Cicerón cedió y prestó declaración, destruyendo así la coartada de Clodio. Y aunque el dinero de Fulvia compró al jurado —que lo absolvió por treinta y un votos contra veinticinco—, Clodio no había perdonado ni olvidado. Además, cuando Clodio, inmediatamente después, ocupó su asiento en el Senado e intentó hacerse el gracioso a expensas de Cicerón, la lengua revoltosa de Cicerón había cubierto a éste de gloria y a Clodio de ridículo: un nuevo rencor que Clodio albergaba.
Al principio del año en curso el tribuno de la plebe Cayo Herenio —era picentino, así que, ¿estaría actuando según órdenes de Pompeyo?— había empezado a iniciar acciones para que la situación de Clodio cambiase de patricio a plebeyo a través de una ley especial en la Asamblea Plebeya. El marido de Clodia, Metelo Celer, había contemplado aquello con cierta diversión, y no había hecho nada para revocarlo. Ahora se le oía decir a Clodio por todas partes que en el momento en que Celer abriese la barraca para las inscripciones de las elecciones de la plebe, él se presentaría a solicitar que se le permitiera presentarse candidato a tribuno de la plebe. Y que una vez que tuviera el cargo haría procesar a Cicerón por ejecutar a ciudadanos romanos sin juicio. Cicerón estaba aterrorizado, y no se avergonzó de decírselo a Ático, a quien le rogó que utilizase la influencia que tenía sobre Clodia e hiciera que ésta convenciera a su hermano pequeño para que desistiera. Ático se negó, y se limitó a decirle que nadie podía controlar a Publio Clodio cuando le daba por llevar a cabo una de sus venganzas. Y Cicerón era la persona que había elegido en aquel momento para vengarse.
A pesar de lo cual, los encuentros fortuitos se producían. Si a un candidato a cónsul no le estaba permitido ofrecer espectáculos de gladiadores en su propio nombre y con su propio dinero, no había nada que impidiera que otra persona ofreciera un grandioso espectáculo en el Foro en honor del
tata
o del
avus
del candidato, siempre que ese
tata
o ese
avus
fuera también antepasado o pariente del que daba el espectáculo. Por lo tanto, nada menos que Metelo Celer, el cónsul
senior
, iba a celebrar unos juegos de gladiadores en honor de un antepasado común de Bíbulo y de él.
Clodio y Cicerón iban ambos dándole escolta a Luceyo mientras éste avanzaba por el Foro inferior lanzado poderosamente a hacer propaganda electoral, y se encontraron juntos debido a ciertos movimientos de los que iban rodeando a César, que se encontraba a su vez haciéndose propaganda electoral allí cerca. Y como no había más remedio que poner buena cara y comportarse agradablemente el uno con el otro, Cicerón y Clodio se pusieron a ello.
—He oído decir que ofreciste juegos de gladiadores a tu regreso de Sicilia —le dijo Clodio a Cicerón, cuya cara morena más bien encantadora se transfiguró con una gran sonrisa—. ¿Es cierto eso, Marco Tulio?
—Pues sí, así fue, en realidad —dijo animadamente Cicerón.
—¿Y reservaste sitio en los asientos de honor para tus clientes sicilianos?
—Esto… no —dijo Cicerón, que se ruborizó. ¿Cómo explicar que habían sido unos juegos modestísimos, con tan pocos asientos que no eran suficientes ni para sus clientes romanos?
—Bueno, pues yo pienso sentar a mis clientes sicilianos. El único problema es que mi cuñado Celer no coopera.
—¿Y por qué no se lo pides a tu hermana Clodia? Ella debe de tener asientos de sobra a su disposición, seguro. Es la esposa del cónsul.
—¿Clodia? —El hermano de ésta se encabritó; levantó tanto la voz que atrajo la atención de aquellos que estaban cerca y no se encontraban ya escuchando a los dos enemigos declarados que se comportaban con gran simpatía el uno con el otro—. ¿Clodia? ¡No me cedería ni una pulgada!
Cicerón emitió una risita.
—Bueno, ¿y por qué iba Clodia a darte a ti una pulgada cuando, según tengo entendido, tú le das a ella seis de las tuyas de vez en cuando?
¡Oh, buena la había hecho esta vez! ¿Por qué sería aquella lengua suya tan traicionera? Todo el Foro inferior se revolcó de pronto por el suelo en incontrolado paroxismo de carcajadas, César el primero, mientras Clodio se quedó de piedra y Cicerón sucumbía a la delicia de su propia ocurrencia incluso siendo presa de un pánico que le producía diarrea.
—¡Me las pagarás! —le dijo Clodio en un susurro; recogió lo poco que quedaba de su dignidad y se marchó a grandes zancadas, con Fulvia del brazo, cuyo rostro se había convertido en todo un tratado de rabia.
—¡Sí! —chilló ésta—. ¡Esto lo pagarás, Cicerón! ¡Algún día haré una pandereta con tu lengua!
Humillación insoportable para Clodio, que había de descubrir que junio no era su mes de la suerte. Cuando su cuñado Celer abrió la barraca a los candidatos plebeyos y Clodio inscribió su nombre como candidato para el tribunato de la plebe, Celer lo rechazó.
—Tú eres patricio, Publio Clodio.
—¡Yo no soy patricio! —dijo Clodio apretando los puños—. Cayo Herenio consiguió una ley especial en la plebe que me quitaba la condición de patricio.
—Cayo Herenio no conocería la ley ni aunque cayera de bruces sobre ella —le dijo tranquilamente Celer—. ¿Cómo va a poder despojarte la plebe de tu condición de patricio? No es prerrogativa de la plebe decir nada acerca del patriciado. Y ahora márchate, Clodio, me estás haciendo perder el tiempo. Si quieres ser plebeyo, hazlo como es debido: haz que te adopte un plebeyo.
Y Clodio se marchó echando humo. ¡Oh, cómo iba creciendo aquella lista! Ahora Celer ocupaba en ella un lugar preeminente.
Pero la venganza podía esperar. Primero tenía que encontrar a un plebeyo dispuesto a adoptarlo, puesto que ésa era la única manera de hacerlo.
Le pidió a Marco Antonio que fuera su padre, pero lo único que hizo Antonio fue rugir de risa.
—No necesito el millón que tendría que cobrarte por ello, Clodio, no ahora que estoy casado con Fadia y su
tata
tiene en camino un nieto que es un Antonio.
Curión se ofendió.
—¡Tonterías, Clodio! Si piensas que voy a ir por ahí llamándote hijo mío, ya puedes quitártelo de la cabeza. Yo parecería más tonto de lo que estoy intentando que parezca César.
—¿Y por qué intentas hacer quedar como tonto a César? —le preguntó Clodio, a quien se le había despertado la curiosidad—. A mí me gustaría mucho más que hasta el último miembro del club de Clodio lo apoyase. —Estoy aburrido —dijo brevemente Curión—, y verdaderamente me gustaría verle perder los estribos; dicen que infunde pavor.
Y tampoco Décimo Bruto estuvo dispuesto a complacerle.
—Mi madre me mataría, si es que no me mataba mi padre antes —le dijo—. Lo siento, Clodio.
E incluso Publícola lo rechazó.
—¿Que tú me llames
tata
? ¡No, Clodio, ni hablar!
Y esto, naturalmente, había sido el motivo por el cual Clodio había preferido pagarle a Herenio parte de la ilimitada provisión de dinero de Fulvia para que solicitase aquella ley en la plebe. No se le había ocurrido que lo adoptasen; era demasiado ridículo.
Entonces Fulvia tuvo una inspiración.
—Deja de buscar ayuda entre tus iguales —le dijo—. Los recuerdos duran mucho en el Foro, y todos ellos lo saben. No van a hacer algo que provoque que después se rían de ellos. Así que busca a algún tonto.
¡Bueno, de ésos había muchísimos a su disposición! Clodio se sentó a pensar y de pronto encontró el rostro ideal flotando delante de sus ojos. ¡Publio Fonteyo! Un hombre que se moría de ganas de entrar en el club de Clodio, pero al que constantemente se rechazaba. Rico sí; que se lo mereciera, no. Tenía diecinueve años, no tenía
paterfamilias
que se lo impidiera y era tan inteligente como un pedazo de madera.
—¡Oh, Publio Clodio, qué honor! —exclamó Fonteyo cuando se lo propuso Clodio—. ¡Sí, por favor!
—Naturalmente, has de comprender que no puedo reconocerte como mi
paterfamilias
, lo cual significa que cuando la adopción esté formalizada, tú tendrás que liberarme de tu autoridad. Es muy importante para mí conservar mi propio nombre, compréndelo.
—¡Claro, claro! Haré todo lo que tú quieras.
Y Clodio se fue a ver a César, el pontífice máximo.
—He encontrado a una persona dispuesta a adoptarme para que yo pertenezca a la plebe —anunció sin mayor preámbulo—, así que necesito permiso de los sacerdotes y augures para obtener una
lex Curiata
. ¿Puedes conseguírmelo?
Aquel hermoso rostro, que quedaba considerablemente más arriba que el de Clodio, no cambió la expresión, suavemente inquisitiva, ni hubo la menor sombra de duda ni de desaprobación en aquellos ojos penetrantes de color pálido rodeados de tonos oscuros. La boca irónica no se inmutó. Y durante un buen rato César no dijo nada. Por fin habló:
—Sí, Publio Clodio, puedo conseguírtelo, pero me temo que no a tiempo para las elecciones de este año.
Clodio se puso blanco.
—¿Por qué no? ¡Si es muy simple! —¿Has olvidado que tu cuñado Celer es augur? Él ya rechazó tu solicitud para presentarte al tribunato.
—Oh.
—No te desanimes, lo conseguirás con el tiempo. El asunto puede esperar hasta que él se vaya a su provincia.
—¡Pero yo quería ser tribuno de la plebe este año!
—Ya lo comprendo. No obstante, no es posible. —César hizo una pausa—. Pero todo tiene un precio, Clodio —añadió con suavidad.
—¿Qué precio? —preguntó Clodio con recelo.
—Convence al joven Curión para que deje de ir por ahí parloteando de mí.
Clodio le tendió la mano rápidamente.
—¡Hecho! —dijo.
—¡Excelente!
—¿Estás seguro de que no quieres nada más, César?
—Sólo gratitud, Clodio. Yo creo que tú serás un espléndido tribuno de la plebe, porque eres lo bastante rufián como para darte cuenta del poder dentro de la ley.
Y César dio media vuelta con una sonrisa.
Naturalmente, Fulvia estaba esperando por allí cerca.
—No hay nada que hacer hasta que Celer se vaya a su provincia —le dijo Clodio.
Fulvia le rodeó la cintura con los brazos y lo besó con lascivia, lo que provocó que varios transeúntes que pasaban por allí se escandalizaran.
—Tiene razón —dijo—. ¡Me gusta mucho César, Publio Clodio! Siempre me recuerda a un animal salvaje que finge estar domado. ¡Qué buen demagogo sería!
Clodio experimentó un pinchazo de celos.
—¡Olvídate de César, mujer! —dijo con desprecio—. ¿Te acuerdas de mí, el hombre con quien estás casada? ¡Yo soy quien será un gran demagogo!
En las calendas de
quintilis
, nueve días antes de las elecciones curules, Metelo Celer llamó al Senado a sesión para debatir la asignación de las provincias consulares.
—Marco Calpurnio Bíbulo tiene una declaración que hacer —le dijo a la muy concurrida Cámara—, así que le concederé la palabra.
Rodeado de los
boni
, Bíbulo se levantó con un aspecto tan majestuoso y noble como su diminuto tamaño le permitía.
—Gracias, cónsul
senior
. Mis estimados colegas del Senado de Roma, quiero contaros una historia que hace referencia a mi buen amigo el caballero Publio Servilio, el cual no pertenece a la rama patricia de esa gran familia, pero comparte el linaje del noble Publio Servilio Vatia Isáurico. Ahora Publio Servilio tiene el censo de cuatrocientos mil sestercios, pero para estos ingresos se basa completamente en un viñedo más bien pequeño en el Ager Falernus. Un viñedo, padres conscriptos, que es tan famoso por la calidad del vino que produce que Publio. Servilio lo deja reposar durante años antes de vendérselo por un precio fabuloso a compradores de todo el mundo. Se dice que tanto el rey Tigranes como el rey Mitrídates lo compraban, mientras que el rey Fraates de los partos todavía lo compra. Quizás el rey Tigranes también lo siga comprando, dado que Cneo Pompeyo, equivocadamente llamado Magnus, tomó sobre su propia autoridad absolver a aquel real personaje de sus transgresiones, ¡en nombre de Roma!, e incluso le permitió conservar el volumen de sus ingresos.
Bíbulo hizo una pausa para mirar a su alrededor. Los senadores estaban muy callados, y ninguno de los de la parte de atrás estaba sesteando. Catulo tenía razón: cuéntales un cuento y todos permanecen despiertos para escuchar igual que los niños escuchan a la niñera. César estaba sentado muy erguido, como siempre, en su asiento, con una expresión en el rostro de estudioso interés, truco que él sabía utilizar mejor que nadie, diciéndoles a los que lo veían que estaba absolutamente aburrido, pero que era demasiado bien educado para demostrarlo.
—Muy bien, tenemos a Publio Servilio, el respetado caballero, en posesión de una viña pequeña pero extraordinariamente valiosa. Ayer completamente cualificado para el censo de cuatrocientos mil sestercios que le corresponde a un caballero completo. Hoy un hombre pobre. Pero, ¿cómo puede ser eso? ¿Cómo puede un hombre perder sus ingresos de forma tan súbita? ¿Estaba endeudado Publio Servilio? No, en absoluto. ¿Se murió? No, nada de eso. ¿Hubo una guerra en Campania de la que nadie nos ha hablado? No, en absoluto. ¿Un incendio, entonces? No, en absoluto. ¿Una sublevación de esclavos? No, en absoluto. ¿Quizás un trabajador de los viñedos negligente? No, en absoluto.
Ya los tenía interesados a todos, menos a César. Bíbulo sepuso de puntillas y levantó la voz.
—¡Yo puedo deciros cómo mi amigo Publio Servilio perdió sus únicos ingresos, colegas senadores! La respuesta está en un gran rebaño de ganado al que se conducía desde Lucania a… oh, ¿cuál es ese lugar maloliente de la costa adriática al final de la vía Flaminia? ¿Licenum? ¿Ficenum? Pic… Pic… ¡lo tengo en la punta de la lengua! ¡Picenum! Se conducía el ganado desde los extensos terrenos que Cneo Pompeyo, equivocadamente llamado Magnus, heredó de los Lucilios, hasta los terrenos aún más extensosque heredó de su padre, el Carnicero, en Picenum. Las reses son criaturas inútiles, realmente, a menos que uno se dedique al negocio de las armas o a hacer zapatos y recipientes para libros para ganarse la vida. ¡Nadie se come el ganado! Nadie bebe su leche ni hace queso con ella, aunque yo creo que los bárbaros del norte, de la Galia y de Germania, hacen con ella una cosa que llaman mantequilla, que untan con la misma generosidad sobre ese pan oscuro y tosco que comen, como sobre los ejes chirriantes de sus carretas. Bueno, no saben de otra cosa mejor, y viven en tierras demasiado frías e inclementes como para nutrir nuestros hermosos olivos. Pero nosotros, en esta cálida y fértil península, cultivamos el olivo así como la vid, los dos mejores dones que los dioses hicieron a los hombres. ¿Por qué habría nadie de necesitar criar ganado en Italia, y mucho menos hacerlo recorrer cientos de millas desde unos pastos a otros? ¡Es algo que sólo un rey de los armamentos o un zapatero remendón harían! ¿Cuál de las dos cosas suponéis que es Cneo Pompeyo, equivocadamente llamado Magnus? ¿Hace la guerra o hace zapatos? Pero claro, a lo mejor hace botas militares y de guerra. ¡Podría ser a la vez rey de los armamentos y zapatero remendón!