—Pues sí que desconfié de ti —reconoció Pompeyo malhumorado.
—Y es muy natural. ¡No obstante, Magnus, recuerda que me eres mucho más útil vivo que muerto! Es cierto que si tú murieras yo heredaría gran parte de tu gente. Pero si vives, todos tus hombres me apoyarán. Yo no abogo por la muerte.
Como la plebe y los magistrados plebeyos no funcionaban bajo los auspicios, el edicto de Bíbulo no pudo impedir que se llevaran a cabo las elecciones de los ediles plebeyos ni de los tribunos de la plebe. Estas se celebraron a finales de
quintilis
, como estaba programado, y Publio Clodio resultó elegido presidente del nuevo Colegio de los Tribunos de la Plebe. Lo cual no fue ninguna sorpresa; la plebe era muy dada a admirar a un patricio que tenía tanto interés en renunciar a su condición de patricio y convertirse en tribuno de la plebe sólo para conseguir ese cargo. Además Clodio tenía abundantes clientes y seguidores debido a su generosidad, y su matrimonio con la nieta de Cayo Graco le había aportado muchos miles más. En él la plebe veía a alguien que la apoyaría en contra del Senado; si apoyase al Senado, nunca habría renunciado a su condición de patricio.
Desde luego los
boni
consiguieron que tres de sus tribunos de la plebe fueran elegidos, y Cicerón tuvo tanto miedo de que Clodio lograse juzgarle por el asesinato de ciudadanos romanos sin un juicio previo que había gastado abundantes cantidades de dinero para asegurar la elección de su devoto admirador Quinto Terencio Culeo.
—No es que me preocupe mucho ninguno de ellos —le dijo Clodio a César, sin aliento a causa de la excitación—. iLos tiraré a todos al Tíber!
—Estoy seguro de que lo harás, Clodio.
Aquellos oscuros y un poco enloquecidos ojos destellaban.
—¿Tú te crees que eres mi amo, César? —le preguntó Clodio con brusquedad.
Pregunta que provocó una carcajada de César.
—¡No, Publio Clodio, no! Yo no te insultaría, ni soñaría con eso, y mucho menos me lo creería. Un Claudio, ¡aunque sea plebeyo!, no se pertenece más que a sí mismo.
—En el Foro dicen que te pertenezco.
—¿Te importa a ti lo que digan en el Foro?
—Supongo que no, siempre que no me perjudique. —Clodio se desenroscó de un súbito brinco y se puso en pie—. Bueno, sólo quería estar seguro de que no te creías mi dueño, así que ya me voy.
—Oh, no me prives aún de tu compañía —le dijo César gentilmente—. Siéntate otra vez, anda.
—¿Para qué?
—Por dos motivos. El primero, que me gustaría saber qué planes tienes para tu año. El segundo, que me gustaría ofrecerte cualquier ayuda que pudieras necesitar.
—¿Es esto una artimaña?
—No, simplemente es un interés auténtico. Y también espero, Clodio, que tengas suficiente sentido común para darte cuenta de que mi ayuda podría suponer la diferencia entre que tus leyes sean legales o no.
Clodio lo pensó en silencio y luego hizo un gesto de asentimiento.
—Ya lo comprendo —dijo—, y hay una parte en la que me podrías ayudar.
—Di en cuál.
—Necesito establecer mejores contactos con romanos auténticos. Me refiero a los tipos insignificantes, al rebaño. ¿Cómo podemos saber los patricios lo que quieren si no conocemos a ninguno? Y esto precisamente es lo que te diferencia a ti tanto de los demás. Tú conoces a todo el mundo, desde los que se encuentran más arriba hasta los que están más abajo. ¿Cómo lo has conseguido? Enséñame cómo hacerlo —le pidió Clodio.
—Conozco a todo el mundo porque nací y crecí en Subura. Cada día me rozaba con los tipos insignificantes, corno tú los llamas. Por lo menos no detecto en ti aires de superioridad ni paternalismo. Pero, ¿por qué quieres conocer a los humildes? No te serán de utilidad, Clodio. Sus votos no tienen importancia.
—Pero son muchos.
¿Qué andaba buscando? Aparentando que su interés era sólo debido a la cortesía, César se recostó y se quedó contemplando a Publio Clodio. ¿Lo mismo que Saturnino? No, no era de ese tipo. ¿Malicia? Ciertamente. ¿Qué podía hacer Clodio? Pregunta para la que César confesó que no encontraba respuesta. Clodio era un innovador, una persona completamente fuera de la ortodoxia que quizás llegaría adonde nadie había llegado antes. Pero, ¿qué podía hacer? ¿Esperaba arrastrar a miles y miles de seres insignificantes al Foro para intimidar al Senado y a la primera clase y obligarles a hacer lo que aquellos tipos insignificantes quisieran? Pero eso solamente ocurriría si tenían la barriga vacía, y aunque el precio del grano era elevado en aquel momento, la ley de Catón impedía que el precio fuera impuesto a los humildes. Saturnino había visto una multitud de grandes proporciones y había tenido la inspiración de utilizarla para fomentar su propio objetivo, que era gobernar Roma. Pero cuando llamó a la multitud para cumplir sus órdenes, ésta no acudió. Así que Saturnino murió. Si Clodio intentaba imitar a Saturnino, la muerte también sería su destino. Haber conocido a los tipos insignificantes durante mucho tiempo —¡qué manera tan extraordinaria de describirlos!— le proporcionaba a César una visión de las cosas que ninguno de los personajes importantes de su propia clase podría tener nunca. Incluido Publio Clodio, nacido y criado en el Palatino. Bien, quizás Claudio quisiera ser como Saturnino, pero si era así lo único que descubriría era que a los tipos insignificantes no se les podía agrupar en masa con fines destructivos. Sencillamente, ellos no tenían inclinaciones políticas.
—El otro día me encontré en el Foro con alguien a quien tú conoces —le comentó Clodio poco después—. Cuando intentabas convencer a la multitud para que te siguieran a la casa de Bíbulo.
César sonrió con ironía.
—Una estupidez por mi parte —dijo.
—Eso es lo que dijo Lucio Decumio.
El rostro impasible de César se iluminó.
—¿Lucio Decumio? ¡Pues ése sí que es un tipo insignificante maravilloso! Si quieres saber cosas de los tipos insignificantes, Clodio, acude a él.
—¿A qué se dedica?
—Es un vilicus, el custodio del colegio de encrucijada que mi madre ha albergado desde antes de que yo naciera. Está un poco deprimido últimamente porque él y su colegio no tienen una posición oficial.
—¿En casa de tu madre? —preguntó Clodio arrugando el entrecejo y la frente.
—En su ínsula. Donde el Vicus Patricii se junta con Subura Minor. Hoy día el colegio se ha convertido en una taberna, pero siguen reuniéndose allí.
—Le haré una visita a Lucio Decumio —dijo Clodio con aires de gran satisfacción.
—Me gustaría que me contases lo que planeas hacer como tribuno de la plebe —le dijo César.
—Empezaré por hacer cambios en la
lex Aelia
y en la
lex Fufia
, eso seguro. Permitir que cónsules como Bíbulo utilicen las leyes religiosas como artimañas políticas es de lunáticos. Cuando yo acabe con ellas, la
lex Aelia
y la
lex Fufia
no tendrán ningún atractivo para los que son como Bíbulo.
—¡Eso lo aplaudo! Pero, de verdad, acude a mí para que te ayude a redactarlo.
Clodio sonrió con malicia.
—Quieres que haga una ley retrospectiva, ¿verdad? ¿Quieres que en el futuro sea ilegal contemplar el cielo tanto antes como después de la ley?
—¿Para reforzar mi propia legislación? —César adoptó una expresión altanera—. Ya me las arreglaré sin una ley retroactiva. ¿Qué más?
—Quiero condenar a Cicerón por ejecutar a ciudadanos romanos sin haberlos juzgado, y enviarlo al exilio permanente.
—Excelente.
—Además pienso reinstaurar los colegios de encrucijada y otras clases de hermandades que tu primo Lucio César hizo que quedaran fuera de la ley.
—Para eso es para lo que quieres ir a ver a Lucio Decumio. ¿Y qué más?
—Hacer que los censores se comporten como es debido.
—Eso es interesante.
—Prohibir que los empleados del Tesoro se metan en negocios de comercio privado.
—Ya era hora.
—Y darle grano al pueblo completamente gratis.
César dejó escapar el aire entre los dientes.
—¡Oh! Admirable, Clodio, pero los
boni
nunca permitirán que te salgas con la tuya.
—Los
boni
no tendrán más remedio que conformarse —dijo Clodio con el rostro lúgubre.
—Cómo te las arreglarás para financiar un subsidio de grano completamente gratis? El gasto sería prohibitivo.
—Legislando la anexión de la isla de Chipre. No olvides que Egipto y todas sus posesiones, principalmente Chipre, fueron legados a Roma en el testamento del rey Ptolomeo Alejandro. Tú revocaste lo de Egipto al lograr que el Senado concediese a Ptolomeo Auletes la permanencia en el trono egipcio, pero no hiciste el decreto extensivo a su hermano, el de Chipre. Eso significa que, según ese viejo testamento, Chipre sigue perteneciendo a Roma. Nunca hemos ejecutado el testamento, pero yo pienso hacerlo. Al fin y al cabo ya no hay reyes en Siria y Egipto no puede ir a la guerra solo. Debe de haber miles y miles de talentos por todo el palacio de Pafos esperando a que Roma los recoja.
Aquello le salió muy virtuoso, cosa que complació a Clodio inmensamente. César era un tipo muy agudo; él sería el primero en olerse la duplicidad. Pero César no sabía nada del antiguo rencor que Clodio le guardaba a Ptolomeo el Chipriota. Cuando los piratas capturaron a Clodio, éste les había dicho que le pidieran a Ptolomeo el Chipriota un rescate de diez talentos, tratando así de emular la conducta de César cuando los piratas lo habían capturado. Ptolomeo el Chipriota se había limitado a echarse a reír y luego se había negado a pagar más de dos talentos por el pellejo del almirante Publio Clodio, alegando que no valía más de eso. Un insulto mortal para Clodio.
Bien, Ptolomeo el Chipriota estaba a punto de pagar una suma considerablemente mayor de dos talentos para satisfacer la sed de venganza de Clodio. El precio sería todo, absolutamente todo lo que poseyera, desde su regencia hasta el último clavo dorado de las puertas.
De haber conocido César aquella historia, no le habría importado; estaba demasiado ocupado pensando en otro tipo de venganza.
—¡Qué idea tan espléndidal —dijo en tono afable—. Tengo precisamente la persona adecuada a quien confiar una misión tan delicada como la anexión de Chipre. No se puede enviar a alguien que le tenga afición a robar, pues si fuera así Roma acabaría recibiendo menos de la mitad de lo que allí se encuentra, y entonces el subsidio del grano no se podría llevar a cabo. Y no puedes ir tú en persona. Tendrás que legislar una misión especial para anexionar Chipre, y yo tengo la persona indicada para ese trabajo.
—¿Ah, sí? —preguntó Clodio cogido de improviso.
—Encomiéndaselo a Catón.
—¿A Catón?
—Desde luego que sí. ¡Tiene que ser Catón! ¡El encontrará hasta el último dracma perdido en el rincón más oscuro, llevará las cuentas con una precisión inmaculada, hará inventario hasta de la última joya, de la última copa de oro, de cada estatua y de cada pintura… el Tesoro recibirá el lote completo! —le dijo César sonriendo como el gato que está a punto de romperle el cuello al ratón—. ¡Tienes que hacerlo, Clodio! Roma necesita que Catón haga ese trabajo! ¡Tú necesitas que Catón haga ese trabajo! Encomiéndale la misión a Catón, y obtendrás gratis todo el dinero necesario para pagar el subsidio del grano.
Clodio se marchó dando alaridos y dejó a César pensando que acababa de lograr la obra que le resultaba personalmente más satisfactoria desde hacía años. Aquel que se oponía a toda misión especial, Catón, se encontraría acorralado en un rincón mientras Clodio le apuntaba con una lanza desde todas las direcciones. Aquello era la belleza de la Belleza, como solía referirse Cicerón a Clodio, haciendo un juego de palabras con su apodo, Pulcher. Sí, Clodio era muy inteligente. Había visto de inmediato las ventajas de encomendarle aquella misión a Catón. Otro hombre quizás le ofreciera a Catón algún pretexto, pero Clodio no lo haría. Catón no tendría más remedio que obedecer a la plebe, y estaría ausente durante dos o tres años. Catón, que últimamente aborrecía ausentarse de Roma por miedo a que sus enemigos se aprovechasen de su ausencia. Sólo los dioses sabían los estragos que Clodio planeaba para el año siguiente, pero aunque no hiciera nada más por complacer a César que eliminar a Cicerón y a Catón, César, por su parte, no se quejaría.
—¡Voy a obligar a Catón a anexionar Chipre! —le dijo Clodio a Fulvia cuando llegó a casa. Luego le cambió la expresión y puso mala cara—. Tendrfa que habérseme ocurrido a mí, pero ha sido idea de César.
A aquellas alturas Fulva ya sabía exactamente cómo manejar los cambios de humor más veleidosos de Clodio.
—¡Oh, Clodio, eres verdaderamente un hombre brillante! —lo arrulló ella al tiempo que lo adoraba con los ojos—. ¡César está acostumbrado a servirse de otras personas, pero ahora eres tú el que lo está utilizando a él! Creo que deberías seguir sirviéndote de César.
Interpretación que le pareció muy bien a Clodio, que sonrió muy satisfecho y empezó a felicitarse a sí mismo por ser tan perspicaz.
—Y lo utilizaré, Fulvia. César puede redactar algunas de mis leyes.
—Las religiosas, desde luego.
—¡Te parece que yo debería pagárselo haciéndole uno o dos favores?
—No —le dijo Fulvia con calma—. César no es tan tonto como para esperar favores de un patricio como él… y tú eres patricio de nacimiento, lo llevas en la sangre.
Fulvia se levantó de un modo un poco torpe para estirar las piernas; el nuevo embarazo empezaba a hacer que se sintiera pesada, cosa que ella encontraba que era un fastidio. Justo cuando Clodio estuviera en la cima de su cargo de tribuno, ella caminaría como un ánade. No es que tuviera intención de que las molestias de tener un bebé fueran a impedir su presencia en el Foro. De hecho, la idea de escandalizar a Roma de nuevo apareciendo en público embarazada de ocho o nueve meses se le hacía deliciosa. Y los dolores del parto tampoco la retendrían más de un día o dos. Fulvia era de las afortunadas: le resultaba fácil el embarazo y dar a luz. Después de haber estirado las doloridas piernas, sonrió y se tumbó de nuevo al lado de Clodio justo cuando Décimo Bruto entraba jubiloso a causa de la victoria de Clodio en las votaciones.
—Tengo un nombre: Lucio Decumio —dijo Clodio.
—¿Como fuente de información sobre los tipos insignificantes, quieres decir? —preguntó Décimo Bruto mientras se tumbaba en el canapé de enfrente.