—Considero tu caso tan importante para el futuro de la República, Cayo Rabirio, que te defenderé gratis.
—Pues eso es lo menos que deberías hacer.
Y ésa fue toda la gratitud que mostró por obtener gratis los servicios del mejor abogado de Roma. Cicerón tragó saliva.
—Como todos mis compañeros senadores, Cayo Rabirio, hace años que te conozco, pero no sé gran cosa de ti aparte de… —se aclaró la garganta—, ejem… de lo que podríamos llamar las habladurías que circulan por ahí. Necesitaré hacerte algunas preguntas ahora con el fin de preparar mi discurso.
—No te darán ninguna respuesta, así que ahórrate la saliva. Invéntatelo.
—¿Basándome en las habladurías?
—¿Como esa que dice que yo estuve implicado en las actividades de Opiánico, quieres decir? Tú defendiste a Cluencio.
—Pero nunca te mencioné a ti, Cayo Rabirio.
—Estuvo bien que no lo hicieras. Opiánico murió mucho antes de que se juzgase a Cluencio, ¿cómo iba nadie a conocer la verdadera historia? Tú tejiste un precioso bordado de mentiras, Cicerón, y precisamente por eso no me importa que dirijas mi defensa. ¡No, no, no me importa en absoluto! Lograste dar a entender que Opiánico asesinó a un número mayor de parientes de los que ha asesinado Catilina. ¡Todo sea por el triunfo! Sin embargo, Opiánico no tenía paredes de oro en su casa. Interesante, ¿eh?
—No sabría decirlo —repuso Cicerón con voz débil—. Nunca vi su casa.
—Yo poseo media Apulia y soy un hombre duro, pero no merezco ser enviado al exilio por algo en lo que me metieron Sila y otros cincuenta individuos. Peces mucho más gordos que yo estuvieron en el tejado de la Curia Hostilia. Muchos nombres, como Servilio Cepión y Cecilio Metelo, pertenecían al banco delantero del Senado, o formarían parte de él en el futuro.
—Sí, ya me doy cuenta de eso.
—Tienes que hablar en último lugar, antes de que el jurado emita su votación.
—Siempre lo hago. Había pensado que primero hablase Lucio Cotta, luego Quinto Hortensio y por último yo.
El viejo se espantó, ofendido:
—¿Sólo tres? —preguntó con una exclamación ahogada—. ¡Oh, no, ni hablar! Quieres quedarte con toda la gloria, ¿eh? Quiero siete abogados defensores. Siete es mi número de la suerte.
—El juez de tu caso será Cayo César, y él dice que según el formato de Glaucia hay una
actio
solamente: no hay testigos dispuestos a presentarse a declarar, así que de nada sirve que haya dos
actiones
—le dijo Cicerón, quien le hablaba despacio y con claridad—. César concederá una duración de dos horas para la acusación y tres horas para la defensa. ¡Pero si han de hablar siete abogados, cada uno de nosotros apenas habrá tenido tiempo de coger el hilo y entrar al ataque cuando sea hora de acabar!
—Es más probable que al disponer de menos tiempo nuestra defensa sea más aguda —dijo obstinadamente Cayo Rabirio—. ¡Ese es el problema con todos los tipos que, como vosotros, queréis ser la estrella siempre que podéis! Os encanta oír el sonido de vuestra propia voz. Dos tercios de las palabras que soltáis sería mejor que no se pronunciasen; y eso va también por ti, Marco Cicerón. Paja, y nada más que paja.
«¡Quiero marcharme de aquí! —pensó Cicerón frenético—. ¡Me dan ganas de escupirle en el ojo y decirle que se vaya a contratar a Apolo para que lo defienda! ¿Por qué se me ocurriría meterle la idea en la cabeza a César al utilizar a este horrible viejo
mentula
como ejemplo?»
—¡Cayo Rabirio, por favor, reconsidéralo!
—No quiero. ¡De ninguna manera, así que ahí tienes! Me defenderéis Lucio Luceyo y el joven Curión, Emilio Paulo, Publio Clodio, Lucio Cotta, Quinto Hortensio y tú. Lo tomas o lo dejas, Marco Cicerón, pero así es como lo quiero. Siete es mi número de la suerte. Todo el mundo dice que estoy perdido, pero yo sé que no será así si mi equipo de defensores está formado por siete abogados. —Se puso a bufar de risa—. ¡Y sería mejor aún si cada uno de vosotros sólo hablase durante la séptima parte de una hora! ¡Ji, ji, ji!
Cicerón se levantó y se marchó sin pronunciar palabra.
Pero, desde luego, siete era su número de la suerte. A César le favorecía ser el
iudex
perfecto, muy escrupuloso en que no hubiera ningún defecto en el cumplimiento de las disposiciones de Glaucio en lo referente a la defensa. Les concedió sus tres horas para hablar; Luceyo y el joven Curión sacrificaron noblemente la parte de tiempo que les correspondía para permitir que Hortensio y Cicerón dispusieran de media hora completa cada uno. Pero el primer día el juicio empezó tarde y acabó temprano, lo cual permitió que Hortensio y Cicerón concluyeran la defensa de Cayo Rabirio el noveno día de aquel horrible diciembre, el último día del cargo de Tito Labieno como tribuno de la plebe.
Las reuniones que se celebraban en las Centurias estaban a merced del tiempo, pues no había ninguna clase de estructura con techo que protegiera a los
quirites
del sol, de la lluvia o del viento. El sol era con mucho lo más insoportable, pero en diciembre, aunque de hecho la estación fuera aún el verano, un día bueno podía ser bastante tolerable. El aplazamiento quedaba a criterio del magistrado que presidiera; algunos insistían en celebrar las elecciones —los juicios en las Centurias eran muy poco frecuentes— por mucho que lloviera a cántaros, lo cual hubiera podido ser el motivo por el que Sila había trasladado el mes electoral de noviembre, que era más propenso a ser lluvioso, a julio, y con ello al pleno calor del verano, que tradicionalmente era seco.
Los dos días en que se celebró el juicio de Cayo Rabirio resultaron ser perfectos: un cielo claro y soleado y una brisa ligeramente fría. Lo cual debería haber predispuesto al jurado, formado por cuatro mil hombres, a ser caritativo. Especialmente dado que el apelante era un sujeto digno de lástima, allí de pie, acurrucado dentro de la toga en maravillosa imitación de una trémola parálisis, con ambas manos semejantes a garras aferradas con fuerza a un soporte que uno de los lictores había improvisado para él. Pero la disposición de ánimo del jurado fue un mal presagio desde el comienzo, y Tito Labieno estuvo realmente brillante al exponer él solo el caso durante las dos horas que le fueron asignadas, exposición que complementó con actores que llevaban puestas las máscaras de Saturnino y Quinto Labieno, y con sus dos primos sentados a la vista de todo el mundo llorando todo el tiempo de manera ruidosa. También hubo muchas voces que cuchichearon entre la apretada multitud y les recordaron constantemente a la primera y a la segunda clase que el derecho a juicio estaba en peligro, que si declaraban culpable a Rabirio, eso les enseñaría a Cicerón y a Catón a andar con cautela en el futuro, y les servía de ejemplo a los cuerpos colectivos de hombres, como el Senado, a atenerse a los asuntos financieros, a las disputas y a los asuntos extranjeros.
La defensa peleó duramente, pero no tuvo dificultades para ver que el jurado no estaba dispuesto a escuchar, y no digamos a llorar, ante la vista del pobre viejo Cayo Rabirio agarrado a un palo. Cuando el proceso comenzó a la hora exacta al día siguiente, Hortensio y Cicerón sabían que tendrían que dar lo mejor de sí mismos si querían que Rabirio fuera exonerado. Desgraciadamente, ninguno de los dos hombres estaba aquel día en su mejor forma. La gota, que atormentaba a buena parte de aquellos individuos amantes de la vida placentera, adictos a los placeres de la buena mesa y del jarro de vino, se negaba a dejar en paz a Hortensio; además se había visto forzado a terminar el viaje desde Miseno a un paso que no resultó en nada beneficioso para el bienestar de aquel exquisitamente doloroso dedo gordo del pie. Habló durante la media hora que le correspondió sin moverse del mismo lugar y apoyado siempre en el bastón, lo cual no favoreció en absoluto su oratoria. Después de lo cual Cicerón pronunció uno de los discursos menos firmes de toda su carrera, constreñido por el límite de tiempo y porque era consciente de que lo que dijera, por lo menos una buena parte, tendría que estar dedicado a defender su propia reputación más que la de Rabirio de un modo cuidadosamente ingenioso.
Y así, aún quedaba la mayor parte del día cuando César echó a suertes qué Centuria de Juniors de la primera clase tendría la prerrogativa de votar en primer lugar; sólo las treinta y una tribus rurales podían participar en aquel sorteo, y cualquiera que fuera la tribu que saliera agraciada, era a ésta a la que se llamaba a votar antes de que empezase la rutina normal. Toda actividad quedaba entonces suspendida hasta que se contasen los votos de esa Centuria que tenía la
praerogativa
y se anunciase el resultado a la Asamblea, que permanecía a la espera. La tradición decía que fuera cual fuese el resultado de la votación de los Juniors de la tribu rural elegida reflejaría el resultado de la votación general. O del juicio. Por lo tanto, todo dependía en gran parte de la tribu a la que le tocara en suerte votar en primer lugar y sentar el precedente. Si se trataba de la tribu de Cicerón, la Cornelia, o de la tribu de Catón, la Papiria, habría problemas seguro.
—
¡Clustumina iuniorum¡
Los Juniors de la
tribus Clustumina
.
La tribu de Pompeyo el Grande, un buen presagio, pensó César al abandonar el tribunal para entrar en los
saepta
y ocupar su puesto al final del puente que había a mano derecha y que comunicaba a los votantes con los cestos donde eran depositadas las tablillas de madera cubierta de cera.
Apodados el redil por su fuerte parecido con la estructura que los granjeros usaban para reunir las ovejas y marcarlas, los
saepta
eran un laberinto sin techo de empalizadas y pasillos de madera portátiles que se movían según conviniera a las funciones de una Asamblea concreta. Las Centurias siempre votaban en los
saepta
, y a veces las tribus celebraban también allí sus elecciones, si al magistrado que presidía le parecía que el Foso de los Comicios era demasiado pequeño para el número de votantes y le desagradaba utilizar el templo de Cástor.
«Y aquí me acerco a mi destino —pensó César con sobriedad mientras se acercaba a la entrada de aquel extraño complejo—. El veredicto irá según el resultado de la votación de los Juniors de Clustumina, lo noto en mis propios huesos. LIBERO para el perdón, DAMNO para declararlo culpable. DAMNO, tiene que ser DAMNO»
En aquel momento crucial se encontró con Craso, que andaba por allí, junto a la entrada, con aspecto menos impasible de lo que era habitual en él. ¡Buena señal! Si aquel asunto no conmovía al inconmovible Craso, entonces seguramente fracasaría en su propósito. Pero estaba afectado, claramente afectado.
—Algún día —dijo Craso cuando César se detuvo—, seguramente algún pastor paleto con una vara para teñir en la mano me estampará una mancha de color vermellón en la toga y me dirá que no puedo votar por segunda vez si lo intento. Ellos marcan las ovejas, ¿por qué no marcar romanos?
—¿Eso es lo que estabas pensando?
Un diminuto espasmo pasó por el rostro de Craso, una indicación de sorpresa.
—Sí, pero luego decidí que marcarnos no era propio de romanos.
—Tienes toda la razón —le dijo César, que necesitó ejercitar absolutamente toda su voluntad para no echarse a reír—, aunque eso quizá impidiera que las tribus votaran varias veces, sobre todo esos granujas urbanos de la Esquilina y la Suburana.
—¿Y eso qué más da? —preguntó Craso aburrido—. Ovejas, César, ovejas. Los votantes son ovejas. ¡Beeee!
César entró rápidamente, muerto de ganas de reírse. ¡Aquello le enseñaría a creer que los hombres —incluso sus amigos íntimos, como Craso— apreciaban la solemnidad de la ocasión!
El veredicto de los Juniors de la Clustumina fue DAMNO, y la tradición indicaba que tenían razón cuando, de dos en dos, las Centurias desfilaron por los pasillos que quedaban entre las empalizadas, por encima de los dos puentes, para depositar las tablillas que llevaban escrita la letra. El socio de César en el escrutinio fue su
custos
, Metelo Celer; cuando ambos hombres estuvieron seguros de que el veredicto final sería DAMNO, Celer le cedió el puente a Cosconio y se marchó.
Siguió una peligrosa larga espera: ¿se le habría olvidado a Celer lo del espejo, se habría ocultado el sol tras una nube, se habría quedado traspuesto el cómplice que había puesto en la colina del Janículo? ¡Vamos, Celer, date prisa!
—iA LAS ARMAS! ¡A LAS ARMAS! ¡LOS INVASORES SE NOS VIENEN ENCIMA! ¡A LAS ARMAS! ¡A LAS ARMAS! ¡LOS INVASORES SE NOS VIENEN ENCIMA! ¡A LAS ARMAS! ¡A LAS ARMAS!
Justo a tiempo.
El juicio y la apelación del viejo Cayo Rabirio acabó en una enloquecida estampida de votantes que huían a refugiarse tras las murallas Servias, para allí armarse y dispersarse en Centurias militares hacia los lugares donde el deber los llamaba.
Pero Catilina y su ejército no llegaron nunca.
Si Cicerón regresó caminando al Palatino en lugar de ir corriendo, tenía excusa para hacerlo. Hortensio se había marchado en el momento en que terminó de pronunciar su discurso, lo llevaron quejumbroso hasta su litera; pero el orgullo le prohibía disfrutar de aquel lujo a Cicerón, menos seguro y de muy inferior cuna. Con el rostro muy serio, esperó a que votase su centuria, con la tablilla que tenía en la mano marcada con una firme L de LIBERO. ¡No había demasiados votantes aquel terrible día que llevaran la L! Ni siquiera pudo convencer a los miembros de su propia Centuria para que votasen la absolución. Y se vio obligado, con el rostro muy serio, a presenciar la opinión de los hombres de la primera clase: que hubieran pasado treinta y siete años no era suficiente para impedir una condena.
El sonido del clarín llamando a las armas había estallado como un milagro para él, aunque, como todos los demás, casi tenía la certeza de que Catilina habría conseguido pasar por encima de los ejércitos dispuestos contra él en el campo de batalla y se habría lanzado sobre Roma. A pesar de lo cual anduvo despacio y pesadamente. De pronto la muerte se le antojaba preferible al destino que ahora comprendía que César le tenía reservado. Algún día, cuando César o algún secuaz suyo tribuno de la plebe estimasen que era el momento oportuno, Marco Tulio Cicerón tendría que estar de pie donde aquel día había estado Cayo Rabirio, acusado de traición; lo mejor que podía esperar era que fuera por
maiestas
, y no por
perduellio
. Ello suponía el exilio y la confiscación de todos sus bienes, que su nombre fuera borrado de la lista de ciudadanos romanos, y que su hijo y su hija quedaran marcados como miembros de una familia que ha perdido el lustre. El había perdido algo más que una batalla; había perdido la guerra. Él era Carbón, no Escipión.