Las mujeres de César (102 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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—¡No, Catón, no resistas ni un momento más esa tentación! —le gritó Craso.

Catón continuó dando la tabarra sin darse cuenta de aquello, por lo visto.

—Roma es un estofado. Pero, ¿qué otra cosa puede esperarse uno cuando los hombres que se sientan en esta Cámara se dedican a saquear a las esposas de otros hombres, o que sólo piensan en la santidad de su carne para abrirse paso por indecibles orificios hacia actos que no se pueden ni mencionar? Catón el Censor lloraría. ¡Y miradme, padres conscriptos! ¿Veis cómo lloro? ¿Cómo puede ser fuerte un estado, cómo puede pensar en gobernar el mundo cuando los hombres que gobiernan ese estado son degenerados, decadentes, llagas asquerosas y rezumantes? ¡Debemos detener todo este interés por irrelevancias ajenas a nosotros, como los
publicani
de Asia, y dedicar un año entero a librar de malas hierbas el jardín de Roma! A devolver la decencia a este lugar como nuestra más alta prioridad! ¡A promulgar leyes que hagan imposible que unos hombres violen a otros hombres, que delincuentes patricios fanfarroneen abiertamente de relaciones incestuosas, que los gobernadores de nuestras provincias exploten sexualmente a niños! Las mujeres que cometen adulterio deberían ser ejecutadas, como en los viejos tiempos. Las mujeres que beben vino deberían ser ejecutadas, como en los viejos tiempos. Las mujeres que aparecen en reuniones públicas en el Foro para abuchear y gritar insultos soeces deberían ser ejecutadas… aunque no como en los viejos tiempos, ¡porque en los viejos tiempos ninguna mujer habría osado ni en sueños hacer semejante cosa! ¡Las mujeres llevan en su seno y dan a luz hijos, no sirven para otra cosa! Pero, ¿dónde están las leyes que necesitamos para reforzar una moral como es debido? ¡No existen, padres conscriptos! ¡Y, sin embargo, si Roma ha de sobrevivir, esas leyes deben ser promulgadas!

—Cualquiera diría que les está hablando a los habitantes de la República ideal de Platón, no a hombres que tienen que revolcarse en la mierda de Rómulo —le cuchicheó Cicerón a Pompeyo.

—Va a seguir perorando hasta que se ponga el sol —dijo Pompeyo con aire lúgubre—. ¡Qué sandeces más completas está diciendo! Los hombres somos hombres y las mujeres son mujeres. Empleaban los mismos trucos bajo el mandato de los primeros cónsules que utilizan hoy bajo el mandato de Celer y Afranio.

—Fijaos bien —rugió Catón—. ¡Las actuales condiciones escandalosas son resultado directo de una excesiva exposición a la laxitud oriental! ¡Desde que expandimos nuestro dominio por el Mare Nostrum hasta lugares como Anatolia y Siria, nosotros, los romanos, hemos caído en hábitos asquerosamente sucios importados de esos sumideros de iniquidad! Por cada cereza o cada naranja que hemos traído de allí para incrementar la productividad de nuestra amada tierra, hemos traído diez mil males. Es una mala acción conquistar el mundo, y no tengo reparos en decirlo. Que Roma continúe siendo lo que siempre fue en los viejos tiempos, un lugar moral y contenido lleno de ciudadanos trabajadores que se ocupaban de sus propios asuntos y no les importaba lo que sucediera en Campania o en Etruria, ¡y no digamos en Anatolia o en Siria! Todo romano era entonces feliz y estaba contento. El cambio vino cuando hombres avarientos y ambiciosos se levantaron por encima del nivel establecido para todos los hombres. ¡Debemos dominar Campania, debemos imponer nuestro gobierno en Etruria, todo italiano debe convertirse en romano! ¡Y todas las carreteras deben conducir a Roma! El gusano empezó a carcomer… lo que era bastante dinero ya no bastaba, y el poder se hizo más embriagador que el vino. ¡Mirad el número de funerales pagados por el Estado que soportamos en estos tiempos! ¿Con qué frecuencia en los viejos tiempos desembolsaba el Estado su precioso dinero para enterrar a hombres que bien podían pagarse sus propios funerales? ¿Con qué frecuencia hace eso el Estado ahora? ¡A veces da la impresión de que soportamos un funeral estatal cada
nundinum
! Yo fui cuestor urbano, ¡y sé cuánto dinero público se despilfarra en frivolidades como funerales y festines! ¿Por qué ha de contribuir el Estado a pagar banquetes públicos para que el proletariado pueda regalarse con anguilas y ostras y se lleve a su casa las sobras en un saco? ¡Yo os diré por qué! ¡Para que algún hombre ambicioso pueda comprarse el consulado! «¡Oh, grita ese hombre, pero si el proletariado no puede darme votos! ¡Yo soy un patriota romano, a mí simplemente me gusta dar placer a los que no pueden pagarse el placer!» ¡No, el proletariado no puede darles votos! ¡Pero todos los comerciantes que abastecen la comida y la bebida sí que pueden y le dan los votos! ¡Mirad las flores de Cayo César cuando fue edil curul! ¡Por no hablar de que repartió refrigerios suficientes para llenar doscientas mil barrigas que no se lo merecían! ¡Intentad sumar, si sabéis, el número de vendedores de pescado y de flores que le deben a Cayo César su primer voto! Pero es legal, nuestras leyes contra el soborno no pueden tocar a César…

En ese punto Pompeyo se levantó y salió, y a continuación dio comienzo un éxodo masivo de senadores. Cuando el sol se puso sólo quedaban cuatro hombres para escuchar una de las mejores peroratas de Catón: Bíbulo, Cayo Pisón, Ahenobarbo y el desventurado cónsul que tenía las
fasces
, Lucio Afranio.

Tanto Pompeyo como Craso le enviaron cartas a César al Campo de Marte, donde éste se alojaba en la posada de Minicio. Se encontraba muy cansado porque —a pesar de su enorme corpulencia y fuerza— ya no era lo bastante joven como para remar varios días seguidos; Burgundo estaba sentado en silencio en un rincón del salón privado de César mirando cómo su amado amo conversaba en voz baja con Balbo, que había preferido hacerle compañía antes que entrar en Roma sin César.

Las cartas llegaron transportadas por el mismo mensajero, y a César le llevó poco tiempo leerlas. César levantó la mirada hacia Balbo.

—Bueno, al parecer no voy a poder presentarme a cónsul
in absentía
—le dijo con calma—. La Cámara parecía dispuesta a concederme el favor, pero Catón estuvo hablando hasta que se puso el sol e impidió que se votase. Craso viene de camino para verme ahora. Pompeyo no vendrá porque cree que lo están vigilando, y es muy probable que tenga razón.

—¡0h, César! —A Balbo se le empañaron los ojos, pero lo que hubiera dicho después nunca llegó a ser pronunciado; Craso irrumpió en la habitación echando chispas.

—¡El muy mojigato, remilgado y engreído! ¡Detesto a Pompeyo Magnus y desprecio a idiotas como Cicerón, pero a Catón es que lo mataría! ¡Vaya líder que ha heredado ese núcleo irreductible en su persona! ¡Catulo seguiría el ejemplo de su padre y se asfixiaría aspirando exhalaciones de yeso fresco si lo supieral ¿Quién ha dicho que la incorruptibilidad y la honestidad son las virtudes que más importan? Yo prefiero tratar con el usurero más tramposo y más rastrero del mundo antes que mear en la dirección general de Catón! ¡Él es más advenedizo que cualquier Hombre Nuevo que haya pisado la vía Flaminia escarbándose los dientes con una espiga!
¡Mentula! ¡Verpa! ¡Cunnus!
¡Puaf!

Todo aquello lo escuchó César fascinado y con una deleitada sonrisa de oreja a oreja.

—Mi querido Marco, nunca creí que tuviera que decírtelo a ti, pero, ¡cálmate! ¿Por qué sufrir un ataque por causa de alguien como Catón? El no ganará, con toda su muy ensalzada integridad.

—César, ¡él ya ha ganado! Ahora no puedes ser cónsul en el año nuevo, y, ¿qué va a ser de Roma? Si no hay un cónsul lo bastante fuerte para aplastar a babosas como Catón y Bíbulo, ¡yo me desesperaré! ¡No habrá ninguna Roma! ¿Y cómo voy a proteger mi posición con las Dieciocho si tú no eres cónsul
senior
?

—No pasa nada, Marco, de verdad. Yo seré cónsul
senior
en el año nuevo, aunque me toque cargar con Bíbulo como colega.

La rabia de Craso se desvaneció; Craso, boquiabierto, miró a César.

—¿Quieres decir que estás dispuesto a renunciar a tu desfile triunfal? —graznó.

—Desde luego que sí. —César se dio la vuelta en su asiento—. Burgundo, ya empieza a ser hora de que vayas a ver a Cardixa y a tus hijos. Ve a la
domus publica
y quédate allí. Dale a mi madre dos recados: que llegaré a casa mañana por la noche, y que empaquete mi toga candida y me la envíe aquí esta noche. Mañana al amanecer cruzaré el
pomerium
y entraré en Roma.

—¡César, es un sacrificio demasiado grande! —protestó Craso, al borde de las lágrimas.

—¡Tonterías! ¿Qué sacrificio? Ya habrá otros triunfos para mí: no pienso irme a una provincia pacífica después de mi consulado, te lo aseguro. Ya deberías conocerme, Marco. Y si yo siguiera adelante y desfilase triunfalmente en los idus, ¿qué clase de espectáculo sería? Nada digno de mí. Es muy difícil competir con Magnus, quien tardó dos días en presentar todo el desfile. No, cuando yo triunfe será tomándome el tiempo que haga falta, y será algo nunca visto. Yo soy Cayo Julio César, no Metelo Pequeña Cabra Crético. Roma deberá hablar de mi desfile durante generaciones. Nunca consentiré ser un fracasado.

—¡No me creo lo que oigo! ¿Renunciar a tu triunfo? ¡Cayo, Cayo, ésa es la cima de la gloria de cualquier hombre! ¡Mírame a mí! ¡Durante toda mi vida el triunfo se me ha escapado, y es lo único que anhelo antes de morir!

—Entonces tendremos que conseguir que tengas tu triunfo. Anímate, Marco, venga. Siéntate y bébete una copa del mejor vino de Minicio, y luego cenemos. He descubierto que remar doce horas al día durante doce días le abre a cualquiera un enorme apetito.

—¡Yo sería capaz de matar a Catón! —dijo Craso; y se sentó.

—Como no hago más que repetir a oídos enormemente sordos, la muerte no es castigo apropiado ni siquiera para Catón. La muerte birla la mejor victoria, pues le ahorra a los enemigos de uno el verse derrotados. A mí me encanta medirme con los Catones y los Bíbulos. Nunca ganarán.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Simple —dijo César sorprendido—. Ellos no desean ganar con tanta pasión como lo deseo yo.

La rabia había desaparecido, pero Craso aún no había logrado adoptar su habitual semblante impasible cuando dijo, con cierta incomodidad;

—Tengo algo menos importante que contarte, pero quizás tú no lo veas igual que yo.

—¿Ah, sí?

Después de lo cual Craso realmente se acobardó.

—Lo dejaremos para más tarde. Hemos estado hablando como si tu amigo ahí presente no existiera.

—¡Oh, dioses! ¡Balbo, perdóname! —exclamó César—. Ven aquí que te presente a un plutócrata mucho más forrado que tú. Lucio Cornelio Balbo el Viejo, éste es Marco Licinio Craso.

»Y ése —pensó César— sí que es un apretón de manos entre iguales donde los haya. No comprendo qué placer les produce ganar dinero, pero entre los dos probablemente podrían comprar y vender toda la península Ibérica. Y qué encantados están de conocerse por fin. No es tan raro que no se hayan conocido antes. Los días de Craso en Hispania habían acabado cuando Balbo aún no era conocido allí. Y éste es el primer viaje de Balbo a Roma, donde tengo muchas esperanzas de que establezca su residencia.»

Los tres hombres celebraron una alegre comida, porque al parecer una vez que el imperturbable Craso se veía catapultado fuera de su imperturbabilidad, le resultaba difícil recuperar ese estado mental. Hasta que no se retiraron los platos y se despabilaron las lámparas no se refirió Craso a la otra noticia que tenía para César. —Tengo que decírtelo, Cayo, pero no te va a gustar —dijo.

—¿Que no me va a gustar qué?

—Nepote pronunció un breve discurso en la Cámara referente a tu solicitud de presentarte
in absentia
.

—No a mi favor.

—Todo lo contrario.

Craso dejó de hablar.

—¿Qué dijo? ¡Venga, Marco, no puede ser tan malo!

—Peor.

—Entonces será mejor que me lo digas.

—Dijo que no quería otorgarle ningún tipo de favor a un homosexual tristemente famoso como tú. Esa fue la parte amable. Ya conoces a Nepote, muy ácido, desde luego. El resto fue extraordinariamente gráfico y se refería al rey Nicomedes de Bitinia. —Craso se detuvo de nuevo, pero como César no decía nada, se apresuró a seguir—. Afranio ordenó a los escribas que borrasen aquella declaración de las actas, y le prohibió a Nepote asistir a ninguna reunión del Senado mientras él tenga las
fasces
. Resolvió la situación muy bien, realmente.

Desde luego César no estaba mirando ni a Craso ni a Balbo; la luz era tenue. César no se movió, no había expresión alguna en aquel rostro suyo que pudiera producir alarma. Y, sin embargo, ¿por qué dio la impresión de que la temperatura de la habitación se había hecho de pronto muchísimo más fría?

La pausa no fue lo suficientemente prolongada como para calificarla de silencio antes de que César dijera, en un tono de voz normal:

—Esa fue una tontería por parte de Nepote. Les haría más servicio a los
boni
en la Cámara que desterrado de ella. Debe asistir a todos los consejos de los
boni
, y debe ser uña y carne con Bíbulo. He esperado años a que se removiese ese bulo. Bíbulo levantó gran parte de esa noticia falsa hace casi media vida, pero luego el rumor pareció apagarse. —La sonrisa de César destelló, pero no había diversión en ella—. Amigos míos, os predigo que éstas van a ser unas elecciones muy sucias.

—En la Cámara aquello no sentó bien —le explicó Craso—. Hubiera podido oírse el ruido que produce una polilla al posarse sobre una toga. Nepote debió de darse cuenta de que se había perjudicado a sí mismo más de lo que había logrado perjudicarte a ti, porque cuando Afranio lo conminó a marcharse, Nepote le soltó a él también una grosería, le dijo la vieja pulla de «hijo de Aulo», y salió de la Cámara.

—Me decepciona Nepote, creí que tenía más astucia.

—O quizás esté protegiendo una tendencia suya en ese mismo sentido —dijo ruidosamente Craso—. En su momento resultaba gracioso, pero si recuerdas cómo se comportaba él durante las reuniones de la plebe cuando él era tribuno, siempre movía mucho las pestañas y les tiraba besos a los zoquetes pesados como Termo.

—Todo lo cual está fuera del tema —dijo César poniéndose en pie al mismo tiempo que Craso—. Nepote ha perjudicado mi
dignitas
. Eso significa que yo tendré que perjudicar a Nepote.

Cuando volvió al salón después de acompañar a Craso a la salida, encontró a Balbo enjugándose las lágrimas.

—¿Afligido por algo tan vulgar como Nepote? —le preguntó.

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