Las llanuras del tránsito (83 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Los caballos corrían, se agrupaban alrededor de Ayla, relinchaban, gemían y gritaban, y el olor del miedo llegaba con fuerza a la nariz de la joven. Silbó de nuevo, un silbido fuerte y penetrante, pero no estaba segura de hacerse oír por encima del estrépito; sabía que el ansia de huir era muy intensa.

De repente, en medio de la bruma de polvo y humo, Ayla vio que un caballo aminoraba el paso, trataba de desviarse y resistía los apremios de los animales enloquecidos que corrían al costado de la joven. Aunque su pelaje tenía el color del aire sofocante, Ayla comprendió que era Whinney. Silbó de nuevo para alentarla y vio que su amada yegua se detenía, indecisa. El instinto de huir con el rebaño era en ella muy intenso, pero aquel silbido siempre había significado seguridad y amor, y la yegua no estaba tan asustada por el fuego como los demás. Había crecido oliendo el humo cercano. Aquel olor a lo sumo le indicaba la proximidad de la gente.

Ayla vio que Whinney se mantenía en el mismo sitio, mientras otros caballos la rozaban o la atropellaban en su intento de evitarla. La mujer exhortó a Corredor a adelantarse. La yegua se dirigió sin vacilar hacia la mujer, pero de pronto un caballo de pelaje claro apareció en escena, como si hubiera brotado del polvo. El gran semental de la manada trató de alejar a Whinney, lanzando un relincho de advertencia a Corredor, e incluso dominado por el pánico, tratando de alejar a su nueva yegua del macho más joven. Esta vez Corredor respondió con un salvaje relincho, y enseguida brincó y golpeó el suelo con las patas. Luego avanzó en línea recta hacia el animal más grande, olvidando a causa de la excitación que aún era demasiado joven e inexperto para combatir con un corcel adulto.

Y entonces, quién sabe por qué –un súbito cambio de actitud o tal vez el contagio del miedo–, el semental giró en redondo y se alejó. Whinney, desorientada, empezó a seguirlo, pero entonces Corredor se abalanzó para alcanzarla. Entretanto la manada se acercaba más y más al borde del precipicio y a la muerte segura que aguardaba allá abajo; la yegua con el pelaje del color del heno molido y el potrillo joven que ella había engendrado, montado por Ayla, se veían arrastrados por los demás. Con desesperada decisión, la mujer detuvo a Corredor frente a su madre. El animal gimió de miedo, pues se sentía impulsado a correr con el resto de los caballos, pero le contuvo la mujer y también las órdenes que estaba acostumbrado a obedecer.

Un momento después, todos los caballos habían pasado por el lado de Ayla. Mientras Whinney y Corredor permanecían inmóviles, temblando de miedo, el último miembro de la manada desapareció en el precipicio. Ayla se estremeció al oír el sonido lejano de los relinchos, los gritos y los gemidos de los caballos, e instantes después permaneció atónita, asombrada por el silencio. Whinney, Corredor y ella misma hubieran podido figurar entre los que acababan de despeñarse. Respiró hondo ante la inminencia del peligro, y en el acto miró a su alrededor en busca de Jondalar.

No le vio. El fuego se desplazaba en dirección sudeste; el viento soplaba desde la parte sudoeste del campo, pero las llamas habían cumplido su finalidad. Ayla miró en todas direcciones, pero siguió sin descubrir a Jondalar. Ella y los dos caballos estaban solos en el campo cubierto de humo. Sintió que un dogal de miedo y ansiedad le atenazaba la garganta. ¿Qué le habría sucedido a Jondalar?

Desmontó de Corredor y, mientras sostenía la cuerda, saltó ágilmente sobre el lomo de Whinney, dirigiéndose a continuación al lugar en el que se había separado del hombre. Exploró cuidadosamente toda la zona, yendo y viniendo, en busca de algún rastro, pero el terreno estaba cubierto por las huellas de los caballos. Después, por el rabillo del ojo, vio algo y corrió a comprobar de qué se trataba. Con el corazón en la boca, recogió del suelo el lanzador de Jondalar.

Examinó más atentamente el paraje y vio huellas de pasos, pertenecientes sin duda a varias personas; sin embargo, entre ellas destacaban las huellas de los grandes pies de Jondalar, dejadas por sus gastadas botas. Había visto muchas veces las mismas huellas cuando montaban un campamento y no podía equivocarse. También comprobó que había una mancha oscura en el suelo. Se inclinó para tocarla y retiró la yema de un dedo manchada de sangre.

Sus ojos se desorbitaron y el miedo le oprimió la garganta. Sin moverse del sitio donde estaba, pues no deseaba confundir el rastro, miró cuidadosamente alrededor, tratando de imaginar lo que había sucedido. Era una rastreadora experimentada, por lo que no tardó en comprender que alguien había herido a Jondalar y se lo había llevado. Siguió un rato las huellas hacia el norte. Después tomó nota de su entorno, para grabar la pista en su memoria, montó en Whinney, sosteniendo firmemente en la mano la cuerda de Corredor, y se dirigió al oeste con el propósito de recuperar la albarda.

Mientras cabalgaba hacia el oeste, frunció el entrecejo; su gesto duro y colérico expresaba exactamente lo que sentía; pero tenía que reflexionar y decidir lo que haría. Alguien había herido a Jondalar y se lo había llevado, y nadie tenía derecho a hacer una cosa semejante. Quizá Ayla no comprendiera las costumbres de los Otros, pero eso le constaba. Aún ignoraba cómo lo haría, pero se las arreglaría para que él volviese a estar a su lado.

Se sintió aliviada cuando vio la albarda todavía apoyada contra la piedra, exactamente como la habían dejado. La vació y realizó algunos arreglos, de manera que Corredor pudiera llevarla sobre el lomo, y a continuación comenzó a llenarla otra vez. Se había quitado esa mañana el cinturón –la molestaba un poco– y ahora lo metió todo en la albarda. Alzó el cinturón y examinó la afilada daga ceremonial sujeta todavía por un nudo; mientras la miraba, se pinchó casualmente con la punta. Observó la minúscula gota de sangre que brotaba, y sin saber por qué, sintió deseos de llorar. De nuevo estaba sola. Alguien se había llevado a Jondalar.

Su abatimiento desapareció de golpe, y como movida por un resorte, volvió a ponerse el cinturón cerciorándose de que quedaban bien sujetos la daga, el cuchillo, la hachuela y las armas de cazar. ¡Jondalar no estaría ausente demasiado tiempo! Colocó la tienda sobre la grupa de Corredor, pero se reservó la piel de dormir. ¿Cómo podía saber qué clase de tiempo encontraría? Llevó también un recipiente para el agua. Después, extrajo una torta de alimento para el viaje y se sentó sobre la roca. No tenía apetito, pero sabía que necesitaba mantener su fuerza si quería seguir el rastro y hallar a Jondalar.

La otra preocupación que la agobiaba, además de la desaparición de su compañero, era la ausencia del lobo. No podía ir en busca de Jondalar antes de encontrar a Lobo. Éste era mucho más que un acompañante animal al que amaba; podría ser esencial para seguir el rastro. Abrigaba la esperanza de que apareciera antes del anochecer, y se preguntó si debería volver sobre sus pasos para buscarlo. Pero ¿qué sucedería si estaba cazando? Probablemente no daría con él. Aunque le corroía la impaciencia, decidió que era mejor esperar.

Trató de pensar en lo que podía hacer, pero fue en vano. El acto mismo de herir a alguien y apresarlo le parecía tan extraño que le resultaba difícil incluso imaginar cómo llevar a cabo la empresa. Se trataba de algo ilógico, irracional.

Un gemido, al que siguió un ladrido, interrumpió el hilo de sus pensamientos. Al volverse vio a Lobo que corría hacia ella, sin duda feliz de verla. Ayla se sintió muy aliviada.

–¡Lobo! –exclamó alegremente–. Has llegado, y mucho antes que ayer. ¿Estás mejor?

Después de saludarlo afectuosamente, lo examinó y se alegró cuando confirmó de nuevo que, si bien había recibido un fuerte golpe, no tenía ningún hueso roto, y parecía haber mejorado notablemente.

Decidió partir enseguida, al objeto de encontrar el rastro cuando aún era de día. Ató la cuerda de Corredor a una tira de cuero que sujetaba la manta de Whinney y montó en la yegua. Después de ordenar a Lobo que la siguiera, regresó al paraje donde había encontrado las huellas de los pies de Jondalar, mezclados con las de otras personas, así como el lanzavenablos y la mancha de sangre, la cual era ahora un punto ligeramente pardusco en el suelo. Desmontó para examinar de nuevo el lugar.

–Lobo, tenemos que encontrar a Jondalar –dijo. El animal la miró, intrigado.

Ella se agachó y observó detenidamente las huellas de las pisadas, esforzándose por calcular el número de personas que componían el grupo, así como por grabar en su memoria el tamaño y la forma de los pies. El lobo esperó, sentado sobre las patas traseras, observándola, pues adivinaba que sucedía algo importante, fuera de lo común. Finalmente, Ayla señaló la mancha de sangre.

–Alguien hirió a Jondalar y se lo llevó. Tenemos que encontrarle. –El lobo olfateó la sangre, meneó la cola y gimió–. Éste es el pie de Jondalar –dijo Ayla, señalando la huella grande y peculiar que se destacaba de las otras más pequeñas. Lobo olfateó de nuevo el lugar que ella señalaba y miró a Ayla, como si esperara su próximo movimiento–. Se lo llevaron –recalcó la mujer, indicando las otras huellas de pies humanos.

Se levantó de golpe y caminó hacia Corredor. Retiró del bulto depositado sobre el lomo del caballo el lanzavenablos de Jondalar y se arrodilló para dárselo a oler al lobo.

–Lobo, ¡es preciso encontrar a Jondalar! ¡Alguien se lo ha llevado, y tenemos que rescatarle!

Capítulo 26

Jondalar cobró conciencia prontamente de que estaba despierto, pero la cautela le indujo a permanecer inmóvil hasta que pudiera aclarar qué andaba mal; porque era evidente que algo andaba mal. Por una parte, le dolía la cabeza. Abrió apenas los ojos. La penumbra reinaba en aquel lugar, pero pudo ver el suelo frío y duro sobre el cual estaba acostado. Sintió algo seco y endurecido en un lado de la cara, pero, cuando intentó mover las manos y averiguar qué era, se dio cuenta de que las tenía atadas a la espalda. También tenía los pies atados.

Rodó de costado y miró a su alrededor. Estaba en una pequeña estructura redonda, una especie de armazón de madera cubierto con pieles, e intuyó que el lugar estaba dentro de un recinto más amplio. No se oía el sonido del viento ni había corrientes de aire ni el movimiento de las pieles como hubiera sido el caso de haber estado al aire libre; y aunque hacía frío, éste no era insoportable. De pronto comprendió que ya no tenía puesta la chaqueta de piel.

Jondalar trató de sentarse, y de pronto se sintió aturdido. El latido en la cabeza se concentró en un punto doloroso sobre la sien izquierda, cerca del residuo seco y endurecido. Cesó en sus movimientos cuando oyó el sonido de unas voces que se acercaban. Dos mujeres hablaban en una lengua desconocida, si bien le pareció percibir palabras que se asemejaban vagamente al mamutoi.

–¿Quién anda ahí? Estoy despierto –gritó en la lengua de los Cazadores de Mamuts–. ¿Alguien puede desatarme? Estas cuerdas no son necesarias. Seguramente hubo un malentendido. No tengo malas intenciones.

Las voces se interrumpieron un momento y después continuaron, pero nadie respondió ni acudió.

Jondalar, que yacía boca abajo sobre el suelo, trató de recordar cómo había llegado allí y qué podía haber hecho como para inducir a alguien a maniatarlo. De acuerdo con su experiencia, únicamente se ataba a las personas cuando observaban una conducta desordenada e intentaban herir a alguien. Recordó una pared de fuego y los caballos que corrían hacia el precipicio, en el borde del campo. Seguramente esa gente estaba cazando caballos y le habían sorprendido en medio de todo aquello.

Entonces recordó que había visto a Ayla montada en Corredor y que tenía dificultades para controlarlo. Se preguntó cómo era posible que el animal hubiese terminado en medio del rebaño lanzado a la carrera si él lo había dejado atado a un matorral.

El pánico casi había demudado a Jondalar, pues temió que el caballo hubiese respondido a su instinto gregario y seguido a los otros hacia el precipicio, llevándose consigo a Ayla. Recordó que había corrido hacia los animales con la lanza preparada en el lanzador. Aunque amaba aquel caballo castaño, lo habría matado antes de permitirle que arrastrase a la muerte a Ayla. Era su último recuerdo, excepto la fugaz imagen de un dolor agudo antes de que todo se sumiese en sombras.

Jondalar pensó: «Alguien me asestó un golpe. Y fue un golpe fuerte, porque no recuerdo cómo me trajeron aquí y la cabeza aún me duele. ¿Creerían acaso que estaba echando a perder su estrategia de cazadores?». La primera vez que había visto a Jeren y a sus cazadores había sido en similares circunstancias. Él y Thonolan, sin quererlo, habían espantado la manada de caballos que los cazadores estaban empujando hacia una trampa. Pero después de calmar su cólera, Jeren había comprendido que su acción no había sido intencionada, y se habían hecho amigos. «No eché a perder la cacería de esta gente. ¿O sí?»

De nuevo trató de sentarse. Girando sobre su costado, levantó las rodillas; después hizo un esfuerzo para rodar y alcanzar la posición de sentado. Tras algunos intentos, aunque la cabeza le dolía a causa del esfuerzo, al fin lo logró. Se sentó con los ojos cerrados, confiando en que el dolor se calmaría pronto. Pero, a medida que sus molestias se iban atemperando, se acentuó su preocupación por Ayla y los animales. ¿Whinney y Corredor se habrían lanzado al precipicio junto con el rebaño y Corredor se habría llevado consigo a Ayla?

¿Ella habría muerto? Sintió que al pensar en eso se le oprimía el corazón. ¿Quizá Ayla y los caballos hubieran muerto? ¿Y Lobo? Cuando el animal herido llegase finalmente al campo, no hallaría a nadie. Jondalar se lo imaginaba olfateándolo todo, tratando de seguir un rastro que no conducía a ninguna parte. ¿Qué haría? Lobo era buen cazador, pero estaba herido. ¿Cómo podía cazar para alimentarse con esa lesión? Echaría de menos a Ayla y al resto de su «manada». No estaba acostumbrado a vivir solo. ¿Cómo podría arreglárselas? ¿Qué sucedería cuando se enfrentase con una manada de lobos salvajes? ¿Lograría defenderse?

«¿No vendrá nadie? Me apetece un poco de agua», pensó Jondalar. «Seguramente me han oído. También necesito alimento, pero sobre todo tengo sed.» Sentía la boca cada vez más seca y su ansia de agua se acentuó.

–¡Eh, vosotros! ¡Tengo sed! ¿Nadie puede traerme un poco de agua? –gritó–. ¿Qué clase de gente sois? ¡Maniatáis a un hombre y ni siquiera le dais un sorbo de agua!

Nadie respondió. Después de gritar unas cuantas veces más, decidió ahorrar fuerzas. De ese modo sólo conseguiría tener más sed y la cabeza le seguía doliendo. Pensó en acostarse, pero sentarse le había exigido tanto esfuerzo que no estaba seguro de que pudiera repetir la maniobra.

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