Las llanuras del tránsito (84 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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A medida que pasaba el tiempo comenzó a acentuarse su malhumor. Estaba débil, rozando el delirio, y se obsesionaba en lo peor. Se convenció de que Ayla estaba muerta y de que también los caballos habían perecido. Cuando pensaba en Lobo, imaginaba a la pobre bestia errando sola, herida e imposibilitada para cazar, buscando a Ayla y expuesta al ataque de los lobos o las hienas locales, o de otro animal..., lo cual quizá fuera mejor que morir de hambre. Se preguntó si le dejarían morir después; luego casi abrigó la esperanza de que lo hicieran... si, en efecto, Ayla había muerto. El hombre se identificó con la situación que imaginaba para el lobo y llegó a la conclusión de que él y Lobo debían ser los últimos supervivientes de aquel extraño grupo de viajeros y de que también ellos desaparecerían pronto.

El rumor de gente que se acercaba le arrancó de su desesperación. Alguien apartó el reborde que cubría la entrada de la pequeña estructura; por la abertura vio una figura, los pies separados y las manos en las caderas, la silueta recortada por la luz de una antorcha. La mujer dio una tajante orden. Dos mujeres entraron en el espacio cerrado, se pusieron una a cada lado de Jondalar, le alzaron y le arrastraron fuera. Le pusieron de rodillas frente a la mujer, las manos y los pies aún atados. De nuevo le dolía la cabeza, e inseguro, se apoyó en una de las mujeres. Ella le apartó.

La mujer que había dado la orden de que le sacaran de su encierro le miró un instante o dos, y después se echó a reír. Estaba huraña y destemplada, como enloquecida, emitiendo una especie de ladridos. Jondalar se estremeció sin querer y experimentó un escalofrío de miedo. Ella le dirigió algunas palabras duras; Jondalar no entendió, pero trató de enderezarse y mirarla. Se le enturbió la vista y se tambaleó inseguro. La mujer frunció el entrecejo, ladró más órdenes y después se dio la vuelta y salió. Las mujeres que le sostenían le soltaron y siguieron a la que había hablado, junto con varias otras. Jondalar cayó de costado, aturdido y débil.

Sintió que cortaban las ataduras de sus pies y después le acercaron agua a la boca. Casi se ahogaba, pero intentó ansiosamente tragar un poco de líquido. La mujer que sostenía el recipiente dijo unas cuantas palabras con acento disgustado, y después entregó la vasija a un hombre viejo. Éste se adelantó y acercó el recipiente a la boca de Jondalar; después lo inclinó, no precisamente con más suavidad, pero sí con más paciencia, de modo que Jondalar pudo beber y finalmente pudo saciar su terrible sed.

Antes de que estuviese totalmente satisfecho, la mujer impartió una orden impaciente, y el hombre retiró el agua. Después, obligó a Jondalar a incorporarse. Trastabilló aturdido mientras ella le empujaba hacia delante, fuera del refugio, y le introdujo en un grupo de hombres. Hacía frío, pero nadie le ofreció su chaqueta de piel, ni siquiera le desató las manos para que pudiera frotárselas.

Pero el aire frío le reanimó y advirtió que algunos otros hombres también tenían las manos atadas a la espalda. Miró con más atención a la gente con la que le habían arrojado. Los había de todas las edades, desde jóvenes –que parecían más bien niños– hasta ancianos. A todos se les veía delgados, débiles y sucios, con las ropas rotas e inapropiadas y los cabellos apelmazados. Unos pocos tenían heridas que no habían sido curadas, cubiertas de sangre seca y de tierra.

Jondalar trató de hablar en mamutoi con el hombre que estaba de pie a su lado, pero éste se limitó a menear la cabeza. Jondalar pensó que el hombre no entendía, de modo que probó con el sharamudoi. El hombre desvió la vista en el momento mismo en que una mujer que sostenía una lanza se acercó y amenazó con ella a Jondalar, ladrando una áspera orden. Jondalar no comprendió las palabras, pero la actitud de la mujer era bastante clara; se preguntó si la razón por la cual el hombre no había hablado era porque no le entendía, o si le entendía, no había querido hablar.

Varias mujeres con lanzas se habían apostado a intervalos regulares entre los hombres. Una de ellas gritó algunas palabras y los hombres empezaron a caminar. Jondalar aprovechó la oportunidad para mirar a su alrededor y tratar de comprender dónde estaba. El lugar, formado por varias viviendas redondas, le pareció más o menos conocido, lo cual era extraño, porque jamás había atravesado esa región. Entonces comprendió que se trataba de las viviendas. Se asemejaban a los refugios de los mamutoi. Aunque no eran exactamente iguales, parecía que los habían construido en un estilo análogo, probablemente empleando restos de mamuts como soportes de la estructura, cubiertos de paja y después de hierba y arcilla.

Comenzaron a caminar ascendiendo una ladera, lo que permitió a Jondalar contemplar un panorama más amplio. El campo estaba formado principalmente por la estepa cubierta de hierba o la tundra, llanuras sin árboles, con tierra sobre el subsuelo helado, que en verano, con el deshielo, se convertía en una superficie negra y lodosa. La tundra no podía producir más que hierbas enanas, pero a las que, en primavera, las flores agregaban color y belleza, y que servían de alimento al buey almizclero, al reno y a otros animales que podían digerirla. También había extensiones de taiga, árboles siempre verdes de escasa altura, con un desarrollo tan uniforme que se hubiera dicho que un gigantesco instrumento de corte había podado todas las copas; en realidad, así era. Los vientos helados que lanzaban contra los árboles agujas de hielo o afilados trozos de áspero loess cercenaban las ramitas o las prolongaciones individuales que se atrevían a sobrepasar la altura alcanzada por el conjunto.

Mientras avanzaban penosamente, Jondalar vio un rebaño de mamuts que pastaba a gran distancia hacia el norte, y un poco más cerca, un grupo de renos. Sabía que cerca pastaban los caballos –esta gente había estado cazándolos– y supuso que el bisonte y el oso frecuentaban la región durante las estaciones más cálidas. La región se asemejaba al lugar de origen del propio Jondalar más que las estepas secas y cubiertas de pasto del este, por lo menos en los tipos de plantas que allí crecían, aunque la vegetación principal era distinta, y probablemente ocurría lo mismo con la mezcla proporcional de animales.

Por el rabillo del ojo Jondalar percibió un movimiento a su izquierda. Se volvió a tiempo para ver una liebre blanca que atravesaba veloz la colina, perseguida por un zorro ártico. Mientras miraba, el animal saltó de pronto en otra dirección y pasó junto al cráneo parcialmente descompuesto de un rinoceronte lanudo y se refugió en su madriguera.

«Donde hay mamuts y rinocerontes», pensó Jondalar, «hay leones de las cavernas, y, en vista de la presencia de rebaños de otros animales, probablemente también hienas y ciertamente lobos. Hay mucha carne y animales de piel, y alimentos que crecen en la tierra. Es un país de abundancia». Hacer este tipo de evaluación era casi una segunda naturaleza en él, como le sucedía en cierto grado a la mayoría de la gente. Vivían de la tierra y tenían que hacer cuidadosas evaluaciones de cuáles eran sus recursos.

Cuando el grupo llegó a un lugar alto y llano al costado de la colina, se detuvo. Jondalar miró hacia abajo y vio que los cazadores que vivían en ese lugar contaban con una ventaja única. No sólo podían ver de lejos a los animales, sino que los diferentes y nutridos rebaños que recorrían la región tenían que pasar por un estrecho corredor, allá abajo, entre las altas paredes de piedra caliza y el río. Debía ser fácil cazarlos allí. Se preguntó por qué habían estado cazando caballos cerca del Río de la Gran Madre.

Un gemido doloroso atrajo la atención de Jondalar sobre su entorno inmediato. Una mujer de cabellos grises largos, sucios y desordenados, sostenida por dos mujeres un tanto más jóvenes, gemía y lloraba, dominada por el dolor. De pronto, se liberó de las dos mujeres, cayó de rodillas y se inclinó sobre algo que estaba en el suelo. Jondalar se acercó más para ver mejor. Era una cabeza más alto que la mayoría de los hombres, y, tras dar unos cuantos pasos, comprendió la causa del sufrimiento de la mujer.

Se trataba obviamente de un funeral. En el suelo habían depositado tres personas jóvenes, probablemente al límite de la adolescencia o principios de la veintena. Dos eran evidentemente varones; tenían barba. El más corpulento probablemente era el más joven. El vello facial rubio todavía era un tanto escaso. La mujer de cabellos grises sollozaba sobre el cuerpo del otro, en quien se destacaban más los cabellos castaños y la barba corta. El tercero era bastante alto pero delgado, y algo en el cuerpo y el modo de yacer inducía al espectador a preguntarse si aquel individuo no habría padecido un problema físico. Jondalar no alcanzó a verle barba, y eso le llevó a pensar al principio que era una mujer; pero también podía haber sido un joven bastante alto que se afeitaba.

Los detalles del vestido no eran de gran utilidad. Todos tenían polainas y túnicas altas que disimulaban los rasgos característicos. Las ropas parecían nuevas, pero carecían de adornos. Era como si alguien no quisiera que los identificasen en el otro mundo y hubiese intentado hundirlos en el anonimato.

La mujer de cabellos grises fue retirada, casi arrastrada –aunque sin rudeza– lejos del cuerpo del joven por las dos mujeres que habían tratado de sostenerla. Entonces se adelantó otra mujer, y algo en ella indujo a Jondalar a mirarla más atentamente. Tenía la cara extrañamente torcida, en una peculiar asimetría, de modo que un lado causaba la impresión de que estaba contraído y era un poco más pequeño que el otro. No intentaba ocultarlo. Tenía los cabellos claros, quizá grises, recogidos y asegurados con un rodete sobre la coronilla.

Jondalar pensó que tenía más o menos la misma edad que su propia madre: la mujer se movía con la misma gracia e idéntica dignidad, si bien no mostraba semejanza física con Marthona. A pesar de su leve deformidad, la mujer no carecía de atractivo y su rostro acaparaba la atención del observador. Cuando miró a Jondalar, éste se dio cuenta de que había estado observándola fijamente, pero ella desvió primero los ojos, y a él le pareció que lo hacía con cierta prisa. Cuando la mujer empezó a hablar, Jondalar comprendió que estaba dirigiendo la ceremonia fúnebre. Se dijo que debía ser una mamut, una mujer que se comunicaba con el mundo de los espíritus, una Zelandoni para esa gente.

Algo le indujo a volverse y mirar hacia la gente congregada. Otra mujer estaba mirándole fijamente. Era alta, de cuerpo bastante musculoso, de rasgos acentuados; pero, de todos modos, era una mujer hermosa, de cabellos castaños claros y, un dato interesante, ojos muy oscuros. No desvió sus ojos cuando él la miró; al contrario, le examinó sin disimulo. Tenía las proporciones y la forma, la apariencia general, de una mujer que, en circunstancias normales, podía atraer a Jondalar, pero la sonrisa que se dibujaba en sus labios le inquietaba.

Entonces advirtió que estaba de pie, con las piernas separadas y las manos en las caderas; de pronto comprendió quién era: la mujer que había reído con acento tan amenazador. Contuvo el impulso de retroceder y ocultarse entre los hombres, porque comprendió que no podría lograrlo aunque lo intentase. Jondalar no sólo era una cabeza más alto, sino que tenía un aspecto más saludable y un cuerpo más musculoso que el resto. Llamaría la atención en cualquier sitio donde se encontrase.

La ceremonia parecía un tanto formulista, como si obedeciese a una necesidad desagradable más que a una ocasión solemne e importante. Sin mortajas fúnebres, los cuerpos fueron sencillamente llevados a una sola tumba poco profunda, de uno en uno. Jondalar advirtió que, al levantarlos, los cuerpos estaban laxos. Eso significaba que habían muerto no mucho tiempo antes; los cadáveres no estaban aún rígidos y no despedían olor. El cuerpo alto y delgado fue el primero; lo depositaron sobre la espalda; con ocre rojo pulverizado salpicaron la cabeza y, por extraño que pareciese, la pelvis, la poderosa área reproductora, lo cual llevó a Jondalar a preguntarse si quizá se trataba, en efecto, de una mujer.

Los dos restantes recibieron un trato distinto, pero incluso más extraño. El varón de cabellos castaños fue depositado en la tumba común, a la izquierda del primer cadáver mirando desde donde estaba Jondalar, pero a la derecha del anterior, y colocado sobre su costado, de frente al primer cuerpo. Después se le extendió el brazo de modo que la mano descansara sobre la región púbica salpicada de ocre rojo del otro. El tercer cuerpo fue casi arrojado a la tumba, boca abajo, sobre el costado derecho del cuerpo que había sido depositado primero. También se derramó ocre rojo sobre la cabeza de estos otros dos. Era evidente que el polvo rojo sagrado tenía la misión de proteger; pero ¿a quién? ¿Y contra qué? Tales fueron las preguntas que se formuló Jondalar.

Cuando comenzaron a devolver a la tumba poco profunda la tierra suelta, la mujer de cabellos grises se desprendió otra vez de las mujeres. Corrió hacia la tumba y arrojó algo en su interior. Jondalar vio un par de cuchillos de piedra y unas cuantas puntas de lanza de pedernal.

La mujer de ojos negros avanzó unos pasos, evidentemente irritada. Impartió una orden a uno de los hombres, señalando hacia la tumba. El hombre se estremeció, pero no se movió. Entonces, la hechicera se adelantó y habló, meneando la cabeza. La otra mujer le gritó, colérica y contrariada, pero la hechicera se mantuvo firme y continuó meneando la cabeza. La mujer alzó una mano y abofeteó con el dorso a la hechicera. Hubo una exclamación colectiva, y después la mujer irritada se alejó, seguida por un grupo de mujeres que portaban lanzas.

La hechicera no reaccionó ante el golpe; ni siquiera se llevó la mano a la mejilla, si bien Jondalar pudo ver, incluso desde el lugar que él ocupaba, la mancha roja cada vez más intensa. Llenaron deprisa la tumba con tierra mezclada con varios pedazos de carbón de leña y maderas quemadas parcialmente. Jondalar dedujo que allí seguramente habían encendido grandes hogueras. Miró hacia abajo, en dirección al estrecho corredor que había en el fondo. Comenzó a comprender que ese lugar alto era un perfecto puesto de vigía, desde donde podía encenderse fuego para avisar cuando se aproximaban animales o cualquier otra cosa.

Apenas los cuerpos quedaron sepultados, los hombres fueron obligados a descender nuevamente por la ladera de la colina y llevados a un lugar rodeado por una alta empalizada de troncos de madera puestos uno al lado del otro y asegurados con cuerdas. Había huesos de mamut apilados contra una parte de la empalizada; Jondalar se preguntó por qué estaban allí. Quizá los huesos contribuían a consolidar la empalizada. Le separaron del resto, le llevaron al refugio y, finalmente, le empujaron para encerrarle otra vez en el pequeño recinto circular de paredes de cuero. Pero antes de entrar, pudo observar cómo estaba hecho.

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