Las palabras y las cosas (31 page)

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Authors: Michel Foucault

BOOK: Las palabras y las cosas
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En cuanto prenda, la moneda designa una cierta riqueza (real o no): establece su precio. Pero la relación entre la moneda y las mercancías, en consecuencia el sistema de precios, se modifica desde que, en un cierto punto del tiempo, se alteran la cantidad de moneda o la cantidad de mercancía. Si la moneda es una cantidad pequeña, en relación con los bienes, tendrá un gran valor y los precios serán bajos; si su cantidad aumenta a tal punto que sea abundante frente a las riquezas, tendrá poco valor y los precios serán altos. El poder de representación y de análisis de la moneda varía con la cantidad de especies, por una parte, y la cantidad de riquezas, por la otra: sólo sería constante si las dos cantidades fueran estables o variaran juntas en una misma proporción.

La "ley cuantitativa" no fue "inventada" por Locke. Ya Bodino y Davanzatti sabían muy bien en el siglo XVI que el aumento de las masas metálicas en circulación hacía aumentar el precio de las mercancías; pero este mecanismo aparecía ligado a una desvalorización intrínseca del metal. A fines del siglo XVII, este mismo mecanismo fue definido a partir de la función representativa de la moneda, "pues la cantidad de la moneda está en proporción con todo el comercio". Más metal y de golpe toda mercancía que exista en el mundo podrá disponer de un poco más de elementos representativos; más mercancías y cada unidad metálica será un poco más emprendada. Basta con tomar una mercadería cualquiera como punto estable de referencia para que el fenómeno de la variación aparezca con toda claridad. "Si tomamos —dice Locke— el trigo como medida fija, encontraremos que la plata ha sufrido en su valor las mismas variaciones que las otras mercancías… La razón es muy clara. Desde el descubrimiento de las Indias, hay en el mundo diez veces más plata que la que había antes; vale también 9/10 menos, es decir, es necesario dar diez veces más de lo que se daba hace 200 años para comprar la misma cantidad de mercancías."
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La baja del valor del metal que aquí se invoca no concierne a una cierta cualidad preciosa que le pertenecería de suyo, sino a su poder general de representación. Es necesario considerar las monedas y las riquezas como dos masas gemelas que se corresponden necesariamente: "Como el total de la una es con respecto al total de la otra, será la parte de una con respecto a la parte de la otra… Si no hubiera más que una mercancía divisible como el oro, la mitad de esta mercancía correspondería a la mitad del total del otro lado".
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Si suponemos que no hay más que un bien en el mundo, todo el oro de la tierra serviría para representarlo; y a la inversa, si todos los hombres no dispusieran más que de una sola pieza monetaria, todas las riquezas que nacen de la naturaleza o que surgen de sus manos, deberían participar de sus subdivisiones. A partir de esta situación-límite, si la plata empieza a fluir —y las mercaderías permanecen iguales— "el valor de cada parte de la especie disminuirá otro tanto"; a la inversa, "si la industria, las artes y la ciencia introducen nuevos objetos en el círculo de los cambios … será necesario aplicar al nuevo valor de estas nuevas producciones una porción de los signos representativos de los valores; esta porción, tomada de la masa de los signos, disminuirá su cantidad relativa y aumentará su valor representativo otro tanto para enfrentarse a más valores, pues su función es representarlos todos, en las proporciones que le convienen".
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Así, pues, no hay precio justo: no hay nada en una mercancía cualquiera que indique por algún carácter intrínseco la cantidad de moneda que habría que retribuir por ella. La baratura no es ni más ni menos exacta que la carestía. Sin embargo, existen reglas de comodidad que permiten fijar la cantidad de moneda por la cual conviene representar las riquezas. En último extremo, toda cosa intercambiable debería tener su equivalente —"su designación"— en especies; lo que no tendría inconveniente en el caso de que la moneda utilizada hiera de papel (se la fabricaría o destruiría, de acuerdo con la idea de Law, según las necesidades del cambio); pero todo esto sería estorboso o aun imposible si la moneda es metálica. Ahora bien, una sola y la misma unidad monetaria adquiere, al circular, el poder de representar muchas cosas; al cambiar de manos, es tanto el pago de un objeto al empresario, como el de un salario al obrero, el de una mercadería al comerciante, el de un producto al granjero o aun el de la renta al propietario. Una sola masa metálica puede, con el correr del tiempo, y según los individuos que la reciben, representar muchas cosas equivalentes (un objeto, un trabajo, una medida de trigo, una parte de ganancia), lo mismo que un nombre común tiene el poder de representar muchas cosas o un carácter taxinómico el de representar muchos individuos, muchas especies, muchos géneros, etc. Pero, en tanto que el carácter no cubre una generalidad mayor sino haciéndose más simple, la moneda no representa más riquezas sino circulando más aprisa. La extensión del carácter se define por el número de especies que agrupa (así, pues, por el espacio que ocupa en el cuadro); la rapidez de circulación por el número de manos por el que pasa durante el tiempo que se toma para volver a su punto de partida (por ello, se elige como origen el pago por los productos de su cosecha al agricultor, porque allí se tienen ciclos anuales perfectamente seguros). Se ve, pues, que a la extensión taxinómica del carácter en la especie simultánea del cuadro corresponde la rapidez del movimiento- monetario durante un tiempo definido.

Esta rapidez tiene dos límites: una rapidez infinitamente veloz que sería la de un cambio inmediato en el que la moneda no tendría papel alguno que desempeñar, y una rapidez infinitamente lenta en la que cada elemento de riqueza tendría su doble monetario. Entre estos dos extremos hay rapideces variables a las que corresponden las cantidades de monedas que las hacen posibles. Ahora bien, los ciclos de la circulación son ordenados por la anualidad de las cosechas: es, pues, posible, a partir de éstas y teniendo en cuenta el número de individuos que pueblan un Estado, definir la cantidad de moneda necesaria y suficiente para que pase por todas las manos y represente, cuando menos, la subsistencia de cada uno. Se comprende así cómo están ligados, durante el siglo XVIII, los análisis de la circulación a partir de las rentas agrícolas, el problema del desarrollo de la población y el cálculo de la cantidad óptima de especies amonedadas. Cuestión triple que se plantea bajo una forma normativa: pues el problema no consiste en saber por qué mecanismos circula o se estanca el dinero, cómo se gasta o se acumula (tales cuestiones sólo son posibles en una economía que se planteara los problemas de la producción y del capital), sino cuál es la cantidad necesaria de moneda para que en un país dado la circulación se haga más rápida al pasar por un número mayor de manos. Entonces los precios no sólo serán intrínsecamente "justos", sino exactamente ajustados: las divisiones de la masa monetaria analizarán las riquezas de acuerdo con una articulación que no será ni muy floja ni muy cerrada. El "cuadro" estará bien hecho.

Esta proporción óptima no es la misma si se considera un país aislado o el juego de su comercio exterior. Suponiendo que hubiera un Estado capaz de vivir por sí solo, la cantidad de moneda que tendría que poner en circulación depende de muchas variables: la cantidad de mercancías que entra en el sistema de cambios; la parte de estas mercancías que, al no ser distribuida ni retribuida por el sistema de trueque, debe estar representada, en un momento cualquiera de su curso, por la moneda; la cantidad de metal que puede ser sustituida por el papel escrito; por último, el ritmo al que deben efectuarse los pagos: no es indiferente, como señaló Cantillon, que los obreros sean pagados por semana o por jornada, que las rentas se paguen al término de un año o, más bien, según es costumbre, al fin de cada trimestre. Una vez definidos los valores de estas cuatro variables con respecto a un país dado, se puede definir la cantidad óptima de especies metálicas. Para hacer un cálculo de este tipo, Cantillon parte de la producción de la tierra, de la que surgen directa o indirectamente todas las riquezas de la tierra. Esta producción se divide en tres rentas en las manos del campesino: la renta que se paga al propietario; la que se utiliza para el mantenimiento del campesino, de sus hombres y sus caballos; y por último "una tercera que debe quedar a fin de hacer productiva su empresa".
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Ahora bien, sólo la primera renta y más o menos la mitad de la tercera deben pagarse en especies; las otras pueden pagarse en la forma de cambios directos. Si se tiene en cuenta el hecho de que la mitad de la población reside en ciudades y tiene gastos de mantenimiento más elevados que los de los campesinos, se ve que la masa monetaria en circulación debería ser casi igual a los 2/3 de la producción. Si, cuando menos, todos los pagos se hiciesen una vez al año… pero, de hecho, la renta de la tierra se paga cada trimestre; así pues, basta con una cantidad de especies que equivalga a 1/6 de la producción. Por lo demás, muchos pagos se hacen por jornada o por semana; la cantidad de moneda requerida es pues del orden de la novena parte de la producción —es decir, 1/3 de la renta de los propietarios.
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Pero este cálculo sólo resulta exacto a condición de imaginar una nación aislada. Ahora bien, la mayor parte de los Estados sostienen unos con otros un comercio cuyos únicos medios de pago son el trueque, el metal estimado de acuerdo con su peso (y no las especies con su valor nominal) y, en ocasiones, los efectos bancarios. En este caso, se puede calcular también la cantidad relativa de moneda que se necesita poner en circulación; sin embargo, esta estimación no debe tomar como referencia la producción de la tierra, sino una cierta relación ¡entre los salarios y los precios con los usuales en los países extranjeros. En efecto, en una comarca en la que los precios son relativamente poco elevados (por razón de una débil cantidad de moneda), el dinero extranjero es atraído por las amplias posibilidades de compra: la cantidad de metal crece. El Estado, según se dice, se hace "rico y poderoso"; puede mantener una flota y un ejército, lograr conquistas, enriquecerse aún más. La cantidad de especies en circulación hace subir los precios, proporcionando a los particulares la facultad de comprar en el extranjero en donde los precios son inferiores; poco a poco desaparece el metal y el Estado empobrece de nuevo. Tal es el ciclo descrito por Cantillon, quien lo formula en un principio general: "La mayor abundancia de dinero que hace, mientras dura, el poderío de los Estados los rechaza insensible y naturalmente a la indigencia".
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Desde luego, no sería posible evitar estas oscilaciones si no existiera en el orden de las cosas una tendencia inversa que agrava sin cesar la miseria de las naciones ya pobres y, por el contrario, aumenta la prosperidad de los Estados ricos. Se trata de que los movimientos de la población tienen un sentido opuesto al del numerario. Éste va de los Estados prósperos a las regiones de precios bajos; los hombres, en cambio, son atraídos por los salarios elevados y, en consecuencia, van hacia los países que disponen de un numerario abundante. Así, pues, los países pobres tienen la tendencia a despoblarse; la agricultura y la industria se deterioran y la miseria aumenta. Por el contrario, en los países ricos, la afluencia de mano de obra permite explotar nuevas riquezas, cuya venta aumenta en proporción la cantidad de metal que circula.
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En consecuencia, la política debe tratar de armonizar estos dos movimientos inversos de la población y del numerario. Es necesario que el número de los habitantes crezca poco a poco, pero sin detención, para que las manufacturas puedan encontrar siempre una mano de obra abundante; entonces los salarios no aumentarán más de prisa que las riquezas, ni los precios con ellos; y la balanza comercial podrá seguir siendo favorable: se reconoce aquí el fundamento de las tesis populacionistas.
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Pero, por otra parte, se necesita también que la cantidad de numerario tenga siempre un ligero aumento: es el único medio para que los productos de la tierra o de la industria sean bien retribuidos, para que los salarios sean suficientes, para que la población no sea miserable en medio de las riquezas que hace nacer: de allí todas las medidas para favorecer el comercio exterior y mantener una balanza positiva.

Lo que asegura el equilibrio
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impide las profundas oscilaciones entre la riqueza y la pobreza no es, pues, un cierto estatuto definitivamente adquirido, sino una composición —a la vez natural y concertada— de dos movimientos. Hay prosperidad en un Estado no cuando las especies son numerosas en él o los precios elevados, sino cuando las especies están en ese estadio de aumento —que es necesario prolongar indefinidamente— que permite sostener los salarios sin aumentar también los precios: entonces la población crece regularmente, su trabajo produce siempre de sobra y el aumento consecutivo de las especies, al repartirse (de acuerdo con la ley de representa- tividad) entre las riquezas poco numerosas, hace que los precios no aumenten con relación a los usuales en el extranjero. Sólo "con el aumento de la cantidad de oro y el alza de los precios resulta favorable a la industria el aumento de la cantidad de oro y plata. Una nación cuyo numerario está en vías de disminución es, en el momento de hacer la comparación, más débil y más miserable que otra qu
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e no posee más, pero cuyo numerario está en vías de crecimiento".
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Así se explica el desastre español: la posesión de minas había aumentado en efecto el numerario en forma tremenda —y, como consecuencia, los precios— sin que la industria, la agricultura y la población hubieran tenido tiempo, entre la causa y el efecto, de desarrollarse en proporción: era fatal que el oro americano se derramara por Europa, comprara mercaderías, hiciese crecer las manufacturas, enriqueciese la agricultura, dejando a España más miserable de lo que antes fuera. En cambio, Inglaterra, al atraer el metal, lo hizo siempre para hacer progresar el trabajo y no sólo el lujo de sus habitantes, es decir, para aumentar, antes de cualquier alza de precios, el número de sus obreros y la cantidad de sus productos.
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Tales análisis son importantes porque introducen la noción de progreso en el orden de la actividad humana. Pero más aún porque afectan el juego de signos y de representaciones de un índice temporal que define la condición de posibilidad del progreso, índice que no se encuentra en ninguna otra región de la teoría del orden. En efecto, la moneda, tal como la concibe el pensamiento clásico, no puede representar la riqueza sin que este poder no se encuentre modificado, desde el interior, por el tiempo —sea que un ciclo espontáneo aumente, después de haberla disminuido, su capacidad de representar las riquezas, sea que un político mantenga, a base de esfuerzos concertados, la constancia de su representatividad. En el orden de la historia natural, los
caracteres
(los haces de identidades elegidas para representar y distinguir muchas especies o muchos géneros) se alojan en el interior del espacio continuo de la naturaleza que recortan en un cuadro taxinómico; el tiempo sólo interviene desde el exterior, para trastornar la continuidad de las diferencias más pequeñas y dispersarlas de acuerdo con los lugares desmenuzados de la geografía. Aquí, por el contrario, el tiempo pertenece a la ley interior de las representaciones, forma un cuerpo con ella; sigue y altera sin interrupción el poder que detentan las riquezas de representarse a sí mismas y de analizarse en un sistema monetario. Allí donde la historia natural descubre niveles de identidades separadas por diferencias, el análisis de las riquezas descubre "diferenciales" —tendencias al crecimiento y a la disminución.

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