Las llanuras del tránsito (78 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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La roca que se disolvía bajo el nivel del suelo ejerció un profundo efecto sobre la superficie, y fue así como el paisaje, denominado karst, adquirió características desusadas y peculiares. A medida que las cavernas se ensanchaban, acercándose más su extremo superior a la superficie, fueron derrumbándose y originaron pozos de empinadas paredes. Los restos de los techos de las cavernas crearon puentes naturales. Los arroyos y los ríos que corrían en la superficie desaparecían de pronto hundiéndose en los pozos y fluían bajo tierra, y a veces convertían los valles, antes formados por los ríos, en terreno alto y seco.

Era cada vez más difícil encontrar agua. El agua que corría desaparecía de pronto en las cavidades y los pozos abiertos en las rocas. Incluso después de una intensa lluvia, el agua desaparecía casi instantáneamente, sin que quedaran en la superficie riachuelos ni arroyos. En cierta ocasión, los viajeros tuvieron que recurrir a un pequeño estanque que se mantenía en el fondo de un pozo, para obtener el precioso líquido. Otra vez, el agua apareció de súbito en forma de manantial, que regaba la superficie un tramo, para después desaparecer de nuevo bajo tierra.

El terreno era árido y rocoso, con una delgada capa superficial que dejaba al descubierto la roca subyacente. También escaseaba la vida animal. Aparte de algunos musmones, con su pelaje lanudo de apretados rizos, ahora más espeso para afrontar el invierno, y sus gruesos cuernos enroscados, los únicos animales que vieron fueron unas pocas marmotas de las rocas. Las ágiles y astutas criaturas eran muy hábiles en esquivar a sus numerosos depredadores. Ya se tratara de lobos, zorros del ártico, halcones o águilas doradas, un silbido agudo emitido por un centinela hacía que todos los animales se refugiasen en pequeños agujeros y cavernas.

Lobo trató de perseguirlas sin resultado. Sin embargo, debido a que los caballos de largas patas normalmente no eran considerados peligrosos, Ayla consiguió cazar algunas con su honda. Los peludos roedores, engordados por la hibernación, tenían un sabor muy parecido al del conejo, pero eran pequeños, y por primera vez desde el verano anterior, Jondalar y Ayla pescaban a menudo en el Río de la Gran Madre para preparar su cena.

Al principio, la inquietud que les embargaba motivó que Ayla y Jondalar atravesaran con suma precaución el paisaje del karst, con sus extrañas formaciones, las cavernas y los pozos, pero la familiaridad debilitó la vigilancia. Caminaban con el fin de que los caballos pudieran descansar. Jondalar conducía a Corredor sujeto por una cuerda larga, y a veces le permitía detenerse para comer un poco de la hierba seca y rala. Whinney hacía lo mismo, y luego avanzaba en pos de Ayla, sin necesidad de cabestro.

–Me pregunto si el peligro acerca del cual Jeren quiso advertirnos sería esta tierra estéril poblada de cavernas y agujeros –comentó Ayla–. La verdad es que no me gusta mucho.

–No, a mí tampoco. No sabía que iba a ser así –dijo Jondalar.

–¿No estuviste antes aquí? Yo creía que habías seguido esta ruta –se extrañó la mujer–. Dijiste que habías seguido el curso del Río de la Gran Madre.

–En efecto; seguimos el curso del Río de la Gran Madre, pero en el lado opuesto. No cruzamos sino cuando ya estábamos mucho más al sur. Me pareció que sería más fácil viajar por este lado al regreso, y además quería conocerlo. El río vira bruscamente no lejos de aquí. Antes caminábamos hacia el este, y yo me preguntaba cómo sería la zona alta que había obligado al río a desviarse hacia el sur. Sabía que ésta sería la única oportunidad que se me brindaría de conocer esta región.

–Ojalá me lo hubieras dicho antes.

–¿Qué importa eso? De todos modos, estamos siguiendo el curso del río.

–Pero yo creía que estabas familiarizado con esta región. En cambio, resulta que no la conoces mejor que yo.

Ayla no sabía a ciencia cierta por qué se sentía tan molesta, a no ser porque había contado con que él sabría lo que podían esperar, y ahora descubría que no era así. El lugar era tan extraño que la inquietaba.

Habían estado avanzando, absortos en la conversación que amenazaba agriarse, incluso convertirse en una áspera discusión, y no prestaban demasiada atención al suelo que pisaban. De pronto Lobo, que trotaba al lado de Ayla, lanzó un aullido y encogió una pata. Ambos se volvieron para mirar y se detuvieron en seco. Ayla experimentó una súbita oleada de temor, y Jondalar palideció.

Capítulo 24

El hombre y la mujer buscaron el suelo que se extendía delante; no había nada. La tierra que estaba frente a ellos había desaparecido. Casi llegaron a sobrepasar el borde de un precipicio. Jondalar sintió la tensión conocida en la ingle cuando bajó los ojos hacia el profundo abismo, pero le sorprendió ver que allá abajo, en lo más hondo, había un campo verde amplio y llano, atravesado por un arroyo.

El suelo de los grandes pozos solía estar cubierto por una espesa capa de los residuos insolubles de la piedra caliza allí acumulados, y algunos de los pozos profundos se unían y abrían para formar depresiones alargadas, creando amplias zonas de suelo muy por debajo de la superficie normal. Gracias al suelo y el agua, la vegetación que había abajo era abundante y sugestiva. El problema consistía en que ninguno de ellos podía encontrar el modo de descender al prado verde que se extendía al pie del enorme orificio de empinados bordes.

–Jondalar, algo está mal en este sitio –dijo Ayla–. Es tan seco y árido que casi nada puede sobrevivir aquí; y allá abajo, en cambio, hay un hermoso prado con un arroyo y árboles, pero es imposible llegar a él. El animal que lo intentara moriría despeñado. Intuyo que algo está mal.

–En efecto, así es. Y quizá, Ayla, tengas razón. Es posible que fuera esto lo que Jeren trató de advertirnos. Aquí no hay gran cosa que pueda interesar a los cazadores, y es peligroso. Nunca conocí un lugar en el que uno tuviera que cuidarse de no caer en un precipicio aparecido como por arte de magia en medio del camino.

Ayla se inclinó, aferró con ambas manos la cabeza de Lobo y acercó su frente a la del animal.

–Gracias, Lobo, por advertirnos del peligro cuando no estábamos prestando atención –dijo. Lobo gimió para expresar su afecto, y lamió la cara de Ayla.

Retrocedieron y condujeron a los caballos alrededor de la profunda sima, casi sin cambiar palabra. Ayla ni siquiera podía recordar cuál era el punto más importante de la discusión en la que estuvieron al borde de enzarzarse. Sólo pensó que nunca debían perder la noción de lo que les rodeaba hasta el extremo de no ver por dónde caminaban.

Mientras continuaban hacia el norte, el río que corría a la izquierda comenzó a atravesar una garganta que se ahondaba más y más a medida que los riscos rocosos se elevaban. Jondalar se preguntó si les convendría seguir cerca del agua o mantenerse en la meseta. Pero se conformó al pensar que estaban siguiendo el curso del río en lugar de cruzarlo. Más que los valles con sus laderas cubiertas de hierba y las amplias planicies inundables, en las regiones del karst los grandes ríos que podían verse desde la superficie tendían a atravesar profundas gargantas de piedra caliza. Si ya era difícil seguir los cursos de agua como rutas cuando no existía una cornisa lateral sobre la cual marchar, aún lo era más cruzar aquellas vías fluviales.

Jondalar recordó la gran garganta que estaba más al sur, con largos tramos en los cuales no había orillas, y decidió permanecer en la meseta. Mientras continuaban el ascenso, le alivió ver un hilo largo y fino de agua que descendía por las rocas en dirección al río que estaba más abajo. Aunque la cascada vertía sus aguas en el río, su presencia significaba que podrían obtener un poco de agua al llegar a lo alto, a pesar de que la mayor parte desaparecía deprisa en las grietas del karst.

Pero el karst era también un paisaje con muchas cuevas. Éstas eran tan abundantes que Ayla, Jondalar y los caballos pasaron las dos noches siguientes protegidos de la intemperie por muros de piedra y sin necesidad de montar la tienda. Después de examinar varias cuevas, empezaron a adquirir cierta experiencia para saber cuáles eran las que más les convenían.

Mientras que las cavernas surcadas por profundos ríos subterráneos continuaban exhibiendo proporciones que iban en aumento, la mayor parte de las cuevas accesibles que estaban cerca de la superficie eran cada vez más pequeñas. Además, el espacio interior disminuía, en ocasiones rápidamente, cuando las condiciones generales incluían la abundancia de agua, aunque rara vez cambiaban durante los períodos secos. En algunas cavernas se podía entrar únicamente con tiempo seco; cuando llovía intensamente el agua las inundaba por completo. Otras, si bien estaban siempre abiertas, albergaban corrientes de agua que anegaban su suelo. Los viajeros buscaban cavernas secas, por lo general a una altura algo superior; pero el agua, así como la piedra caliza, había sido el instrumento que les dio forma y las esculpió.

El agua de lluvia, que se filtraba lentamente a través de la roca del techo, absorbía la piedra caliza disuelta. Cada gota de agua calcárea, incluso la más minúscula gotita de humedad del aire, estaba saturada de carbonato de calcio en solución, y éste volvía a depositarse en el interior de la cueva. Aunque su color era el blanco puro, el mineral endurecido podía llegar a ser bellamente translúcido o moteado y sombreado de gris, o bien presentar leves matices rojos o amarillos. Se formaban pavimentos de travertino, y cortinajes inmóviles adornaban los muros. Las estalactitas que colgaban del techo se alargaban con cada gota húmeda, e iban al encuentro de las estalagmitas que crecían lentamente a partir del piso. Algunas se unían en esbeltas columnas, las cuales engrosaban con el tiempo en el ciclo permanente de la tierra viva.

Los días eran cada vez más fríos y ventosos. Ayla y Jondalar se alegraron de la abundancia de cavernas que les permitían defenderse del tiempo helado. Por lo general inspeccionaban los posibles refugios antes de entrar, para asegurarse de que no estaban habitados por ocupantes de cuatro patas. Por suerte comprobaron que podían confiar en los sentidos más agudos de sus compañeros de viaje, que les advertían del peligro. Sin que fuera necesario hacer ningún comentario al respecto, de una forma inconsciente, dependían del olor a humo para saber si había ocupantes humanos –los humanos eran los únicos habitantes que usaban fuego–, pero no vieron a nadie, e incluso las restantes especies animales eran poco frecuentes.

Por tanto, se sorprendieron cuando llegaron a una región con una vegetación asombrosamente generosa, por lo menos comparada con el resto del paisaje árido y rocoso. La piedra caliza no era la misma, variaba mucho en cuanto a su facilidad para disolverse, y asimismo en la proporción en que era insoluble. En consecuencia, algunos sectores del karst de piedra caliza eran fértiles, prados y árboles se extendían junto a arroyos normales que corrían en la superficie. Había suelos hundidos, cavernas y ríos subterráneos en aquellos sectores, pero no eran tan comunes.

Al aproximarse a un rebaño de renos que pastaban en un campo de heno seco, Jondalar miró con una sonrisa a Ayla y sacó su lanzavenablos. Ayla inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y urgió a Whinney a seguir al hombre y al caballo. Dado que en la región apenas había algunos animales pequeños, la caza había sido casi mínima, y como el río estaba mucho más abajo, en la garganta, tampoco la pesca era posible. Habían subsistido esencialmente con alimentos secos y las raciones de viaje, e incluso habían compartido su comida con Lobo. Los caballos también pasaron dificultades. La hierba rala que crecía en la fina capa de tierra no había sido suficiente para ellos.

Jondalar practicó un corte en el cuello del pequeño corzo que acababa de abatir, para dejarlo sangrar. Después, depositaron el cuerpo en el bote redondo sujeto a las angarillas, y buscaron en las inmediaciones un lugar donde acampar. Ayla deseaba secar parte de la carne y derretir la grasa invernal del animal, y a Jondalar le tentaba la idea de comer un buen trozo de asado y un poco de hígado tierno. Se proponía permanecer en aquel sitio un día o poco más, sobre todo porque el prado estaba cerca. Los caballos necesitaban alimentarse. Lobo había descubierto abundancia de pequeñas criaturas, ratones, lemmings, picas, y había salido de caza y a explorar.

Cuando vieron una cueva que se abría en la ladera de una montaña, se dirigieron hacia allá. Era un poco más pequeña de lo que esperaban, pero parecía suficiente. Soltaron la pértiga y descargaron los caballos para dejarlos pastar en el prado, depositaron los canastos al lado de la caverna y arrastraron las angarillas hasta allí. Después, fueron a recoger leña y estiércol seco.

Ayla quería preparar una comida con carne fresca y pensaba en los ingredientes con que la acompañaría. Recogió algunas semillas secas y granos de las hierbas del prado, así como puñados de las minúsculas simientes negras de los amarantos que crecían junto al arroyuelo, un poco al norte de la cueva. Cuando regresó, Jondalar ya había encendido el fuego; le pidió que fuera al arroyo y trajese agua.

Lobo llegó antes de que el hombre hubiera vuelto y, al aproximarse a la caverna, mostró los dientes y gruñó amenazador. Ayla sintió un escalofrío.

–Lobo, ¿qué pasa? –preguntó, y con un movimiento instintivo cogió su honda y una piedra, pese a que el lanzavenablos estaba al alcance de su mano. El lobo entró remolón en la cueva y de su garganta brotó un gruñido grave. Ayla lo siguió, inclinó la cabeza para penetrar por la pequeña y oscura abertura de la roca y pensó que hubiera debido coger una antorcha. De todos modos, el olfato le dijo lo que los ojos no podían distinguir. Habían pasado muchos años desde que había sentido ese olor, pero nunca lo olvidaría. De pronto, su mente evocó esa primera vez, mucho tiempo atrás.

Estaban al pie de las montañas, no muy lejos de la Asamblea del Clan. Transportaba a su hijo apoyado en la cadera, sostenido por una capa, y aunque ella era joven y una de los Otros, marchaba en la posición propia de la hechicera. Todos se habían detenido bruscamente y contemplaban al monstruoso oso de la caverna, que se rascaba perezosamente la espalda contra la corteza del árbol.

Aunque la enorme criatura, que tenía doble tamaño que los osos pardos comunes, era el tótem más reverenciado del clan, la gente joven del clan de Brun nunca había visto hasta entonces un ejemplar vivo. No quedaba ninguno en las montañas próximas a la cueva de los humanos, si bien los huesos secos demostraban que otrora habían vivido allí. A causa de la poderosa magia que contenían, Creb había guardado los pocos mechones de pelo prendidos en la corteza una vez que el oso de la caverna decidió marcharse, dejando tras de sí un olor peculiar.

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