Las llanuras del tránsito (40 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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En la cima que él había alcanzado, su necesidad no era tan urgente. Podía tomarse un poco de tiempo. Ella se inclinó hacia delante, en una posición algo distinta. Él la apretó más contra su cuerpo, para alcanzar los pechos seductores, se llevó uno a la boca y chupó con fuerza; después buscó el otro, y, finalmente, los sostuvo juntos y los succionó simultáneamente. Como sucedía siempre que succionaba los pechos de Ayla, sintió la agitación estremecida en lo más profundo del cuerpo de la mujer.

Ella sintió que su excitación aumentaba más y más, a medida que se elevaba y descendía, se adelantaba y retrocedía encima de él. Entretanto, Jondalar estaba cada vez más en el pináculo, y sentía que ahora sus apremios más intensos se repetían, tanto que, cuando el cuerpo de ella descendía, él la aferró por las caderas y la ayudó a guiar sus movimientos, en el proceso de ascenso y descenso. Sintió una oleada cuando ella se elevó, y de pronto, súbitamente, ocurrió. Ayla volvió a descender sobre él y Jondalar gritó con un temblor estremecido que provenía de lo más profundo de sus entrañas, en una erupción desbordante, mientras Ayla gemía y se estremecía con la explosión que sentía en su propio ser.

Jondalar la guio hacia arriba y hacia abajo unas cuantas veces más, y después la apretó contra su vientre y le besó los pezones. Ayla se estremeció de nuevo, y acto seguido se derrumbó sobre él. Permanecieron inmóviles, jadeantes, tratando de recobrar el aliento.

Ayla comenzaba apenas a respirar mejor cuando sintió algo húmedo en la mejilla. Durante un momento pensó que era Jondalar, pero se trataba de una sensación fría al mismo tiempo que húmeda, y había un olor diferente, aunque no desconocido. Abrió los ojos y vio los dientes desnudos de Lobo. Él le acercó de nuevo el hocico y luego hizo otro tanto con el hombre.

–¡Lobo! ¡Vete de aquí! –gritó Ayla, apartando el hocico frío y el aliento lobuno, y después rodó de costado, al lado del hombre. Extendió la mano para aferrar el collar de pelo de Lobo y hundió los dedos en su pelaje–. Pero me alegra verte. ¿Dónde has estado todo el día? Ya empezaba a preocuparme un poco. –Se sentó y sostuvo la cabeza del lobo entre las manos; acercó su frente a la del animal y después se volvió hacia el hombre–. Me gustaría saber cuánto hace que regresó.

–Bien; me alegro de que le hayas enseñado a abstenerse de molestarnos. Si nos hubiese interrumpido hace un momento, no sé muy bien lo que habría hecho –dijo Jondalar.

Éste se incorporó y ayudó a Ayla a hacer lo mismo. La abrazó y la miró a los ojos.

–Ayla, ha sido algo..., ¿qué puedo decir? No encuentro palabras para explicártelo.

Ayla vio en los ojos de Jondalar una expresión tan profunda de amor y adoración, que parpadeó para contener las lágrimas.

–Jondalar, ojalá yo tuviese palabras, pero ni siquiera conozco los signos del clan que te expliquen lo que siento. Ignoro si existen.

–Pero, Ayla, ya me lo has demostrado, y con cosas mucho más importantes que las palabras. Me lo demuestras todos los días, de mil maneras diferentes. –De pronto, la atrajo hacia él y la apretó con fuerza, mientras sentía un nudo en la garganta–. Mujer mía, Ayla mía. Si llegase a perderte...

Ayla no pudo reprimir un escalofrío de miedo al oír estas palabras, pero se limitó a abrazar con más fuerza a Jondalar.

–Jondalar, ¿cómo sabes siempre lo que realmente deseo? –preguntó Ayla. Estaban sentados junto al resplandor dorado del fuego, bebiendo la infusión mientras contemplaban las chispas de la resinosa madera de pino que crepitaba y desprendía puntos luminosos en el aire nocturno.

Jondalar se sentía menos fatigado, más satisfecho y también más cómodo de lo que había estado en mucho tiempo. Por la tarde habían pescado –Ayla le había demostrado cómo sacaba un pez fuera del agua simplemente con las manos– y después ella había encontrado la planta jabonera, y ambos se habían bañado y lavado el cabello. Él acababa de terminar una maravillosa comida a base de pescado, además de los huevos de las aves del pantano con su ligero sabor a pescado, diferentes vegetales, un sabroso bizcocho de espadaña cocido sobre las piedras calientes y un puñado de bayas dulces.

Jondalar le dirigió una sonrisa.

–Me limito a prestar atención a lo que me dices –contestó.

–Pero, Jondalar, la primera vez pensé que deseabas que se prolongase, pero tú sabías mejor que yo lo que en realidad deseaba. Y más tarde, sabías que yo quería darte placeres, y me lo permitiste, hasta que de nuevo estuve preparada para ti. Y no hizo falta ya que te lo dijera. Tú ya lo sabías.

–Sí, me lo dijiste, pero no con palabras. Me enseñaste a hablar como habla el clan, con signos y movimientos, no con palabras. Sencillamente, intenté entender otros signos tuyos.

–Pero yo no te enseñé signos de esa clase. En realidad, no los conozco. Y tú supiste cómo darme placeres antes de que aprendieses siquiera a hablar en la lengua del clan.

Ella frunció el entrecejo y adoptó una expresión de profunda seriedad en un esfuerzo por comprender, y esto provocó la sonrisa de Jondalar.

–Es cierto. Pero entre las personas que hablan hay un lenguaje sin palabras, el cual es mucho más importante de lo que se suele creer.

–Sí, ya lo he visto –dijo Ayla, pensando en lo mucho que podía saber de personas a quienes acababa de conocer cuando prestaba atención a los signos que éstas emitían sin tan siquiera saberlo.

–Y a veces, tú aprendes a... hacer ciertas cosas sólo porque quieres hacerlas, y entonces prestas atención –dijo Jondalar.

Ella había estado mirándole a los ojos, dichosa al observar en ellos el amor que la profesaba, así como el deleite que parecía causarle las preguntas. No obstante, advirtió también su expresión distraída cuando dejó de hablar. Su mirada vagó por el espacio como si durante un momento estuviera viendo algo muy lejano; Ayla comprendió que Jondalar pensaba en alguien ausente.

–Sobre todo cuando la persona de quien deseas aprender está dispuesta a enseñarte –dijo Ayla–. Zolena te enseñó bien.

Jondalar se sonrojó, miró sorprendido a la joven y después desvió los ojos, inquieto.

–También de ti aprendí mucho –agregó Ayla, consciente de que su observación había turbado a Jondalar.

Él parecía no atreverse a mirarla directamente. Cuando al fin lo hizo, su frente estaba surcada por una arruga de inquietud.

–Ayla, ¿cómo has sabido lo que estaba pensando? –preguntó–. Me consta que tienes ciertos dones especiales. Por eso el Mamut te llevó al Hogar del Mamut donde te adoptaron, pero a veces se diría que adivinas mis pensamientos. Dime, ¿sacaste pensamientos de mi cabeza?

La mujer percibió la preocupación de Jondalar, y algo más inquietante, casi cierto temor con respecto a ella. Había tropezado con un temor análogo en algunos de los mamutoi durante la Reunión de Verano, cuando creyeron que Ayla poseía cualidades misteriosas; pero gran parte de todo ello era un simple malentendido, al igual que la idea de que ella ejercía un control especial sobre los animales, cuando lo único que hacía era recogerlos de cachorros y criarlos como si fueran hijos suyos.

Pero desde la Reunión del Clan, algo había cambiado. Ella no había tenido el propósito de beber parte de la mezcla especial de raíces que ella misma había preparado para los mog-ures, pero no pudo evitarlo y tampoco había deseado entrar en la caverna y hallar a los mog-ures; simplemente había sucedido.

Cuando los vio a todos sentados en círculo, en aquel hueco al fondo de la caverna, y... cayó en el vacío oscuro que estaba en su propio interior, creyó que se había perdido para siempre y nunca encontraría el camino de regreso. Entonces, quién sabe cómo, Creb se había introducido en su interior y le había hablado. Después, hubo ocasiones en que, a decir verdad, pareció que ella conocía cosas que no atinaba a explicar. Exactamente como cuando Mamut la llevó consigo en su búsqueda, y ella sintió que se elevaba y descendía a través de la estepa. Pero, al mirar a Jondalar y ver la extraña forma en que la observaba, el temor se acentuó en su fuero interno, el temor de que pudiera perderlo.

La observó a la luz del fuego y después bajó los ojos. No podía haber falsedades... ni mentiras entre ellos. No sabía que ella pudiera decir deliberadamente algo que no era cierto; es más, entre ellos no podía interponerse ahora ni siquiera el conocido recurso de «abstenerse de hablar», permitido por el clan en defensa de la intimidad. Incluso a riesgo de perderle si le decía la verdad, tenía que ser sincera y tratar de descubrir qué era lo que le turbaba. Entonces le miró a los ojos, tratando de hallar las palabras apropiadas para comenzar.

–No conocía tus pensamientos, Jondalar, pero podía imaginármelos. ¿No habíamos hablado de los signos sin palabras, hechos por las personas que hablan con palabras? Mira, tú también haces esos signos, y yo... los busco, y muchas veces sé lo que significan. Tal vez porque te amo tanto y quiero conocerte, siempre te presto atención. –Desvió los ojos un momento y agregó–: Eso es lo que se enseña a hacer a las mujeres del clan.

Volvió a mirarle. Había cierto alivio en la expresión de Jondalar, y también de curiosidad; Ayla continuó diciendo:

–No se trata de ti. No me crie con... mi pueblo, y estoy acostumbrada a comprender el sentido de los signos que hace la gente. Eso me ayudó a conocer a las personas que encontré, aunque al principio todo era muy confuso, porque la gente, cuando habla, a menudo dice una cosa, pero los signos sin palabras significan otra distinta. Cuando al fin aprendí eso, comencé a comprender algo más que las palabras pronunciadas por la gente. Por eso Crozie no quiso apostar más conmigo cuando jugábamos a las tabas. Yo siempre sabía en cuál de sus manos ocultaba el hueso marcado, por la manera de apretarla.

–Eso me intrigaba. Estaba considerada como una jugadora muy buena.

–Lo era.

–Pero ¿cómo sabías..., cómo podías saber que yo estaba pensando en Zolena? Ahora ella es Zelandoni. Generalmente pienso así en ella, y no por el nombre que tenía cuando era joven.

–Estaba observándote y tus ojos decían que me amabas y que te sentías feliz conmigo, y yo me sentía maravillosamente. Pero cuando hablaste acerca del deseo de aprender ciertas cosas, durante un momento dejaste de verme. Era como si estuvieses mirando algo que estaba muy lejos. Me hablaste antes de Zolena, de la mujer que te enseñó... tu don..., el modo de conseguir que una mujer sienta. Acabábamos de hablar de eso también, así que no me resultó difícil imaginar en quién estabas pensando.

–¡Ayla, eso es notable! –exclamó Jondalar con una amplia sonrisa de alivio–. Recuérdame que jamás debo tratar de evitar que conozcas un secreto. Tal vez no puedas descubrir los pensamientos que están en la cabeza de otro, pero estás muy cerca de conseguirlo.

–Sin embargo, hay otra cosa que deberías conocer –dijo Ayla.

Jondalar volvió a fruncir el entrecejo.

–¿Qué?

–A veces creo que puedo tener... una especie de don. Me sucedió algo cuando estaba en la Reunión del Clan, la vez que acudí con el clan de Brun, cuando Durc era muy pequeño. Hice algo que no debía hacer. No fue mi intención, pero bebí del líquido que había preparado para los mog-ures, y después sucedió que los encontré en la caverna. No estaba buscándolos. Ni siquiera sé cómo llegué a esa caverna. Estaban... –Sintió un escalofrío y no pudo terminar–. Me sucedió algo. Me perdí en la oscuridad. No en la caverna, sino en la oscuridad interior. Pensé que moriría, pero Creb me ayudó. Puso sus pensamientos en mi cabeza...

–¿Qué hizo?

–No sé explicarlo de otro modo. Puso sus pensamientos en mi cabeza, y desde entonces..., a veces... es como si él hubiese cambiado algo en mí. En ciertas ocasiones creo que puedo tener una especie de... don. Suceden cosas que no entiendo y no puedo explicar. Creo que Mamut lo sabía.

Jondalar guardó silencio un instante.

–Entonces, tuvo razón al adoptarte en el Hogar del Mamut, y no sólo por tus habilidades como curandera.

Ayla asintió.

–Quizá. Creo que sí.

–Pero ¿conocías mis pensamientos en ese momento?

–No. El don no es exactamente así. Se parece más a encontrarse con Mamut cuando él busca. O como ir a lugares profundos y lejanos...

–¿Los mundos de los espíritus?

–No lo sé.

Jondalar echó hacia atrás la cabeza y contempló el aire, mientras consideraba las consecuencias de lo que había oído. Después, meneó la cabeza con una sonrisa sombría.

–Creo que debe ser una broma que me gasta la Madre –dijo–. La primera mujer a quien amé fue llamada a servirla, y pensé que jamás volvería a amar. Y ahora, cuando he descubierto a una mujer a quien amar, veo que está destinada a servirla. ¿También a ti te perderé?

–¿Por qué tendrías que perderme? No sé si estoy destinada a servirla. No quiero servir a nadie. Sólo deseo estar contigo, y compartir tu hogar, y tener tus hijos –gritó Ayla.

–¿Tener mis hijos? –preguntó Jondalar, sorprendido ante las palabras empleadas por Ayla–. ¿Cómo puedes tener mis hijos? Yo no tendré hijos, los hombres no tienen niños. La Gran Madre da niños a las mujeres. Quizá utilice el espíritu del hombre para crearlos, pero no le pertenecen. Lo que ocurre es que debe alimentarlos cuando su compañera los tiene. Entonces son los niños de su hogar.

Ayla había hablado antes acerca de los hombres que inician la vida nueva que crece en una mujer, pero entonces él no había entendido bien que ella en verdad era una hija del Hogar de Mamut, que podía visitar los mundos de los espíritus, y quizá estaba destinada a servir a Doni. Quizá, en efecto, ella supiera algo.

–Jondalar, si lo deseas puedes afirmar que mis hijos son hijos de tu hogar. Yo quiero que mis hijos sean niños de tu hogar. Sólo deseo estar siempre contigo.

–Yo también, Ayla. Te quería y quería a tus hijos incluso antes de conocerte. Sencillamente, no sabía dónde encontrarte. Tan sólo espero que la Madre no haga crecer algo en tu interior antes del regreso.

–Lo sé, Jondalar –dijo Ayla–. Yo también prefiero esperar.

Ayla cogió los cuencos y los lavó, y después terminó los preparativos para partir temprano, mientras Jondalar guardaba todo el equipo, excepto las pieles de dormir. Se acurrucaron juntos, agradablemente fatigados. El hombre zelandonii miró a la mujer que estaba a su lado y respiraba serenamente, pero no consiguió conciliar el sueño.

«Mis hijos», pensaba. «Ayla ha dicho que sus pequeños serían mis hijos. ¿Hemos estado provocando el comienzo de la vida hoy, cuando compartimos placeres? Si de eso surgiera la nueva vida, tendría que ser muy especial, porque esos placeres han sido... mejores que..., los mejores de toda mi vida...

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