Las mujeres de César (104 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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Llevó algún tiempo instalar a Balbo en una de las habitaciones para invitados del piso de arriba, y más tiempo todavía saludar a su madre, a su hija y a las vestales. Pero por fin, no mucho antes de la cena, pudo cerrar la puerta del despacho al resto del mundo y quedarse solo para meditar.

El triunfo era cosa del pasado; no perdió mucho tiempo pensando en ello. Muchísimo más importante era decidir qué hacer a continuación… y adivinar qué pensarían hacer a continuación los
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. La veloz partida de Celer del Foro no le había pasado inadvertida, lo cual significaba sin duda que los
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en aquel momento estarían celebrando un consejo de guerra.

Era una gran lástima lo de Celer y Nepote. Ellos habían sido antes unos aliados excelentes. Pero, ¿por qué se habían metido en el problema de convertirse ahora en mortales antagonistas suyos? Pompeyo era el blanco al que ellos apuntaban, y tampoco tenían ninguna prueba verdadera de que César, una vez que fuera cónsul, pensase convertirse en la marioneta de Pompeyo. Era cierto que César siempre había hablado en favor de Pompeyo en la Cámara, pero nunca habían sido amigos íntimos, ni les unía ningún parentesco de sangre. Pompeyo no le había ofrecido a César ningún cargo como legado suyo mientras estuvo conquistando el Este; no existía ningún estado de atnicitia entre ellos. ¿Se habrían visto obligados los hermanos Metelo a hacer suyos todos los enemigos de los
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como precio por ser admitidos en sus filas? No era muy probable, dada la influencia que poseían los hermanos Metelo. No tenían necesidad de dar coba a los
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. Los
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hubieran acudido a ellos arrastrándose.

Lo más desconcertante de todo era aquel ataque absolutamente difamatorio de Nepote en la Cámara; aquello era indicio de un rencor colosal, de un odio muy personal. ¿Por qué? ¿Lo odiaban ya dos años atrás, cuando habían colaborado con él de un modo tan espléndido? Decididamente no. César no era Pompeyo, no era víctima de la clase de inseguridad que llevaba a Pompeyo a inquietarse por si la gente lo estimaba o lo despreciaba; ahora su sentido común le decía a César que hacía dos años aquel odio no existía. Entonces, ¿por qué se habían vuelto contra él los hermanos Metelo? ¿Por qué? ¿Mucia Tercia? ¡Sí, por todos los dioses, Mucia Tercia! ¿Qué les habría dicho ella a sus hermanos de madre para justificar su forma de obrar en ausencia de Pompeyo? Entregar su noble cuerpo a alguien como Tito Labieno no la habría dejado en buen lugar ante los ojos de los dos Cecilios Metelos más influyentes que quedaban vivos, y sin embargo ellos no sólo la habían perdonado, sino que habían salido en su defensa en contra de Pompeyo. ¿Le había echado ella la culpa a César, a quien conocía desde hacía veintiséis años, cuando ella se casó con el joven Mario? ¿Les habría dicho ella que César había sido su seductor? El rumor tenía que haber salido de alguna parte. ¿Qué mejor fuente que Mucia Tercia?

De manera que los hermanos Metelo eran ahora sus enconados enemigos. Bíbulo, Catón, Cayo Pisón, Ahenobarbo y una multitud de
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menos importantes, como Marco Favonio y Munacio Rufo, harían cualquier cosa menos asesinarlo con tal de hacerlo caer. Lo cual sólo dejaba a Cicerón. El mundo estaba ampliamente provisto de hombres que nunca podían tomar una decisión, flirteaban con este grupo, halagaban a aquel otro, y acababan por no tener ningún aliado y muy pocos amigos. Así era Cicerón. De qué parte estaría él en aquel momento era algo que cualquiera tendría que adivinar; probablemente ni el propio Cicerón lo sabía. En un momento dado adoraba a su queridísimo Pompeyo, y al momento siguiente odiaba todo lo que Pompeyo era o representaba. ¿Qué oportunidad tenía César, siendo amigo de Craso? Sí, César, abandona toda esperanza acerca de Cicerón…

Lo más sensato era formar una alianza política con Lucio Luceyo. César lo conocía bien porque habían trabajado en muchos juicios juntos, casi siempre con César en el estrado. Abogado brillante, orador espléndido y hombre inteligente que merecía ennoblecerse a sí mismo y ennoblecer a su familia. Luceyo y Pompeyo podían permitirse sobornar, y sin duda sobornarían. Pero, ¿daría resultado? Cuanto más pensaba César en aquello, menos confiado se sentía. ¡Ojalá el Gran Hombre tuviera seguidores en el Senado y en las Dieciocho! El problema era que no los tenía, particularmente en el Senado, un sorprendente estado de cosas que podía atribuirse directamente a su antiguo desprecio por la ley y por la constitución no escrita de Roma. Les había pasado por la nariz al Senado sus propios excrementos con el fin de obligarlos a que le permitieran presentarse a cónsul sin siquiera haber sido senador. Y ellos no lo habían ólvidado, ninguno de los padres conscriptos que hubiera pertenecido al Senado en aquella época lo había olvidado. Había sido en una época no muy lejana, en realidad. Una simple década. Los únicos partidarios senatoriales leales a Pompeyo eran sus paisanos picentinos como Petreyo, Afranio, Gabinio, Lolio, Labieno, Luceyo y Herenio, y ésos, precisamente, no tenían importancia. Entre todos no podían convencer a un senador de los bancos de atrás para que votase de determinada manera a menos que el senador de la parte de atrás fuera picentino. El dinero podía comprar algunos votos, pero la logística de distribuir bastante dinero entre los suficientes votantes derrotaría a Pompeyo y a Luceyo si los
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también decidían sobornar.

Por lo tanto los
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estarían sobornando. Oh, sí, decididamente. Y si Catón daba el visto bueno a los soborno, no habría manera de descubrirlo a menos que el propio César adoptase la táctica de Catón. Cosa que no haría. No por principios, sino simplemente por falta de tiempo y de saber a quién acudir para que actuase como informador. Para Catón aquello era un perfecto arte; llevaba años haciéndolo. Así que prepárate para la lucha, César, vas a tener a Bíbulo por colega
junior
, te guste o no…

¿Qué más podían hacer? Conseguir que a los cónsules del año siguiente se les negase después el acceso a las provincias. Y bien podía ser que lo lograsen. En aquel momento las dos Galias eran las provincias consulares que se asignaban a los cónsules, debido al malestar que existía en la provincia ulterior entre los alóbroges, los eduos y los secuanos. Las Galias solían trabajarse en tándem, la Galia Cisalpina servía como base de reclutamiento y abastecimiento para la Galia de más allá de los Alpes; un gobernador luchaba y el otro mantenía las fuerzas. A los cónsules del año en curso, Celer y Afranio, se les habían concedido ya las Galias para el año siguiente, y era Celer el que tenía que luchar más allá de los Alpes, y Afranio le respaldaría desde el lado de acá de los Alpes. Qué fácil sería prorrogarlos durante uno o dos años más. La pauta ya se había establecido, pues la mayor parte de los actuales gobernadores de provincias estaban en su segundo o incluso tercer año de permanencia.

Si los alóbroges ya se habían calmado auténticamente —y todos parecían pensar que así era—, entonces la lucha en la Galia Transalpina era un asunto entre tribus, más que una guerra dirigida contra Roma. Hacía más de un año que los eduos se habían quejado amargamente al Senado de que los secuanos y los arvernos estaban construyendo carreteras que se adentraban en territorio eduo; el Senado no les había hecho caso. Ahora les tocaba quejarse a los secuanos. Habían formado una alianza con una tribu germana del otro lado del Rin, los suevos, y le habían dado al rey Ariovisto de los suevos un tercio de sus tierras. Desgraciadamente Ariovisto no había considerado que un tercio fuese suficiente. Quería dos tercios. Luego los helvecios habían empezado a salir de los Alpes en busca de nuevos hogares en el valle del Ródano. Ninguno de estos pueblos le interesaba en realidad a César, que se alegraba de que Celer tuviera la responsabilidad de arreglar los estropicios que varias tribus guerreras de galos pudieran originar.

César quería la provincia de Afranio, la Galia Cisalpina. El sabía hacia dónde iba: al interior de Nórica, Mesia, Dacia, las tierras de alrededor del río Danubio, todo el trayecto hasta el mar Euxino. Las conquistas que hiciera enlazarían Italia con las conquistas de Pompeyo en Asia, y las fabulosas riquezas de aquel enorme río le pertenecerían a Roma, él le proporcionaría a Roma una ruta terrestre hacia Asia y el Cáucaso. Si el viejo rey Mitrídates había creído que podía hacerlo moviéndose de este a oeste, ¿por qué no iba a hacerlo César avanzando de oeste a este?

Las provincias consulares las seguía asignando el Senado según una ley promulgada por Cayo Graco; esa ley estipulaba que las provincias que habían de concederse a los cónsules del año siguiente debían decidirse antes de que los cónsules hubieran sido elegidos. De ese modo los candidatos para los consulados del próximo año sabían por adelantado a qué provincia irían.

César la consideraba una ley excelente, pues estaba diseñada para impedir que los hombres hiciesen maquinaciones para asegurarse la obtención de la provincia que se les antojase después de haber sido elegidos cónsules y tener poderes consulares. Bajo las actuales circunstancias, lo mejor era saber lo más pronto posible qué provincia sería la suya. Si las cosas no iban como ellos querían —si a los cónsules del año siguiente no se les concedían las provincias, por ejemplo—, entonces la ley de Cayo Graco le permitía por lo menos diecisiete meses para maniobrar, para pensar y planear cómo acabar consiguiendo la provincia que quería. ¡La Galia Cisalpina, él tenía que conseguir la Galia Cisalpina! Resultaba muy interesante que Afranio pudiera resultar ser un obstáculo peor que Metelo Celer. ¿Estaría dispuesto Pompeyo a quitarle a Afranio un premio, a quien se lo había prometido, para dárselo a César si le ayudaba cuando fuese un cónsul
senior
?

Durante el tiempo que había pasado gobernando la Hispania Ulterior, la manera de pensar de César había cambiado un poco. La experiencia auténtica de gobernar había sido enriquecedora. Y también había contribuido a ello el hecho de encontrarse ausente de la propia Roma. A aquella distancia encajaban mejor muchas cosas que no había logrado comprender hasta entonces, y otras ideas habían sufrido modificaciones. Pero sus metas no habían cambiado: él nó sólo sería el Primer Hombre de Roma, sino además el más grande de todos los que lo habían sido.

No obstante, ahora veía que aquellas metas eran imposibles de alcanzar a la manera antigua. Hombres como Escipión el Africano y Cayo Mario habían salido de una asombrosa y gigantesca zancada del consulado y se habían metido a ostentar un mando militar de tal magnitud que ello les valió el título, la influencia y la fama duradera. Catón el Censor había hecho pedazos a Escipión el Africano después de que éste se convirtió en el innegable Primer Hombre de Roma, y Mario se había destrozado solo cuando su mente se desgastó gracias a aquellos ataques de apoplejía. Ninguno de aquelbs dos hombres se habían visto obligados a entendérselas con una oposición organizada y sólida como los
boni
. La presencia de los
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había cambiado la situación de raíz.

César comprendía ahora que no podría llegar a la meta él solo, que necesitaba aliados más poderosos que los hombres de una facción creada por sí mismo para sí mismo. Su facción se iba formando estupendamente, y en ella se contaban hombres como Balbo, Publio Vatinio —cuya riqueza e inteligencia lo hacían inmensamente valioso—, el gran banquero romano Cayo Opio, Lucio Pisón, desde que éste lo había salvado de los prestamistas, Aulo Gabinio, Cayo Octavio, marido de la sobrina de César y un hombre enormemente rico que era pretor además.

Necesitaba a Marco Licinio Craso, por una parte. Qué extraordinario que la suerte hubiera arrojado en sus brazos abiertos a Craso; los contratos de la recaudación de impuestos constituían una novedad que nadie hubiera podido predecir. Si cuando él fuera cónsul
senior
conseguía resolverle los asuntos a Craso, sabía que en adelante todas las buenas relaciones que tenía aquel hombre serían también suyas.

Pero también necesitaba a Pompeyo el Grande. Necesito a ese hombre, necesito a Pompeyo Magnus. ¿Pero cómo voy a ligarlo a mí cuando le haya conseguido sus tierras y haya hecho que sus convenios en el Este se ratifiquen? Él ni es un verdadero romano ni agradecido por naturaleza. ¡Como sea, sin quedar yo bajo su dominio, tengo que conservarlo de mi parte!

En ese momento Aurelia invadió su intimidad.

—Llegas justo a tiempo —le dijo César mientras sonreía y se levantaba para ayudarla a sentarse—.
Mater
, ya sé adónde voy.

—Eso no me sorprende, César. A las estrellas.

—Si no a las estrellas, sí a los confines de la tierra.

Aurelia frunció el entrecejo.

—Sin duda te habrán contado lo que Metelo Nepote dijo en la Cámara, ¿no es así?

—Pues sí. Me lo ha dicho Craso. Y estaba muy trastornado.

—Bueno, tenía que salir a la superficie tarde o temprano. ¿Cómo llevarás ese asunto?

Ahora le tocó a César fruncir el entrecejo.

—No estoy muy seguro. Aunque me alegro de no haber estado allí para oírle… habría podido matarle, lo cual no hubiese sido nada beneficioso para mi carrera. ¿Debería yo, por ejemplo, tirarle besos y trasladar la sospecha de mis hombros a los suyos? Craso cree que Nepote tiene inclinaciones en ese sentido.

—No —dijo Aurelia con firmeza—. Haz caso omiso de lo que dijo e ignóralo a él. Hay más cadáveres femeninos, bueno, metafóricamente hablando, sembrados a tu paso de los que hubo detrás de Adonis. Tú no has intrigado con ningún hombre, ni tus enemigos han sido capaces de sacar del aire ningún nombre de hombre por más que lo han intentado. No pueden conseguir nada mejor que el pobre viejo rey Nicomedes. Sigue siendo la única acusación casi veinticinco años después. El tiempo por sí solo lo va debilitando, César, si lo consideras con frialdad. Me doy cuenta de que tu paciencia se está agotando, pero te ruego que contengas el mal genio cuando salga a colación este tema. No hagas caso, ignóralo, no hagas caso.

—Sí, tienes razón. —César suspiró—. Sila solía decir que para un hombre no había una carretera más difícil que la que lleva al consulado ni lo pasaba nunca tan mal como cuando por fin era cónsul. Pero me temo que yo lo pasaré aún peor.

—¡Eso está bien! Sila sobresalió por encima de los demás, y todavía sobresale.

—A Pompeyo no le gustaría que lo odiasen como algunos hombres odiaron a Sila, pero pensando en ello,
mater
, yo preferiría que me odiasen antes que hundirme en el olvido. Uno nunca sabe qué le depara el futuro. Lo único que puede hacer es estar preparado para lo peor.

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