Las cuatro postrimerías (21 page)

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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Con el Veld acordonado a todos los efectos prácticos, Bosco pudo hacer volver a Cale al Santuario para exhibirlo en la conferencia. Bosco sabía que se trataba de un juego. Apenas se podía confiar en él, siendo tan crepusculares sus motivos. Gil, naturalmente, había estado escribiendo a Bosco cada pocos días dándole noticias de los fracasos y posteriores éxitos y siempre, siempre, sus pensamientos sobre el estado de la mente y el alma de Thomas Cale. Las obras de Cale habían sido ejemplares, pero ¿qué ocurría en el interior de su corazón? La preocupación teológica más apremiante para Bosco no era la naturaleza de la mezcla de lo humano y lo divino en el Ahorcado Redentor, sino en Thomas Cale: ¿agua y vino, o emulsión infernal?

Bosco había hecho trabajar como mulas a los del Oficio para la Propagación de la Fe, que habían transmitido la noticia de las victorias de Cale en el Veld a cada rincón del imperio redentor, poniendo énfasis en las grandes cualidades del muchacho: su valentía, su astucia, su santidad, su bondad, su compasión por los pobres. Además habían propagado rumores oficiosos de milagros, historias de soldados redentores de gran devoción que tras ver a Cale habían tenido visiones de san jerónimo redentor, a quien le manaba la sangre de las manos cortadas, y de san Finlay, que había sido envuelto en una manta impregnada en brea y después puesto al fuego para que ardiera como la cabeza de una cerilla.

Imaginaos la sorpresa de Cale cuando, sin estar al tanto de nada de esto, regresó al Santuario desde el Veld por el camino lento y poblado que le había indicado Bosco. Comprobó que hasta en el quinto pino había gente que se inclinaba ante él a la orilla del camino para implorarle su bendición, y que habían caminado durante días simplemente porque habían oído el rumor de que iba a pasar por allí. En los pueblos y ciudades sometidos a la crueldad de las razias de los folcolares, hombres y mujeres lloraban de agradecimiento y prorrumpían en himnos que rememoraban sus martirios y sacrificios:

¡Pese al cautiverio, el fuego y la espada,

sigue viva por siempre nuestra fe heredada!

Los pelos de la nuca se le erizaron de un modo muy desagradable al volver a oír aquel himno en particular.

Incluso en parajes muy alejados de las incursiones de los folcolares, sacaban en procesión las estatuas de los santos, y santas horcas que no habían visto la luz fuera de una iglesia desde hacía doce generaciones aparecían al sol del mediodía. Para escándalo y alarma de Gil, los ciegos y escrofulosos se acercaban a rastras para tocarle el bajo de la túnica o siquiera el pelo del caballo, con la esperanza de que intercediera por su salud ante el cielo.

En el último y serpenteante tramo del camino del Santuario, Gil apenas sabía qué pensar. Incluso el distante Cale daba muestras de que algo muy peculiar estaba ocurriendo en su cerebro, además del horror ante la visión de los muros del Santuario.

A mitad de la ascensión de la enorme peña en que estaba enclavado el Santuario, el Oficial de la Mortificación se unió a su columna. Era tarea suya (tarea que llevaba a cabo con enorme satisfacción) recordar al redentor que regresaba victorioso el carácter profundamente trivial de todo logro humano. De mitad para arriba de la peña, así como al atravesar la gran cancela y penetrar en el Patio del Arrepentimiento, el Oficial de la Mortificación iba susurrando al oído de Cale:

—Recordad, hombre, que polvo sois y al polvo volveréis. Recordad, hombre, que polvo sois y al polvo regresaréis.

A la vigésima vez que lo dijo, Cale volvió la cabeza hacia él y le respondió también en un susurro:

—Cerrad el pico.

El Oficial se quedó tan pasmado al oír aquello que por supuesto se quedó mudo el resto del camino hasta que llegaron al patio, donde la gran falange de las seis órdenes de los Caballeros de San Bernabó aguardaba la llegada de Cale. Entonces el Oficial se sintió lo bastante seguro como para continuar, esta vez gritando en voz alta para beneficio de los fieles.

—Recordad, hombre, que polvo sois y al polvo volveréis. —Y entonces—: ¡ALTO!

Cale obedeció.

—Volveos hacia mí.

De nuevo hizo lo que se le decía. En la mano izquierda, el Oficial de la Mortificación sostenía una blanquecina bolsa de lino. Metió la mano dentro, y cogió una porción del contenido de la bolsa, que eran las cenizas mezcladas de los veinticuatro mártires de la gran hoguera de Aquisgrán. Elevando aquellas cenizas hasta la fren te de Cale, dibujó en ella la forma simplificada de una horca, como una L boca abajo:

Muerte, juicio, infierno y gloria:

éstas son las cuatro postrimerías.

Sufrimiento, muerte y pecado:

con esto en mi tumba descanso.

Cale miró a su alrededor el gran patio, por una vez iluminado con los colores de las grandes festividades de los redentores, en las ordenadas filas de las sodalidades a las que pertenecía cada uno. Estaban los Bon Secours con sus vestiduras rojas y doradas, los Lazaritos de blanco, con sus Servitores de cara contorsionada, los Caballeros de la Curia ululando el encanto y la belleza de la única Fe Verdadera, los Necróticos Asfixiados con cuerdas de cáñamo rodeando el cuello en carne viva. Estaban los Escarlatos con su sombrero hongo carmesí, la Quincena con sus tirantes verdes y negros, los rostros cubiertos por una capucha que terminaba en punta, las manos haciendo girar eternamente las quince cuentas de la lamentación, una a una. Enfrente, de rodillas, se encontraban los battenos con el cíngulo de la abstinencia alrededor de la cintura, atado con los siete nódulos de la negación de la carne, y con alubias metidas en los calcetines. Había fromondos con nitoles cantando aleluyas en voz grave, peccavos lamentando la pérdida de los muchos y el encuentro de los pocos. Entonces Bosco empezó a caminar por entre sus filas, con un hisopo en la mano, rociando sobre ellos las aguas de la aflicción y los óleos de la pena. Se detenía en uno de cada diez redentores para ofrecerles la sal que representa el amargo sabor del pecado, y ellos aceptaban la reprimenda con lágrimas en los ojos. Entonces les colocaba alrededor del cuello un escapulario de cinco pliegues, yugo del Redentor, carga del Señor, mientras, detrás de él, un turiferario balanceaba su pequeño incensario perfumando a los fieles con su penitencial magnificencia.

Y entonces comenzaron los cánticos, las notas bajas de los alimenteri, tan profundas al oído que parecían originarse en algún punto del estómago y agitar los intestinos como esa corriente de agua que en el mar pretende arrancaros los pies del suelo. Entonces aparecieron los tonos más suaves del cantábile, que se fundían y disonaban y volvían a fundirse como si fueran canciones diferentes. Después las notas más altas de los más jóvenes, puras como el hielo, le erizaron a Cale los pelos del lomo con su sonido, que se elevaba hasta el cielo en un tono tan terrible que le daban ganas de gritar. Después, lentamente, fueron terminando: primero los agudos de los jóvenes, después los tonos medios, y por último y gradualmente los bajos, como una tormenta que se aleja hacia el mar. Era algo más hermoso de lo que pueda imaginarse, y sin embargo a él le resultaba odioso.

Cuando llegó por primera vez al Santuario, Cale se había quedado impresionado, sin poder comprender nada, por las extraordinarias vistas y sonidos de una fiesta mayor, una vasta pero imprecisa fiesta de ruido y color capaz de aturdir a un niño tan pequeño. Al hacerse mayor, las fiestas empezaron a clarificarse en el odioso aburrimiento de las ceremonias y en la fuerza de la música. Aquellos que tenían talento practicaban varias horas cada día donde otros no podían oírlos. El mismo Cale había sido sometido a la prueba para ver si su voz tenía cualidades, pero lo habían rechazado con la observación de que cantaba igual que un gato al que le cortan el cuello con una sierra oxidada. Un comentario poco amable pero bastante acertado. Así, cuatro veces al año, oía al coro y a la orquesta tocando, y aprendió a amarlos y odiarlos en igual medida. ¿Cómo podían las almas muertas de los redentores producir algo capaz de conmoverlo de aquel modo?

Entonces empezó la procesión hacia el interior de la gran basílica, y la Misa por los Muertos, no por las legiones de los muertos en la causa de la fe, sino por el alma de los condenados que habían muerto antes de poder oír la palabra del Ahorcado Redentor. En duelo, todas las estatuas de los mártires, la hermana del Ahorcado Redentor y las mil santas horcas del Santuario, grandes y pequeñas, se habían cubierto de seda púrpura y permanecerían de aquel modo durante otros cuarenta días, hasta el instante exacto en que todos los alfileres que las mantenían cubiertas se desprendieran y las telas púrpura brillaran al revelar las hermosas sonrisas, los miem bros torturados, las heridas y las llagas supurantes del sagrado sufrimiento.

Si la belleza del agnusdéi del patio le había emocionado, Cale disponía de dos horas de profunda monotonía en el interior de la basílica para sosegarse. Sin aquella gran música que imponía su dominio, los negros, rojos y dorados de los altos sombreros y los vestidos de sorprendentes formas, el incienso que ardía y las manos que se agitaban en elaboradas bendiciones, resultaban tranquilizadoramente monótonos y ridículos, empalagosos y aburridos, y calmaban la furia que le había producido la insultante belleza del sonido de los tres grandes coros del Santuario. La estupidez y la fealdad de la Plegaria del Odio Propio era un bálsamo especialmente sombrío para su furia:

Menos que el polvo que pisan mis pies,

menos que la hierba verde que crece a mi puerta,

menos que la herrumbre que mella la espada muerta,

menos que la necesidad que tienes, Señor, de este feligrés,

aún menos soy yo...

De este modo, se vio imbuido en una mareante mezcla de ira ante la belleza del canto y abrumador entumecimiento de la Misa por los Muertos, y fue así como Cale regresó finalmente a sus aposentos. Todo aquello, sumado a lo duro que había sido el viaje, hacía que lo único que deseara hacer fuera irse a dormir. Pero Bosco no había acabado con él.

—Lo habéis hecho muy bien. Pero necesito que me digáis: ¿los purgatores tienen lo que se necesita para vencer?

—Estoy muy cansado.

—Brevemente. Ya hablaremos en detalle más tarde.

—Probablemente. —Al instante lamentó haberle dado a Bosco aquella satisfacción—. Posiblemente.

—El tiempo apremia, Cale. Tenemos que vencer o morir.

—Más tarde.

—No era mi intención tomar Menfis. Pero sólo porque retengo al viejo Mariscal y a la mayoría de su familia nos libramos de que su imperio nos ataque a nosotros. —Eso ya no era cierto, pero Bosco pensó que era mejor no alterar a Cale haciendo referencia a su huida del Santuario—. No podemos enfrentarnos al mismo tiempo al imperio Materazzi y a los antagonistas.

—¿No deberíais haber pensado en eso antes?

—No pensaba en otra cosa. Vuestra huida no me permitió actuar de otro modo. Si no hubierais entrado en la habitación de Picarbo, todo habría sido diferente.

—Vos me enviasteis allí.

—Efectivamente. Pero estáis empezando a comprender por vos mismo que casi todo lo que sucede, para bien o para mal, tiene su origen en una metedura de pata.

Cale se rio.

—¿En una metedura de pata vuestra...?

—No.

—Necesito dormir.

—Muy bien. Pero para despejaros algunas dudas: vos y yo estamos unidos con lazos inquebrantables. No podéis ir a ningún lado más que conmigo. Como habéis comprobado después de vuestras aventurillas de Menfis, por vuestra propia naturaleza provocáis que todas las manos se vuelvan contra vos. Excepto cuando estáis conmigo. Decidme que lo comprendéis.

Cale lo miró durante un rato y después asintió con la cabeza, a regañadientes. Bosco asintió a su vez.

—Que durmáis bien. La bendición de Dios sea con vos.

En cuanto se hubo ido, llamaron a la puerta, y entró el acólito Model. A Cale le sorprendió darse cuenta de lo mucho que se alegraba de verlo.

—Señor...

—Tenéis buen aspecto. —Y era cierto. No se trataba sólo de la comida extra que Cale había pedido que se le diera a Model, sino de la calidad de ella. La cara se le había puesto más mofletuda, y no es que estuviera gordo ni nada por el estilo, pero ya no tenía aquella expresión demacrada que proporciona no comer apenas y hacer duros ejercicios durante horas y horas. Hasta le brillaba la piel, en vez de estar apagada y dispareja. Una comida decente dos veces al día era, como había comprendido Cale, uno de los regalos más grandes que puede ofrecer la vida. Probaría a emplear esa técnica con los purgatores.

—¿Vos estáis bien, señor?

—Sí.

—Todos estamos muy contentos con vuestro gran éxito.

—¿Todos...?

—Me refiero a los acólitos.

Cale notó que había algo torpe y dubitativo en él.

—¿Qué pasa?

—¿Señor...?

—Soltadlo...

—He estado compartiendo la comida con mis colegas, señor.

—¿Os habéis metido en algún problema?

—No es eso. Pero a uno de ellos lo han puesto a servir el agua a los presos en la bartolina número dos. —Parecía ahora aún más dubitativo—. Y me ha dicho que uno de los espías antagonistas que están allí esperando que los ahorquen dice que es amigo vuestro.

Cale se quedó tan indignado como sorprendido. No tenía nada de extraño que Model se sintiera incómodo, pues transmitir información de aquel tipo era como tener veneno pero no tener la bebida en que disimularlo.

—No conozco a nadie que responda a esa descripción, pero no os preocupéis: no diré nada. ¿Os ha dado un nombre?

—No ha querido, pero le ha dado ami colega un mensaje para vos.

Sacó un pedacito de papel de un bolsillo prohibido, y se lo entregó a Cale. Estaba toscamente sellado con Dios sabía qué. Lo abrió. Había tres palabras escritas en un pedazo de papel que claramente había sido rasgado de un libro de cánticos religiosos:

HENRI EL IMPRECISO

10

—¿L
o han torturado?

—Aparentemente no —respondió Bosco.

—¿Sabíais que estaba aquí?

—Me parece que me confundís con algún oficial de medio rango del Carceral Pelago. ¿Cómo iba yo a saber que estaba aquí?

—Quiero que lo suelten.

Le pilló a Cale por sorpresa que Bosco accediera con toda tranquilidad.

—Muy bien. —Y sonrió—. ¿Esperabais que me negara?

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