—Yo no lo sé,
domine
, porque nunca averiguamos cosas así. Pero si la gente lo hace, seguramente será porque les parece seguro hacerlo. Imagino que todo el mundo teme a Roma y al justo castigo de Roma. —concluyó Licinia con simpleza—. ¡Mira el testamento del rey Ptolomeo Ajejandrol El actual rey de Egipto le tiene terror a Roma porque sabe que Egipto en realidad pertenece a Roma a partir de aquel testamento.
—Cierto —dijo César solemnemente.
Desde aquel lugar de trabajo —donde, se fijó César, incluso las dos niñas vestales estaban ahora ocupadas en alguna tarea, a pesar de ser
feriae
—, Licinia lo condujo a los aposentos donde hacían la vida. Éstos eran, decidió César, una muy adecuada compensación por la existencia conventual. Sin embargo, el comedor era de estilo campestre, sólo sillas alrededor de una mesa.
—¿No traéis hombres a cenar? —preguntó César.
Licinia puso cara de horror.
—¡Nunca en nuestros aposentos,
domine
! Tú eres el único hombre que entrará aquí en la vida.
—¿Y los médicos y carpinteros?
—Hay buenas mujeres médicos, y también mujeres artesanas de todas clases. Roma no tiene prejuicios para que las mujeres ejerzan diversos oficios.
—Hasta ahí no llegan mis conocimientos, a pesar de que he sido pontífice durante más de diez años —dijo César moviendo a ambos lados la cabeza.
—Bueno, no estabas en Roma cuando nos sometieron a juicio —dijo Licinia con voz temblorosa—. Nuestro entretenimiento privado y nuestros hábitos de vida fueron entonces aireados en público. Pero en circunstancias normales sólo el pontífice máximo, entre todos los sacerdotes, se ocupa de cómo vivimos. Y nuestros parientes y amigos, naturalmente.
—Cierto. La última Julia que hubo en el colegio fue Julia Estrabón, y ella murió antes de tiempo. ¿Morís prematuramente muchas de vosotras, Licinia?
—Ultimamente muy pocas, aunque tengo entendido que la muerte aquí era muy frecuente antes de que nos instalaran las tuberías y tuviéramos agua. ¿Te gustaría ver los baños y las letrinas? Ahenobarbo creía en la higiene para todos, así que también les proporcionó baños y letrinas a los sirvientes.
—Un hombre extraordinario —dijo César—. ¡Y cómo lo vilipendiaron por cambiar la ley… y por conseguir ser elegido pontífice máximo al mismo tiempo! Recuerdo que Cayo Mario me dijo que hubo una epidemia de chistes de letrinas de mármol cuando Ahenobarbo acabó la reforma de la
domus publica
.
Aunque César se mostró reacio, Licinia insistió en que viera las instalaciones donde dormían las vestales.
—A Metelo Pío, pontífice máximo, se le ocurrió a su regreso de Hispania. ¿Ves? —le preguntó ella mientras lo conducía a través de una serie de arcos con cortinas que salían del propio dormitorio de ella—. La única salida que hay pasa por mi habitación. Antes todas teníamos puertas que daban al pasillo, pero Metelo Pío, el pontífice máximo, las tapió con ladrillos. Dijo que debíamos estar protegidas de cualquier acusación.
César apretó los labios y no dijo nada; volvieron sobre sus pasos hasta el lugar de trabajo de las vestales. Allí él volvió al tema de los testamentos, que le fascinaba.
—Tus cifras me dejan asombrado —dijo—, pero comprendo que no debería ser así. Toda mi vida ha transcurrido en Subura, y cuántas veces he visto por mí mismo que un hombre del proletariado que poseía un solo esclavo desfilaba solemnemente hacia el Atrium Vestae para depositar su testamento. Y, a pesar de que no tenía más que un broche, unas sillas y una mesa, un apreciado horno y su esclavo o esclava para dejar en herencia, iba ataviado con la toga de ciudadano y portando el vale de grano como prueba de su condición romana, tan orgulloso como Tarquinio el Soberbio. No puede votar en las Centurias y su tribu urbana hace que su voto en los Comicios no tenga valor, pero puede servir en nuestras legiones y depositar aquí su testamento.
—Olvidaste decir,
domine
, cuántas veces un hombre así llega aquí contigo al lado como su patrón —dijo Licinia—. A nosotras no se nos pasa por alto cuáles son los patrones que encuentran tiempo para hacer eso, y cuáles, sencillamente, mandan a hacer el recado a uno de sus esclavos manumitido.
—¿Quién viene en persona? —preguntó Cesar con curiosidad.
—Marco Craso y tú, siempre. Catón también, y los Domicios Ahenobarbos. Del resto, casi nadie.
—iNo me sorprende en esos hombres! —Era hora de cambiar de tema, pues si hablaba en voz alta todas aquellas figuras laboriosas ataviadas de blanco podían oírle—. Trabajáis mucho —dijo—. Yo he depositado bastantes testamentos y he exigido suficientes para su verificación oficial, pero nunca se me había ocurrido qué enorme tarea supone estar al cuidado de los testamentos de Roma. Sois dignas de elogio por ello.
Así pues, fue una vestal jefe muy complacida y feliz la que le acompañó de nuevo al vestíbulo y le entregó las llaves de sus dominios. ¡Maravilloso!
La sala de recepción en forma de ele era como la imagen en un espejo del lugar de trabajo, de cincuenta pies de largo en el lado más largo. No se había escatimado lujos ni gastos, desde los gloriosos frescos hasta el dorado de los muebles, y los objetos de arte diseminados profusamente por doquier. El suelo de mosaico, un techo fabuloso de rosas de escayola y paneles de oro, pilastras de mármol coloreado engranando las paredes y fundas de mármol coloreado en la única columna independiente.
Un despacho y el cubículo de dormir para el pontífice máximo, y una habitación más pequeña para su esposa. Un comedor que contenía seis grandes canapés. Un jardín peristilo a un lado, contiguo al pórtico Margaritaria y completamente a la vista desde las ventanas de las ínsulas de la vía Nova. La cocina tenía capacidad para alimentar a treinta comensales; aunque estaba dentro del edificio principal, faltaba la mayor parte de la pared exterior, y los peligrosos fogones se encontraban en el patio. Al igual que una cisterna que era lo bastante grande para lavar la ropa y servir como reserva para caso de incendio.
—Ahenobarbo, el pontífice máximo, hizo una conexión con la cloaca Máxima, cosa que también lo hizo muy popular en la vía Nova —dijo Licinia, que sonreía al hablar de su ídolo—. Cuando puso el alcantarillado en nuestro callejón trasero, permitió que las ínsulas lo utilizasen igualmente, y también el pórtico Margaritaria.
—¿Y el agua? —preguntó César.
—El Foro Romano en esta parte tiene abundancia de manantiales,
domine
. Uno de ellos alimenta nuestra cisterna, otro la cisterna de tu patio.
Había habitaciones para los sirvientes en el piso de arriba y en el piso de abajo, incluidas unas habitaciones que albergarían a Burgundo, a Cardixa y a sus hijos varones solteros. ¡Y qué extasiado quedaría Eutico al ver que tenía su propio nidito!
No obstante, era la sección delantera de la planta superior la que daba el toque definitivo de gratitud a César por ser agraciado con la
domus publica
. La escalera delantera ascendía entre la sala de recepción y su despacho, y dividía convenientemente la zona en dos partes. El pensaba cederle todas las habitaciones anteriores a la escalera a Pompeya. ¡Lo que significaba que no necesitaría verla ni oírla más que de semana en semana! Julia podría disponer para su uso la espaciosa habitación situada detrás de la escalera delantera, pues había dos habitaciones para invitados a las que se llegaba por la escalera de atrás.
Entonces ¿a quién pensaba instalar César en la habitación del piso de abajo destinada a la esposa? Pues a su madre, naturalmente. ¿A quién si no?
—¿Qué te parece? —le preguntó César a su madre mientras subían por el Clivus Orbius después de la inspección del día siguiente.
—Es soberbio, César. —Aurelia frunció el entrecejo—. Sólo hay un aspecto que me preocupa: Pompeya. ¡Resulta demasiado fácil para la gente subir al piso de arriba! El lugar es muy extenso, nadie verá quién entra y sale.
—¡Oh,
mater
, no me sentencies a tenerla en el piso de abajo justo a mi lado! —gritó él.
—No, hijo mío, no haré eso. Sin embargo, tenemos que encontrar un modo de vigilar las idas y venidas de Pompeya. En el apartamento era muy fácil aseguramos de que Polixena la acompañaba en el momento en que ella salía por la puerta, y, desde luego, era imposible que pudiera meter hombres a escondidas. Mientras que aquí nunca lo sabríamos.
—Bien —dijo César dejando escapar un suspiro—, mi nueva posición lleva consigo un buen número de esclavos públicos. En general son perezosos e irresponsables porque nadie los supervisa ni piensa en alabarles si hacen bien su trabajo. Eso va a cambiar definitivamente. Eutico se está haciendo viejo, pero todavía es un mayordomo maravilloso. Burgundo y Cardixa pueden regresar de Bovillae con sus cuatro hijos más jóvenes. Que se encarguen los cuatro mayores de cuidar Bovillae. Será cosa tuya organizar un nuevo régimen y un mejor estado de ánimo entre los sirvientes, tanto en los que nos traemos con nosotros como en los que ya se encuentren aquí. Yo no dispondré de tiempo, así que debo delegarlo en ti.
—Eso lo comprendo —dijo Aurelia—, pero no soluciona nuestro problema con Pompeya.
—A lo que eso se reduce,
mater
, es a una vigilancia adecuada. Tú y yo sabemos que no puedes simplemente poner un sirviente de guardia a la puerta, ni ningún otro tipo de vigilancia. El sirviente se queda dormido, de aburrimiento o de cansancio. Por lo tanto, pondremos dos que estén de guardia permanente al pie de la escalera delantera. Y les encomendaremos alguna clase de tarea: doblar ropa blanca sin que quede una sola arruga, sacar brillo a los cuchillos y cucharas, lavar platos, remendar ropa… tú sabes las tareas que hay que hacer mejor que yo. Un poco de cada una de esas tareas debe realizarse en cada turno. Por suerte hay una alcoba de buen tamaño entre el principio de la escalera y la pared del fondo. Instalaré una puerta que chirríe fuertemente para que la habitación quede cerrada a la vista desde el salón de recepción, y ello significa que cualquiera que utilice la escalera tendrá que abrirla. Si nuestros centinelas se quedasen adormilados, eso por lo menos los alertará. Cuando aparezca Pompeya al pie de la escalera para salir a la calle, uno de ellos se lo notificará a Polixena inmediatamente. ¡Por suerte para nosotros, Pompeya no tiene seso suficiente para salir corriendo antes de que acuda Polixena! Si su amiga Clodia intenta hacer que sea así, ello sólo ocurrirá una vez, puedo asegurártelo. Porque informaré a Pompeya de que una conducta de esa clase es una buena manera de ser repudiada. También le daré instrucciones a Eutico para que ponga de centinelas sirvientes que no vayan a confabularse entre sí para aceptar sobornos.
—¡Oh, César, todo eso no me gusta nada! —gritó Aurelia golpeándose las manos—. ¿Acaso somos legionarios que guardamos el campamento contra un ataque?
—Sí,
mater
, más bien me parece que sí lo somos. Es culpa suya, por tonta. Se relaciona con círculos inapropiados y se niega a abandonarlos.
—Y por eso nosotros nos vemos obligados a encarcelarla.
—En realidad, no. ¡Sé justa! Yo no le he prohibido el acceso a sus amigas, ni aquí ni en ningún otro sitio. Ella y las demás pueden ir y venir cuando les plazca, incluidas las bellezas como Sempronia Tuditani y Pala. Y el espantoso Pompeyo Rufo. Pero Pompeya es ahora la esposa de César, pontífice máximo, una subida en la escala social nada desdeñable. Incluso para la nieta de Sila. No puedo confiar en su buen sentido, porque no tiene ninguno. Todos conocemos la historia de Metela Dalmática y cómo consiguió, a pesar de Escauro, príncipe del Senado, convertir en una desgracia la vida de Sila cuando éste intentaba que le eligieran pretor. Sila entonces la rechazó, lo cual fue prueba del instinto de conservación de él, si no de otra cosa. Pero, ¿puedes imaginarte a Clodio, a Décimo Bruto o al joven Publícola comportándose con la circunspección de Sila? ¡Ah! Se aprovecharían de Pompeya en un santiamén.
—Entonces —dijo Aurelia con decisión—, cuando veas a Pompeya y le informes de las nuevas reglas, te sugiero que tengas delante también a su madre. Cornelia Sila es una espléndida persona. Y sabe muy bien lo tonta que es Pompeya. Refuerza tu autoridad con la que posee su madre. De nada sirve inmiscuirme a mí en ello, Pompeya me detesta por haberla encadenado a Polixena.
Dicho y hecho. Aunque el traslado a la
domus publica
tuvo lugar al día siguiente, Pompeya había sido puesta completamente al corriente de las nuevas reglas antes de que ella y sus sirvientes personales pudieran ver la palatina suite que ella ocuparía en el piso de arriba. Había llorado, desde luego, y había protestado alegando la inocencia de sus intenciones, pero en vano. Cornelia Sila se mostró más seria que César y muy obstinada en que, en el supuesto de una caída en desgracia, su hija no sería bienvenida de regreso a casa del tío Mamerco tras ser repudiada por adulterio. Afortunadamente, Pompeya no era de las que se recrean en el rencor, así que a la hora en que se llevó a cabo la mudanza ya se encontraba por completo inmersa en el traslado de sus múltiples chucherías, caras aunque de mal gusto, mientras planeaba ir de compras para sobrecargar aquellas zonas que consideraba desnudas.
César se había preguntado cómo se arreglaría Aurelia con el cambio que suponía pasar de ser señora de una próspera ínsula a ser la decana de lo más parecido a un palacio que Roma poseía. ¿Insistiría en seguir llevando los libros de contabilidad? ¿Rompería los lazos establecidos en más de cuarenta años en Subura? Pero cuando llegó la tarde de la fiesta inaugural, él supo que ya no había necesidad de preocuparse por aquella verdaderamente extraordinaria señora. Aunque ella en persona se encargaría de revisar las cuentas de la ínsula, dijo, la contabilidad la llevaría ahora un hombre que había buscado Lucio Decumio y por el que él respondería. Y resultó ser que la mayor parte del trabajo que ella había llevado a cabo no había sido en beneficio de sus propiedades; para ocupar sus días había ejercido como agente de más de una docena de propietarios de ínsulas. ¡Qué horrorizado habría quedado su marido si hubiera sabido eso! César se limitó a reírse entre dientes.
De hecho, el ascenso de César a pontífice máximo le había proporcionado a Aurelia nuevas inquietudes en la vida. Estaba absolutamente en todo en ambas partes del edificio, había establecido dominio sobre Licinia sin esfuerzo y sin traumas, se había hecho agradable a las seis vestales y pronto estaría absorta, pensó su hijo con silencioso regodeo, en mejorar la eficiencia no sólo de la
domus pública
, sino también de su industria testamentaria.