Como era natural, la mayoría de la gente quería creerlo, sobre todo porque resultaba deliciosamente espantoso, pero también porque los Claudios/Clodios Pulcher eran una pandilla de extravagantes, brillantes, impredecibles y excéntricos. ¡Lo habían sido durante generaciones! Patricios, no había más que decir.
El pobre Apio Claudio se lo tomó muy mal, pero tenía suficiente sentido común como para ponerse belicoso por ello; su mejor defensa consistió en acechar por el Foro con cara de que lo último de lo que quería hablar en el mundo era de incesto, y la gente cogía la indirecta. Rex había permanecido en el Este como uno de los legados
senior
de Pompeyo, pero Claudia, su esposa, adoptó la misma actitud que su hermano mayor, Apio. El mediano de los tres hermanos varones, Cayo Claudio, era bastante mediocre desde el punto de vista intelectual para ser un Claudio, y por ello no era considerado un blanco que valiera la pena por los chistosos del Foro. Por suerte el marido de Clodia, Celer, también se encontraba ausente, pues estaba destinado en el Este, como lo estaba su hermano, Nepote; ellos se habrían sentido más violentos y les habrían hecho algunas preguntas difíciles de contestar. Tal como fueron las cosas, los tres culpados iban por ahí con cara de inocentes e indignados, y se revolcaban de risa por el suelo cuando no había ningún extraño presente. ¡Qué magnífico escándalo!
No obstante, fue Cicerón quien tuvo la última palabra.
—El incesto es un juego al que puede jugar toda la familia-sentenció con aire grave ante una gran multitud de asiduos del Foro. Clodio había de lamentar aquella imprudencia suya cuando por fin llegó el juicio de Catilina, porque muchos miembros del jurado lo miraron con recelo y permitieron que sus dudas influyeran en el veredicto. Fue una dúra y amarga batalla que Clodio, por su parte, libró con valentía; había seguido muy en serio el consejo de Cicerón acerca de la desnudez de sus prejuicios y su malicia, y llevó a cabo la acusación con habilidad. Que él perdiera y Catilina fuera absuelto no podía atribuirse siquiera a algún soborno, y él había aprendido lo suficiente como para no dar a entender que había habido soborno cuando triunfó el veredicto de ABSOLVO. Llegó a la conclusión de que era justo lo que había caído en suerte, en parte también debido a la calidad de la defensa, que había sido formidable.
—Lo has hecho muy bien, Clodio —le dijo César después—. No ha sido culpa tuya que hayas perdido. Incluso los
tribuni aerarii
de aquel jurado eran tan conservadores que hacían que Catulo pareciera un radical. —Se encogió de hombros—. Era imposible que vencieras con Torcuato al frente de la defensa, sobre todo después del rumor que ha corrido de que Catilina había planeado asesinarlo el pasado día de año nuevo. Defender a Catilina ha sido el modo de decir de Torcuato que había decidido no hacer caso de ese rumor, y el jurado estaba impresionado. Aun así, tú lo has hecho muy bien. Has presentado el caso de forma impecable.
A Publio Clodio más bien le caía simpático César, pues reconocía en él otro espíritu inquieto, y envidiaba aquel control de sí mismo del que Clodio carecía. Cuando llegó el veredicto había sentido tentaciones de ponerse a chillar, a aullar y a llorar. Pero entonces sus ojos se posaron en César y en Cicerón, que estaban de pie juntos, mirando, y algo que vio en el rostro de aquellos hombres le conminó a callarse. Obtendría su venganza, pero no aquel día. Comportarse como un mal perdedor no podía beneficiar a nadie excepto a Catilina.
—Por lo menos ya es demasiado tarde para que se presente como candidato al consulado —le dijo Clodio a César dejando escapar un suspiro—, y eso, en parte, ya es una victoria.
—Sí, tendrá que esperar otro año.
Subieron por la vía Sacra hacia la posada que había en la esquina del Clivus Orbius, con la imponente fachada del arco de Fabio Alobrógico, que atravesaba la vía Sacra, llenándoles la vista. César iba de camino a su casa y Clodio se dirigía a la posada en sí, donde se alojaban sus clientes de Africa.
—Conocí a un amigo tuyo en Tigranocerta —le comentó Clodio.
—Oh, dioses. ¿Quién podría ser?
—Un centurión llamado Marco Silio.
—¿Silio? ¿Silio de Mitilene? ¿Un fimbriano?
—El mismo. Te admira mucho.
—La admiración es mutua. Es un buen hombre. Por lo menos ahora ya puede volver a casa.
—Por lo visto no, César. Hace poco he recibido una carta de él escrita desde Galacia. Los fimbrianos han decidido alistarse con Pompeyo.
—Ya me extrañaba a mí. Esos viejos soldados lloraban mucho por volver al hogar, pero cuando se presenta una buena campaña, el hogar, en cierto modo, pierde todo su encanto. —César extendió la mano y esbozó una sonrisa—.
Ave
, Publio Clodio. Tengo intención de seguir tu carrera con interés.
Clodio se quedó algún rato a la puerta de la posada, mirando fijamente al vacío. Cuando por fin entró, parecía el prefecto de su escuela, erguido, revestido de honor, incorruptible.
DE ENERO DEL 65 A. J.C.
HASTA OUINTILIS DEL 63 A. J.C.
Marco Licinio Craso ahora era tan rico que habían optado por llamarle por un segundo
cognomen
, Dives, que significaba fabulosamente rico. Y cuando junto con Quinto Lutacio Catulo fue elegido censor, no faltaba nada en su carrera excepto una campaña militar grande y gloriosa. Oh, él había derrotado a Espartaco y se había ganado una ovación por ello, pero seis meses en el campo contra un gladiador cuyo ejército estaba lleno de esclavos más bien le quitaron lustre a la victoria. El andaba detrás de algo más bien en la línea de Pompeyo el Grande, el salvador de su país, esa clase de campaña y esa clase de reputación. ¡Duele que a uno lo eclipse un advenedizo!
Tampoco es que Catulo fuera un colega amigable en el cargo de censor, por motivos que se le escapaban al desconcertado Craso.
Ningún Licinio Craso había sido nunca tildado de demagogo ni de ningún otro tipo de político radical, de manera que ¿de qué diantres hablaba Catulo?
—Es tu dinero —le dijo César, a quien Craso le había dirigido esta displicente pregunta—. Catulo forma parte de los
boni
, no aprueba que los senadores lleven a cabo actividades comerciales. Le encantaría verse a sí mismo formando tándem con otro censor y estar ambos muy atareados investigándote. Pero como tú eres su colega, no puede hacer eso, ¿verdad?
—¡Perdería el tiempo si lo intentase! —dijo Craso con indignación—. ¡Yo no hago nada que no hagan al menos la mitad de los senadores! Gano dinero porque poseo propiedades, cosa que entra dentro de la competencia de todo Senado y de cualquier senador. Confieso que tengo participaciones en unas cuantas compañías, pero no estoy en ningún consejo de dirección, no tengo voto para decidir cómo ha de llevar sus asuntos una compañía. Simplemente aporto capital. ¡Eso es una conducta intachable!
—Ya me doy cuenta de todo eso —le dijo César con paciencia—, y también se da cuenta nuestro querido Catulo. Deja que te lo repita: es tu dinero. He ahí al viejo Catulo esforzándose sin parar para pagar la reconstrucción del templo de Júpiter Óptimo Máximo, y no consigue incrementar la fortuna de la familia porque cada sestercio que le sobra tiene que invertirlo en Júpiter Optimo Máximo. Y mientras tanto tú no dejas de ganar dinero. Está celoso.
—¡Entonces que se guarde los celos para los hombres que se lo merecen! —gruñó Craso sin calmarse en absoluto.
Desde que abandonó el consulado que había compartido con Pompeyo el Grande, Craso se había embarcado en una nueva clase de negocio, uno en el que había sido pionero cuarenta años antes Servilio Cepión. A saber, la fabricación de armas y equipamientos para las legiones romanas en una serie de municipios al norte del río Po, en la Galia Cisalpina. Fue su buen amigo Lucio Calpurnio Pisón, que hacía acopio de armamento para Roma durante la guerra italiana, quien había llamado la atención de Craso sobre aquello. Lucio Pisón había reconocido el potencial encerrado en aquella nueva industria, y la había adoptado con tanto entusiasmo que logró hacer una gran cantidad de dinero. Había, desde luego, lazos que le unían a la Galia Cisalpina, pues su madre había sido una Calvencia que procedía de allí. Y cuando Lucio Pisón murió, su hijo, otro Lucio Pisón, continuó dedicándose a aquella actividad y cultivando la cálida amistad de Craso, quien finalmente se había convencido de las ventajas de tener ciudades enteras dedicadas a la fabricación de cota de malla, espadas, jabalinas, cascos y dagas; y además era correcto desde el punto de vista senatorial.
Como censor, Craso ahora se hallaba en posición de ayudar a su amigo Lucio Pisón así como al joven Quinto Servilio Cepión Bruto, el heredero de las fábricas que los Serviliós Cepiones tenían en Feltria, Cardianum y Bellunum. Hacía tanto tiempo que la Galia Cisalpina del otro lado del Po pertenecía a Roma que sus ciudadanos, muchos de ellos galos, pero muchos más de linaje mezclado debido a los matrimonios entre distintos pueblos, habían llegado a albergar un gran resentimiento porque aún se les seguía negando la ciudadanía. Hacía sólo tres años que había habido levantamientos, acallados después de la visita de César a su regreso de Hispania. Y Craso comprendió con toda claridad cuál era su deber una vez que se vio convertido en censor y se hizo cargo de los archivos de ciudadanos romanos: ayudaría a sus amigos Lucio Pisón y Cepión Bruto y se haría con una enorme clientela concediendo plena ciudadanía romana a todo el mundo que habitaba el extremo más lejano del Po, en la Galia Cisalpina. Todos los habitantes al sur del Po tenían plena ciudadanía. ¡No parecía justo denegársela a personas de la misma sangre sólo porque estuvieran al lado equivocado de un río!
Pero cuando anunció su intención de conceder el derecho al voto a toda la Galia Cisalpina, su colega censor, Catulo, pareció volverse loco. ¡No, no, no! ¡Nunca, nunca, nunca! ¡La ciudadanía romana era para los romanos, y los galos no eran romanos! Ya había demasiados galos que se llamaban a sí mismos romanos, como Pompeyo el Grande y sus secuaces picentinos.
—El mismo viejo argumento de siempre —dijo César con repugnancia—. La ciudadanía romana debe ser para los romanos solamente. ¿Por qué no pueden entender esos
boni
idiotas que todos los pueblos de Italia, estén donde estén, son romanos? ¿Que la propia Roma es en realidad Italia?
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Craso—, pero Catulo no.