gente a la que han matado.

—¿Quieres quedarte aquí? —dijo Unk.

—Estoy muy bien aquí —contestó Crono—. ¿Puedo irme ahora a jugar a la pelota?

Unk lloró.

Su llanto asombró al chico. Nunca había visto llorar a un hombre. El nunca había llorado.

—¡Me voy a jugar! —gritó salvajemente, y salió corriendo de la oficina.

Unk se acercó a la ventana. Miró el patio de hierro. El equipo del joven Crono estaba ahora en la cancha. El joven Crono se unió a sus camaradas, frente a un
batter
que daba la espalda a Unk.

Crono besó su amuleto, lo guardó en el bolsillo.

—¡Adelante, chicos! —gritó roncamente—. ¡Vamos, chicos, matémoslo!

La mujer de Unk, madre del joven Crono, era instructora en la Escuela de Respiración Schliemann para Reclutas. La respiración Schliemann es una técnica que permite a los seres humanos sobrevivir en el vacío o en una atmósfera inhóspita sin tener que usar casco o cualquier otro incómodo aparato.

Consiste, esencialmente, en tomar una píldora rica en oxígeno. La corriente sanguínea lleva este oxígeno a través de la pared del intestino delgado, más que a través de los pulmones. En Marte las píldoras eran conocidas oficialmente con el nombre de Raciones Respiratorias de Combate, y en lenguaje popular como bolas de aire.

La Respiración Schliemann es de lo más sencilla en una atmósfera benigna pero inútil, como la de Marte. El sujeto respira y habla de manera normal, aunque no haya en la atmósfera oxígeno para sus pulmones. Todo lo que necesita es acordarse de tomar regularmente las bolas de aire.

La escuela en que la mujer de Unk era instructora enseñaba a los reclutas las técnicas más difíciles, necesarias en una atmósfera al vacío o perjudicial. Esto exige no sólo tomar píldoras, sino también taparse los oídos y la nariz y mantener la boca cercada. Todo esfuerzo por hablar o respirar daría por resultado hemorragias y probablemente la muerte.

La mujer de Unk era una de las seis instructoras de la Escuela de Respiración Schliemann para Reclutas. Su aula era una habitación desnuda, sin ventanas, de paredes encaladas. Junto a las paredes, todo alrededor, había bancos.

Sobre una mesa en el centro había un recipiente con bolas de aire, otro con tapones para la nariz y los oídos, un rollo de tela adhesiva, tijeras y un pequeño grabador. El objeto del grabador era pasar música durante los largos períodos en que no había otra cosa que hacer sino sentarse y esperar pacientemente a que la naturaleza siguiera su curso.

Se había llegado a ese momento. La clase acababa de recibir la dosis de bolas de aire.

Ahora los alumnos debían sentarse tranquilamente en los bancos y escuchar música hasta que las bolas de aire llegaran al intestino delgado.

La canción que se escuchaba había sido pirateada recientemente a una emisora terrestre.

Era un gran éxito en la Tierra, un trío compuesto por un muchacho, una chica y las campanas de una catedral. Se llamaba «Dios es nuestro decorador de interiores». El muchacho y la chica cantaban versos alternados y se juntaban en estrecha armonía en el estribillo.

Las campanas de la catedral resonaban toda vez que se mencionaba algo de naturaleza religiosa.

Eran diecisiete reclutas. Estaban todos con la nueva ropa interior de color verde liquen.

Estaban desvestidos para que la instructora viera de una ojeada las reacciones físicas exteriores de la respiración Schliemann.

Los reclutas acababan de salir del Hospital Central de Recepción donde les habían hecho tratamientos de amnesia e instalación de antenas. Tenían la cabeza afeitada, y cada uno de ellos llevaba una tira de tela adhesiva que iba desde la coronilla hasta la nuca.

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