Read Las palabras y las cosas Online
Authors: Michel Foucault
De aquí, dos consecuencias. Primero, la necesidad de hacer intervenir a los monstruos —que son como el ruido de fundo, el murmullo ininterrumpido de la naturaleza. En efecto, si se necesita que el tiempo, que es limitado, recorra —quizá haya recorrido ya— todo el continuo de la naturaleza, debe admitirse que un número considerable de variaciones posibles se ha tachado, después borrado; así como la catástrofe geológica era necesaria para que se pudiera pasar del cuadro taxinómico al continuo, a través de una experiencia mezclada, caótica y desgarrada, así la proliferación de monstruos sin futuro es necesaria para que se pueda redescender del continuo al cuadro a través de una serie temporal. Dicho de otra manera, lo que en un sentido debe leerse como el drama de la tierra y de las aguas, debe leerse, en otro sentido, como una aberración aparente de las formas. El monstruo asegura, en el tiempo y con respecto a nuestro saber teórico, una continuidad que los diluvios, los volcanes y los continentes hundidos mezclan en el espacio para nuestra experiencia cotidiana. La otra consecuencia es que a lo largo de una historia tal, los signos de la continuidad no pertenecen más que al orden de la semejanza. Dado que ninguna relación entre el medio y el organismo
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define esta historia, las formas vivas sufrirán todas las metamorfosis posibles y no dejarán tras ellas, como señal del trayecto recorrido, más que referencias de las similitudes. Por ejemplo, ¿en qué se puede reconocer que la naturaleza no ha dejado de esbozar, a partir del prototipo primitivo, la figura del hombre, provisionalmente terminal? En que ha abandonado en su recorrido mil formas que dibujaban el modelo rudimentario. ¿Cuántos fósiles son, con respecto a la oreja, el cráneo o las partes sexuales del hombre como otras tantas estatuas de yeso, modeladas un día y dejadas después por una forma más perfeccionada? "La especie que se asemeja al corazón humano y que por esa causa se llama antropocardita… merece una atención especial. Su sustancia es un guijarro por dentro. La forma de un corazón ha sido imitada lo mejor posible. Se distingue el tronco de la vena cava, con una porción de sus dos cortes. Se ve también salir del ventrículo izquierdo el tronco de la gran arteria con su parte inferior o descendente."
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El fósil, con su naturaleza mixta de animal y mineral es el lugar privilegiado de una semejanza que el historiador del continuo exige, en tanto que el espacio de la
taxinomia
la descompone rigurosamente.
El monstruo y el fósil desempeñan un papel muy preciso en esta configuración. A partir del poder del continuo que posee la naturaleza, el monstruo hace aparecer la diferencia: ésta, que aún carece de ley, no tiene una estructura bien definida; el monstruo es la cepa de la especificación, pero ésta no es más que una subespecie en la lenta obstinación de la historia. El fósil es el que permite subsistir las semejanzas a través de todas las desviaciones recorridas por la naturaleza; funciona como una forma lejana y aproximativa de identidad; señala un semicarácter en el cambio del tiempo. Porque el monstruo y el fósil no son otra cosa que la proyección hacia atrás de estas diferencias y de estas identidades que definen, para la
taxinomia
, la estructura y después el carácter. Forman, entre el cuadro y el continuo, la región sombría, móvil, temblorosa en la que lo que el análisis definirá como identidad no es aún sino analogía muda; y lo que definará como diferencia asignable y constante no es aún sino variación libre y azarosa. Pero, a decir verdad, la
historia de la naturaleza
es tan imposible de pensar para la
historia natural
, y la disposición epistemológica dibujada por el cuadro y el continuo tan fundamental, que el devenir sólo puede tener un lugar intermedio y medido por las solas exigencias del conjunto. Por ello, no interviene a no ser en el paso necesario de uno a otro. Es como un conjunto de intemperies ajenas a los seres vivos y que únicamente llegan a ellos desde el exterior. Es como un movimiento sin cesar trazado pero detenido en su esbozo y perceptible sólo en los bordes del cuadro, en sus márgenes descuidados: y así, sobre el fondo del continuo, el monstruo cuenta, como en una caricatura, la génesis de las diferencias, y el fósil recuerda, en la incertidumbre de sus semejanzas, los primeros intentos obstinados de identidad.
La teoría de la historia natural no puede disociarse de la del lenguaje. Y, sin embargo, no se trata de una transferencia de método de una a otra. Ni de una comunicación de conceptos o del prestigio de un modelo que, por haber "logrado éxito" en una parte, fuera ensayado en el terreno vecino. Tampoco se trata de una racionalidad más general que impondría formas idénticas a la reflexión sobre la gramática y a la
taxinomia
. Sino de una disposición fundamental, del saber que ordena el conocimiento de los seres según la posibilidad de representarlos en un sistema de nombres. Sin duda, hubo en esta región que ahora llamamos vida muchas otras investigaciones aparte de los esfuerzos de clasificación, muchos otros análisis aparte del de las identidades y las diferencias. Pero todos descansaban sobre una especie de
a priori
histórico que los autorizaba en su dispersión, en sus proyectos singulares y divergentes y que hacía igualmente posibles todos los debates de opiniones a los que daban lugar. Este
a priori
no está constituido por un grupo de problemas constantes que los fenómenos concretos planteen sin cesar como otros tantos enigmas para la curiosidad de los hombres; tampoco está formado por un cierto estado de los conocimientos, sedimentado en el curso de las edades precedentes y que sirve de suelo a los progresos más o menos desiguales o rápidos de la racionalidad; tampoco está determinado, sin duda alguna, por lo que llamamos la mentalidad o los "marcos del pensamiento" de una época dada, si con ello debe entenderse el perfil histórico de los intereses especulativos, de las credulidades o de las grandes opciones teóricas. Este
a priori
es lo que, en una época dada, recorta un campo posible del saber dentro de la experiencia, define el modo de ser de los objetos que aparecen en él, otorga poder teórico a la mirada cotidiana y define las condiciones en las que puede sustentarse un discurso, reconocido como verdadero, sobre las cosas. El
a priori
histórico que, en el siglo XVIII, fundamentó las investigaciones o los debates sobre la existencia de los géneros, la estabilidad de las especies, la trasmisión de los caracteres a través de las generaciones, es la existencia de una historia natural: organización de un cierto visible como dominio del saber, definición de las cuatro variables de la descripción, constitución de un espacio de vecindades en el que cualquier individuo, sea el que fuere, puede colocarse. La historia natural de la época clásica no corresponde al puro y simple descubrimiento de un objeto nuevo de curiosidad; recubre una serie de operaciones complejas que introducen en un conjunto de representaciones la posibilidad de un orden constante. Constituye, en cuanto
descriptible
y
ordenable
a la vez, todo un dominio de empiricidad. Lo que la emparienta con las teorías del lenguaje, la distingue de lo que entendemos, a partir del siglo XIX, por biología y la hace desempeñar un cierto papel crítico en el pensamiento clásico.
La historia natural es contemporánea del lenguaje: tiene el mismo nivel que el juego espontáneo que analiza las representaciones en el recuerdo, fija los elementos comunes e impone, por último, los nombres. Clasificar y hablar tienen su lugar de origen en ese mismo espacio que la representación abre en el interior de sí misma ya que está destinada al tiempo, a la memoria, a la reflexión, a la continuidad. Pero la historia natural no puede ni debe existir como lengua independiente de todas las demás a no ser que sea una lengua bien hecha. Y universalmente valiosa. En el lenguaje espontáneo y "mal hecho", los cuatro elementos (proposición, articulación, designación y derivación) dejan entre ellos intersticios abiertos: las experiencias de cada uno, las necesidades o las pasiones, los hábitos, los prejuicios, una atención más o menos despierta han constituido centenares de lenguajes diferentes, que no se distinguen sólo por la forma de las palabras, sino, sobre todo, por la manera en que estas palabras recortan la representación. La historia natural sólo será una lengua bien hecha si el juego queda cerrado: si la exactitud descriptiva hace de cada proposición un recorte constante de lo real (si siempre es posible
atribuir
a la representación lo que
se articula
) y si la
designación
de cada ser indica con todo derecho el lugar que ocupa en la
disposición
general del conjunto. En el lenguaje, la función del verbo es universal y vacía; prescribe solamente la forma más general de la proposición; y en el interior de ésta juegan los nombres su sistema de articulación; la historia natural reagrupa estas dos funciones en la unidad de la
estructura
que articula unas con otras todas las variables que pueden atribuirse a un ser. Y en tanto que, en el lenguaje, la designación está expuesta, en su funcionamiento individual, al azar de las derivaciones que dan su amplitud y su extensión a los nombres comunes, el
carácter
, tal como lo establece la historia natural, permite a la vez marcar al individuo y situarlo en un espacio de generalidades que se encajan unas en otras. Tanto que, por encima de las palabras de todos los días (y a través de ellas, ya que puede utilizárselas muy bien para las primeras descripciones) se construye el edificio de una lengua de segundo grado en la que reinan, por fin, los Nombres exactos de las cosas: "El método, alma de la ciencia, designa a primera vista cualquier cuerpo de la naturaleza de tal manera que este cuerpo enuncie el nombre que le es propio y que este nombre haga recordar todos los conocimientos que hayan podido adquirirse en el curso del tiempo sobre el cuerpo así denominado: tanto que en la confusión extrema se descubre el orden soberano de la naturaleza".
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Pero esta denominación esencial —este paso de la estructura visible al carácter taxinómico— remite a una exigencia costosa. El lenguaje espontáneo, a fin de cumplir y rizar la figura que va de la función monótona del verbo ser a la derivación y al recorrido del espacio retórico, sólo tenía necesidad del juego de la imaginación: es decir, de las semejanzas inmediatas. En cambio, para que la
taxinomia
sea posible es necesario que la naturaleza sea realmente continua y en su plenitud misma. Allí donde el lenguaje exigía la similitud de las impresiones, la clasificación exige el principio de la menor diferencia posible entre las cosas. Ahora bien, este
continuum
, que aparece así en el fondo de la denominación, en la abertura que se deja entre la descripción y la disposición, está supuesto como muy anterior al lenguaje y como su condición. Y no sólo porque pueda fundamentar un lenguaje bien hecho, sino porque da cuenta de todo lenguaje en general. Sin duda alguna, es la continuidad de la naturaleza la que da a la memoria la oportunidad de ejercitarse, dado que una representación, confusa y mal percibida por cualquier identidad, hace recordar otra y permite aplicar a ambas el signo arbitrario de un nombre común. Lo que en la imaginación se daba como una similitud ciega no era más que el rastro irreflexivo y revuelto de la gran trama ininterrumpida de las identidades y de las diferencias. La imaginación (aquella que autoriza al lenguaje al permitir la comparación) formaba, sin que se supiera entonces, el lugar ambiguo en el que la continuidad rota, pero insistente, de la naturaleza se reunía con la continuidad vacía, pero atenta, de la conciencia tanto que no habría sido posible hablar ni habría habido lugar para el menor nombre si, en el fondo de las cosas, antes de toda representación, la naturaleza no hubiera sido continua. Para establecer el gran cuadro sin falla de las especies, los géneros y las clases ha sido necesario que la historia natural utilice, critique, clasifique y, por último, reconstituya con nuevos gastos un lenguaje cuya condición de posibilidad residía justamente en este continuo. Las cosas y las palabras se entrecruzan con todo rigor: la naturaleza sólo se ofrece a través de la reja de las denominaciones y ella que, sin tales nombres, permanecería muda e invisible, centellea a lo lejos tras ellos, continuamente presente más allá de esta cuadrícula que la ofrece, sin embargo, al saber y sólo la hace visible atravesada de una a otra parte por el lenguaje. Es por ello por lo que, sin duda alguna, la historia natural, en la época clásica, no pudo constituirse como biología. En efecto, hasta fines del siglo XVIII, la vida no existía. Sólo los seres vivos. Éstos forman una clase o, más bien, varias en la serie de todas las cosas del mundo: y si se puede hablar de vida es sólo como un carácter —en el sentido taxinómico de la palabra— en la distribución universal de los seres. Se tiene la costumbre de repartir las cosas de la naturaleza en tres clases: los minerales, a los que se reconoce crecimiento, pero no movimiento ni sensibilidad; los vegetales, que pueden crecer y son susceptibles de sensación; los animales que se desplazan espontáneamente.
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En lo que se refiere a la vida y al umbral que instaura, se los puede hacer deslizarse, según el criterio que se adopte, todo a lo largo de esta escala. Si, con Maupertuis, se la define por la movilidad y las relaciones de afinidad que atraen los elementos unos hacia otros y los mantienen unidos, es necesario alojar la vida en las partículas más simples de la materia. Se está obligado a situarla mucho más alto en la serie si se la define por un carácter cargado y complejo, como lo hacía Linneo, al fijar como criterio el nacimiento (por semen o brote), la nutrición (por intu-suscepción) el envejecimiento, el movimiento externo, la propulsión interna de líquidos, las enfermedades, la muerte, la presencia de vasos, glándulas, epidermis y utrículos.
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La vida no constituye un umbral manifiesto a partir del cual se requieran formas completamente nuevas del saber. Es una categoría de clasificación, relativa, lo mismo que todas las demás, al criterio que uno se fije. Y como todas las demás, sometida a ciertas imprecisiones en cuanto se trata de fijar sus fronteras. Así como el zoófito está en la franja ambigua entre los animales y las plantas, así los fósiles y los metales se alojan en este límite incierto en el que no se sabe si hablar o no de vida. Pero el corte entre lo vivo y lo no vivo nunca es problema decisivo.
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Como dice Linneo, el naturalista —aquel al que llama
historiens naturalis
— "distingue por la vista las partes de los cuerpos naturales, los describe convenientemente según el número, la figura, la posición y la proporción, y les da nombre".
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El naturalista es el hombre de lo visible estructurado y de la denominación característica. No de la vida.