Las llanuras del tránsito (86 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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–Yo traduciré –dijo.

Attaroa hizo un comentario burlón que provocó la risa de las mujeres que estaban a su alrededor, pero S’Armuna no tradujo esas palabras.

–Estaba hablando conmigo –fue todo lo que dijo, con el rostro impasible. La mujer sentada volvió a hablar, esta vez a Jondalar.

–Hablaré ahora como Attaroa –dijo S’Armuna, comenzando a traducir–. ¿Por qué has venido aquí?

–No he venido aquí voluntariamente. Me trajeron maniatado –indicó Jondalar, mientras S’Armuna traducía casi simultáneamente–. Estoy realizando mi viaje. O, mejor dicho, estaba. No comprendo por qué me habéis maniatado. Nadie se ha molestado en explicármelo.

–¿De dónde has venido? –preguntó Attaroa por intermedio de S’Armuna, sin hacer caso de los comentarios de Jondalar.

–El año pasado inverné con los mamutoi.

–¡Mientes! Has venido del sur.

–Hice un largo rodeo. Deseaba visitar a parientes que viven cerca del Río de la Gran Madre, en el extremo sur de las montañas orientales.

–¡Mientes de nuevo! Los zelandonii viven muy lejos de aquí, hacia el oeste. ¿Cómo puedes tener parientes en el este?

–No es mentira. Viajé con mi hermano. A diferencia de los s’armunai, los sharamudoi nos dieron la bienvenida. Mi hermano se unió con una mujer de ese pueblo. Por él son parientes míos.

Después, cargado de justa indignación, Jondalar continuó. Era la primera oportunidad que se le ofrecía de hablar con alguien que le escuchara.

–¿No sabéis que los que hacen un viaje tienen derecho de paso? La mayoría de la gente acoge bien a los visitantes. Intercambian y comparten historias con ellos. ¡Pero aquí no sucede lo mismo! Aquí me golpearon en la cabeza, y aunque estaba herido, no curaron mi herida. Nadie me dio agua o alimento. Me arrebataron la chaqueta de piel y no me la devolvieron ni siquiera cuando me obligaron a salir.

Cuanto más hablaba, más se enojaba. Había sido muy maltratado.

–Me llevasteis fuera, al frío, y me dejasteis allí. En mi largo viaje no he visto a otro pueblo que jamás me tratara de este modo. Incluso los animales de las llanuras comparten su pasto y su agua. ¿Qué clase de pueblo es éste?

Attaroa le interrumpió.

–¿Por qué intentaste robar nuestra carne? –Ardía de cólera, pero trataba de disimularlo. Aunque sabía que todo lo que él decía era verdad, no le gustaba que le dijesen que era un tanto inferior a otros, y sobre todo delante de su pueblo.

–No estaba tratando de robar la carne –dijo Jondalar, negando enérgicamente la acusación. La traducción de S’Armuna era tan fluida y rápida y la necesidad de comunicación de Jondalar tan intensa, que casi olvidaba a su intérprete. Sentía que estaba hablando directamente con Attaroa.

–¡Mientes! Estabas corriendo hacia el rebaño que nosotros perseguíamos, con una lanza en la mano.

–¡No miento! ¡Sólo intentaba salvar a Ayla! Ella montaba uno de esos caballos y yo no podía permitir que la arrojase al precipicio.

–¿Ayla?

–¿Acaso no la habéis visto? Es la mujer con quien estaba viajando.

Attaroa se echó a reír.

–¿Viajabas con una mujer que cabalga sobre el lomo de los caballos? Si no eres un cuentista viajero, equivocaste tu vocación. –Después se inclinó hacia delante, y apuntándole con el dedo para subrayar sus palabras, dijo–: Todo lo que has dicho es falso. ¡Eres un mentiroso y un ladrón!

–¡No soy un mentiroso ni un ladrón! He dicho la verdad y no he robado nada –afirmó rotundamente Jondalar. Pero en el fondo del corazón no podía realmente criticarla si no le creía. A menos que alguien hubiese visto a Ayla, ¿quién podría creer que los dos habían viajado cabalgando sobre el lomo de los caballos? Comenzó a preocuparse acerca del modo de convencer a Attaroa de que no mentía, de que no había interferido intencionadamente en la cacería. Pero si Jondalar hubiese conocido la gravedad real de su situación, se hubiera sentido bastante más que preocupado.

Attaroa observó atentamente al hombre alto, musculoso y apuesto que estaba de pie frente a ella, envuelto en los cueros que había arrancado de su jaula. Advirtió que la barba rubia era levemente más oscura que los cabellos y que sus ojos, de un matiz azul increíblemente sugerente, eran muy seductores. Se sintió intensamente atraída por él, pero la fuerza misma de su reacción evocó recuerdos dolorosos sepultados mucho tiempo atrás y provocó en ella una reacción profunda pero extrañamente deformada. No aceptaría que un hombre la atrajese, porque sentir algo por uno podía otorgarle control sobre ella, y Attaroa jamás permitiría que nadie, y menos todavía un hombre, llegase a dominarla.

Le había arrebatado la pelliza y le había dejado expuesto al frío por la misma razón por la que le había privado de alimento y agua. La privación facilitaba el control sobre los hombres. Mientras aún tenían fuerzas para resistir, era necesario mantenerlos atados, pero el zelandonii, envuelto en esos cueros que no hubiera debido usar, no estaba dando muestras de temor según podía apreciar Attaroa. Ahí estaba, en pie, tan seguro de sí mismo.

Se mostraba tan desafiante y altivo que hasta se había atrevido a criticarla delante de todos, incluso los hombres del cercado. No se amilanaba, ni rogaba, ni se apresuraba a complacerla como hacían los otros. Pero ella juró que conseguiría todo eso antes de acabar con él. Estaba decidida a someterlo. Mostraría a todos cómo se manejaba a un hombre como aquél, y después... moriría.

«Pero antes de vencer su resistencia», se dijo Attaroa, «jugaré con él un rato. Además, es un hombre fuerte y será difícil controlarlo si decide resistir. Ahora sospecha y, por lo tanto, necesito obligarle a bajar la guardia. Es necesario debilitarle. S’Armuna seguramente podrá indicarme el modo». Attaroa llamó a la hechicera y le habló a solas. Después, miró al hombre y sonrió, pero esa sonrisa era tan maliciosa que provocó un escalofrío en la columna vertebral de Jondalar.

Jondalar no sólo amenazaba el liderazgo de Attaroa, sino también el mundo frágil que la mente enferma de la mujer había creado. Incluso amenazaba el tenue contacto de Attaroa con la realidad, un aspecto que recientemente se había visto sometido a pruebas muy duras.

–Ven conmigo –dijo S’Armuna cuando se separó de Attaroa.

–¿Adónde vamos? –preguntó Jondalar, mientras caminaba al lado de S’Armuna. Tras ellos marcharon dos mujeres armadas con lanzas.

–Attaroa quiere que trate tu herida.

Llevó a Jondalar a una vivienda que estaba sobre el extremo más lejano del poblado. Análoga a la gran morada semisubterránea cerca de la cual se había sentado Attaroa, pero más pequeña y con el techo más abovedado. Una entrada baja y angosta llevaba a través de un corto corredor a otra abertura baja. Jondalar tuvo que inclinarse y caminar con las rodillas dobladas unos cuantos metros, y después descender tres peldaños. Nadie, excepto un niño, podía entrar fácilmente en aquella morada, pero, una vez dentro, pudo erguirse totalmente, y hasta le sobraba espacio. Las dos mujeres que les habían acompañado se quedaron fuera.

Cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra interior, Jondalar vio una plataforma que servía como lecho, contra la pared del fondo. Estaba cubierta con una piel blanca de cierto tipo... Los animales blancos, poco frecuentes, eran sagrados para el pueblo de Jondalar, y, según él había descubierto en sus viajes, también para muchos otros. Las hierbas secas colgaban de los soportes y las vigas del techo, y muchos de los canastos y los cuencos depositados sobre los estantes que corrían a lo largo de las paredes probablemente contenían una provisión aún más amplia. Un mamut o un zelandonii habrían podido entrar y sentirse completamente cómodos, excepto por una cosa. Para la mayoría de la gente, el hogar o la morada de Aquel Que Servía a la Madre era una zona ceremonial, y contiguo a ella, el espacio más amplio era también el lugar donde permanecían los visitantes. Pero aquél no era un ámbito espacioso y acogedor para las actividades y los visitantes. Allí se percibía una atmósfera cerrada y secreta. Jondalar tuvo la certeza de que S’Armuna vivía sola y de que otras personas rara vez entraban en su dominio.

La vio avivar el fuego, agregar estiércol seco y unas pocas astillas de madera, y verter agua en un recipiente ennegrecido, parecido a un saquito, que antes había sido el estómago de un animal y que estaba unido a un soporte de hueso. De un canasto depositado en uno de los estantes extrajo un puñadito de un material seco, y cuando el agua comenzó a rezumar del contenedor, puso éste directamente sobre las llamas. Mientras hubiese líquido en él, aunque estuviese hirviendo, el saquito no podía quemarse.

Aunque Jondalar no sabía qué era, el olor que se desprendió del recipiente le era conocido, y, por extraño que pareciera, le recordó su hogar. En un súbito destello de la memoria, comprendió por qué. Era el olor que a menudo se desprendía del cuerpo de un zelandonii. Usaban el brebaje para lavar heridas y golpes.

–Hablas muy bien la lengua. ¿Viviste mucho tiempo con los zelandonii? –preguntó Jondalar.

S’Armuna se le quedó mirando y pareció pensar su respuesta.

–Varios años –dijo.

–Entonces sabes que los zelandonii acogen bien a sus visitantes. No comprendo a esta gente. ¿Qué puedo haber hecho para merecer este tratamiento? –dijo Jondalar–. Tú compartiste la hospitalidad de los zelandonii..., ¿por qué no les explicas el derecho de paso y la cortesía debida a los visitantes? En realidad, es más que una cortesía, es una obligación.

La única respuesta de S’Armuna fue una mirada sardónica.

Jondalar sabía que no estaba enfocando bien la situación, pero aun así miraba con tanta incredulidad sus experiencias recientes que sentía la necesidad casi infantil de explicar las cosas, como si eso pudiese mejorarlas. Decidió ensayar otro enfoque.

–Puesto que viviste allí tanto tiempo, me agradaría saber si conociste a mi madre, soy el hijo de Marthona... –Habría continuado hablando, pero la expresión en la cara un tanto deforme de la mujer le obligó a callar. Reflejaba tanta emoción que los rasgos se le deformaron todavía más.

–¿Eres el hijo de Marthona, nacido en el hogar de Joconan? –dijo finalmente, más bien como una pregunta.

–No, ése es mi hermano Joharran. Yo nací en el hogar de Dalanar, el hombre con quien ella se unió después. ¿Conociste a Joconan?

–Sí –dijo S’Armuna, bajando los ojos y dirigiendo después su atención hacia el caldero de piel que casi estaba hirviendo.

–¡Entonces sin duda conociste también a mi madre! –Jondalar estaba muy excitado–. Si conociste a Marthona, sabes que no soy mentiroso. Ella jamás habría soportado eso en uno de sus hijos. Sé que parece increíble... Yo mismo no estoy seguro de que lo creería si no lo supiera con certeza..., pero la mujer con quien estaba viajando montaba uno de esos caballos que corrían hacia el precipicio. Era un caballo que ella crio desde potrillo, no un animal que perteneciese realmente a esa manada. Y ahora ni siquiera sé si vive. ¡Debes decir a Attaroa que no miento! Necesito buscarla. ¡Necesito saber si todavía vive!

El apasionado ruego de Jondalar no tuvo respuesta de la mujer. Ni siquiera apartó la mirada del recipiente de agua hirviendo que estaba agitando. Pero, a diferencia de Attaroa, no dudó de la palabra de Jondalar. Una de las cazadoras de Attaroa le había venido con la historia de que había visto a una mujer cabalgando en uno de los caballos y que tenía miedo porque creía que era un espíritu. S’Armuna pensó que quizá había algo de verdad en la historia de Jondalar, pero también se preguntaba si todo eso era real o sobrenatural.

–Conociste a Marthona, ¿verdad? –preguntó Jondalar, acercándose al fuego para atraer la atención de la mujer. Antes ya había conseguido que reaccionara al nombrar a su madre.

Cuando ella le miró, su rostro era una máscara impasible.

–Sí, conocí cierta vez a Marthona. Cuando yo era joven me enviaron para recibir la enseñanza de los zelandonii y de la Novena Caverna. Siéntate aquí –dijo. Después apartó el recipiente del fuego, dio la espalda a Jondalar y buscó una piel suave. Él se estremeció cuando la mujer le lavó la herida con la solución antiséptica que había preparado, pero estaba seguro de que la medicina era buena. Ella había aprendido mucho del pueblo de Jondalar.

Después de limpiarla, S’Armuna examinó cuidadosamente la herida.

–Has estado aturdido un rato, pero no es grave. Se curará sola. –Desvió los ojos y dijo–: Probablemente te duela la cabeza. Te daré un calmante.

–No, ahora no necesito nada, pero aún tengo sed. Lo único que deseo realmente es un poco de agua. ¿Puedo beber de tu recipiente? –dijo Jondalar, acercándose a la gran vejiga húmeda llena de agua, de donde ella había extraído el líquido para llenar el recipiente puesto al fuego–. Volveré a llenarte la vejiga, si lo deseas. ¿Puedes facilitarme una taza?

Ella vaciló; después retiró del estante una taza.

–¿Dónde puedo llenar el recipiente? –preguntó Jondalar, después de haber bebido–. ¿Hay algún lugar cercano que tú prefieras?

–No te preocupes por el agua –dijo ella.

Jondalar se acercó aún más y la miró; comprendió que no iba a permitirle que caminara libremente, ni siquiera para buscar agua.

–No intentábamos cazar los caballos que ellos perseguían. Incluso si ésa hubiera sido nuestra intención, Attaroa debió saber que habríamos ofrecido algo para compensarla. Aunque con toda esa manada lanzada al abismo, seguramente habría de sobra para todos. Sólo deseo que Ayla no esté con ellos. S’Armuna, necesito ir a buscarla.

–La amas, ¿verdad? –preguntó S’Armuna.

–Sí, la amo –dijo Jondalar. Vio que la expresión de S’Armuna cambiaba otra vez. Había en ello un ingrediente de manifiesta amargura, pero también algo más dulce–. Íbamos de regreso a mi hogar para unirnos, pero también necesito hablar a mi madre de la muerte de mi hermano menor, Thonolan. Partimos juntos, pero él... murió. Mi madre se sentirá muy desgraciada. Es duro perder a un hijo.

S’Armuna asintió, pero no hizo comentarios.

–Ese funeral que han celebrado..., ¿qué sucedió con los jovencitos?

–No eran mucho más jóvenes que tú –dijo S’Armuna–. Tenían edad suficiente para adoptar algunas decisiones equivocadas.

Jondalar pensó que se sentía muy incómoda.

–¿Cómo murieron? –preguntó.

–Comieron algo que les perjudicó.

Jondalar no creyó que estuviera diciendo toda la verdad, pero antes de que pudiera decir una palabra más, la mujer le entregó los pedazos de cuero que le cubrían y se lo devolvió a las dos mujeres que habían estado vigilando en la entrada. Se pusieron una a cada lado de Jondalar, pero esta vez no le llevaron de nuevo a la vivienda. En cambio, le condujeron al sector rodeado por la empalizada; se abrió la puerta nada más que lo indispensable para permitir que le empujaran hacia el interior.

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