—No se puede reemplazar a trescientos hombres cuidadosamente elegidos por sus grandes cualidades y fieles hasta la muerte por esos degenerados de la Casa del Propósito Especial.
—¿Y por quién si no vamos a reemplazarlos? ¿Es que disponemos de otros diez años?
Bosco no era tan ingenuo que no se diera cuenta de que era la primera vez que Cale hablaba de ellos dos como metidos en una empresa común, y de que se lo estaba empezando a ganar. Además, el hecho de que hiciera un esfuerzo por disimularlo resultaba alentador.
—No, no disponemos de diez años.
—¿Hay documentos?
—Ah, de cada redentor hay abierto un legajo en el que está consignado todo sobre él.
—¿Vos tenéis acceso a esos legajos?
—Por supuesto.
—Me gustaría leerlos.
—Esa idea no funcionará.
—Es posible que no funcione. Pero los purgatores se encuentran al borde de la muerte, a la que seguirá un infierno eterno, en el que los demonios los destriparán un día y otro con una pica, o bien se los tragarán vivos para defecarlos después, y así por toda la eternidad. Podemos salvarlos de un destino así... Ésas son las cadenas que los ligarán a mí.
—Son unos desviados: la quintaesencia de la polilla y el
orín
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.
—Si no están a la altura, os los devolveré para que los ejecutéis. Éstos son hombres entrenados y rechazados por todos. Por lo menos dejadme ver sus legajos. —Cale sonrió por primera vez en mucho tiempo—. No creo que vayáis a estar en desacuerdo.
—Muy bien: leeremos ambos los legajos, y después ya veremos.
—Habladme de Guido Hooke.
Se oyó un golpe en la puerta, que se abrió inmediatamente delante de un redentor que inclinó servilmente la cabeza ante Bosco y descargó todo un archivo que venía en una caja con la inscripción «ENTRADA». El redentor repitió la inclinación de cabeza, y salió.
—Hooke —explicó Bosco— es un incordio para mí que realmente no os interesa.
—Quiero saber cosas sobre él.
—¿Por qué?
—Es un presentimiento. Además, creí que podría enterarme de todo.
—¿De todo...? Ya veis este archivo que acaban de traernos. Esto no es más que el papeleo de un día. De un día de poca actividad. Dedicaos a aquello que sabéis hacer.
—Habladme de él.
—Está bien: Hooke es un sabelotodo que piensa que puede comprender el mundo a través de un libro de aritmética. Es un gran inventor de máquinas. Es brillante como el que más de los de su tipo, pero ha metido la napia con demasiada frecuencia en cosas en las que más le hubiera valido no olisquear. Durante diez años lo he dejado en paz porque admiro su mente, pero ahora sus declaraciones sobre la luna contradicen al Papa. Le aconsejé que se marchara, y le sugerí que el Gremio podría estar deseoso de contratarlo. Mientras yo estaba en Menfis, Hooke se dirigió a Fray Bentos para hacerse a la mar desde allí. Pero lo atraparon los hombres de Gant en un tugurio, cuando se disponía a embarcar.
—¿Por qué no se lo llevaron a Stuttgart?
—Porque en Stuttgart no hubiera sido responsabilidad mía. Ahora no tendré más remedio que hacerle un Acto de Fe, o de lo contrario parecerá que desafío la autoridad del Papa.
—Pero dijisteis que el Papa estaba equivocado.
—Estáis siendo lento de entendederas a propósito.
—¿Qué clase de máquinas?
—Máquinas blasfemas.
—¿Por qué son blasfemas?
—Una máquina para volar... Si Dios hubiera querido que voláramos, nos habría dado alas. Una máquina blindada: si Dios hubiera querido que tuviéramos armadura, naceríamos con escamas. Y, según tengo entendido, una máquina para extraer luz del sol de los pepinos. La mayoría de los dibujos que ha hecho son fantasías. Su idea de un hopiocóptero que vuela es una estupidez. No tiene ninguna pinta de ir a moverse del suelo, ya no digamos volar por los aires. Sin embargo, he utilizado su compuerta en el canal del este.
—Si Dios hubiera querido que hubiera compuertas, ¿no habría hecho que el agua fluyera hacia arriba?
Bosco no mordió el anzuelo.
—Si queréis saber cosas sobre él, leed su legajo. Pero es hombre muerto, tanto si lo hacéis como si no.
Kleist se vio obligado a quedarse por allí cerca hasta el día siguiente, cuando se fueron Lord Dunbar y sus hombres y él pudo recoger el cuchillo que había dejado caer entre las zarzas. Entonces pensó detenidamente qué hacer. No tenía gran interés en vengarse, y no es que fuera una de esas personas indulgentes. Simplemente, la venganza resultaba peligrosa, y a Kleist no le gustaban los peligros. Por otro lado, se encontraba en el culo del mundo, en medio de una tierra desierta, sin caballo, ni pertenencias ni dinero, y con poca ropa. Sopesando las posibilidades, decidió que lo mejor sería seguirlos, aunque durante los tres días siguientes se preguntó repetidamente si no estaría cometiendo un error.
Tenía hambre y frío, aunque a eso estaba acostumbrado. Sin embargo, aunque el entorno era bastante verde, no encontraba agua por ningún lado. La debilidad causada por la falta de agua puede apoderarse de uno rápidamente, y en cuanto perdiera de vista a Dunbar, estaría acabado.
Se tomó un descanso. Encontró algunas cañas de bambú. Eran muy finas, pero seguramente valdrían. Cortó un trozo de metro y medio de largo y una docena de gruesos listones, y a continuación se apresuró para dar alcance a la banda de Lord Dunbar. Siguiendo todo el resto del día, encontró un pequeño charco de agua entre verde y marrón, y decidió arriesgarse a beberla. La había bebido aún peor, aunque no muchas veces. Dunbar y sus hombres se detuvieron una hora antes de que se hiciera de noche, y Kleist tuvo que darse prisa para aprovechar la luz mortecina del final del día. El bambú seguía verde, lo que facilitaba cortarlo en delgados hilos con los que hacer una cuerda de arco. Entonces rajó el bambú por el medio para hacer tres listones, cada uno más corto que el anterior. Al oscurecer ya había atado un listón al otro con las cuerdas, formando algo parecido a las ballestas de la suspensión de un carro. Durmió poco y mal. Al día siguiente empezó a trabajar tan pronto como hubo un poco de luz, siguió haciéndolo mientras ellos levantaban el campamento, y terminó el arco a mediodía, cuando se detuvieron un par de horas. Le hubiera gustado curvar los extremos para conseguir más potencia, pero no tenía tiempo, y se trataba de un proceso muy complicado. Salió el sol, cuyos rayos lo martirizaron provocándole una sed insufrible, pero mientras le resecaban la garganta, hacían lo mismo con el arco, secándolo del todo y tensándolo completamente. Había bastante pedernal por aquella zona, y sólo le llevó diez minutos preparar con él una punta de flecha.
Un cuervo muerto y devorado por los gusanos le proporcionó plumas para las flechas. Pero las plumas de cuervo resultaban duras de trabajar, y él quería hacer todo lo posible para que las cosas quedaran técnicamente perfectas. Atarlas bien con el bambú y la cuerda era un trabajo espantoso. Aun así, aunque el redentor fabricante de flechas Hart le hubiera dado una buena paliza de haber podido ver los resultados, lo cierto era que no habían quedado mal del todo. Estaban lo suficientemente bien, siempre y cuando pudiera acercarse lo indispensable para producir con ellas daños serios.
Se encontraba cansado, sediento, hambriento y de mal humor. Unos pocos disparos de ensayo fuera de la vista aliviaron su cansancio con una mezcla de maldad y satisfacción ante su propia habilidad. Pero las había dejado ir demasiado lejos, y pensando que las había perdido, casi se metió en el campamento donde se escondían ellos entre un espeso grupo de árboles.
En el escaso tiempo que quedaba de luz, no podía hacer más que arrastrarse hacia el campamento para ver cómo estaban las cosas. Localizó a cuatro de ellos, pero no al quinto. La puesta de sol obligaba a posponer el ataque. Habría preferido pasar la noche donde se encontraba para no tener que volver a arriesgarse acercándose otra vez a ellos por la mañana. Pero como no conseguía localizar al quinto hombre, pensó que sería más prudente retirarse unos cien tos de metros. Al fin y al cabo, hiciera lo que hiciese, la cosa era igualmente difícil e incómoda.
Nueve horas después, y con un dolor de cabeza terrible, volvió al mismo puesto para observar. Seguía sin ver más que a cuatro hombres, pero el que faltaba el día anterior había regresado, en tanto que Lord Dunbar había desaparecido. La frustración, la excitación y el miedo lo sacaban de quicio, y hacían que el martilleo que tenía en la cabeza pareciera capaz de romperle el cráneo. No se atrevía a hacer nada hasta que estuvieran juntos los cinco hombres. Y entonces, alrededor de las ocho, Dunbar salió de lo que parecía un gran arbusto, al borde del campamento. Unos segundos después, estaba orinando en una orilla mientras lanzaba órdenes para que levantaran el campamento. Con la flecha colocada en el arco, la cuerda tensa con la enorme fuerza de su brazo y su hombro, respiró hondo, y soltó. Dunbar soltó un grito al recibir la flecha en la cadera izquierda. Transcurrieron tres segundos en silencio. Los cuatro miraban.
—¿Qué...? —preguntó uno.
Otra flecha le dio en la boca a Johnny el Guapo, que cayó hacia atrás agitando los brazos. Un tercero salió corriendo, deslizándose aterrorizado para ponerse a cubierto tras los árboles. Una flecha mal lanzada le alcanzó en el pie, y tuvo que hacer los últimos metros a saltitos, gritando de dolor, hasta desaparecer entre los árboles. Otro de los indemnes salió del campamento corriendo en dirección opuesta. El quinto hombre, que se hallaba casi en el centro del campamento, no se movió. Kleist le apuntó, el arco crujió al doblarse, y la flecha fue a clavársele en mitad del pecho. El hombre lanzó un horrible gemido ahogado, lleno de angustia.
Kleist colocó otra flecha en el arco, y tiró de ella preparando cuidadosa y rápidamente su trayecto hacia el interior del campamento, pasando la punta de uno a otro mientras calibraba las posibles amenazas: Johnny el Guapo no iba a representar ningún problema. El hombre que estaba arrodillado con la cabeza gacha seguía gimiendo, pero lanzaba ya extraños silbidos que alternaban con el ruido de su respiración. Era imposible fingir esos sonidos, así que él tampoco iba a representar ningún problema. Sólo podía desear que el sonido cesara. Dunbar, que yacía de costado, tenía un espantoso color blanco, y los labios desprovistos de sangre.
—Debería —dijo Dunbar en voz baja— haberos matado cuando tuve la oportunidad.
—Deberíais haberme dejado en paz cuando tuvisteis la oportunidad.
—De acuerdo.
—¿Alguna arma?
—¿Por qué os lo tendría que decir?
—De acuerdo.
Nervioso, Kleist no dejaba de observar los árboles. Era demasiado riesgo.
—Esto podría durar horas. Acabad conmigo.
—Debería, pero es más fácil decirlo que hacerlo.
—¿Por qué? Lo habéis hecho con esos dos sin muchos problemas.
—Ya, pero en ese momento estaba furioso.
—A fin de cuentas, os lo pido yo. Acabad conmigo.
—Vuestros hombres volverán. Que lo hagan ellos.
—Tardarán horas en volver. O tal vez no lo hagan nunca.
—No quiero hacerlo..., comprendedlo.
—Es mejor que...
Sonó un potente golpe cuando Kleist soltó el arco casi pegando en el pecho de Dunbar. Los ojos se le abrieron, y expulsó aire durante un lapso de tiempo que pareció varios minutos, aunque sólo se trató de unos pocos segundos. Afortunadamente para ambos, eso fue todo.
Tras él, el hombre que estaba de rodillas seguía gimiendo y profiriendo aquellos horribles silbidos. Kleist se dejó caer de rodillas y le entraron arcadas. Pero no había en su estómago nada que pudiera expulsar. No era fácil seguir teniendo arcadas y vigilando los árboles al mismo tiempo. Soltó el arco: necesitaba las manos libres para registrar sus nuevas posesiones y reconocer las antiguas. Se puso en pie despacio y profirió un grito.
A cinco metros de distancia se encontraba una muchacha que lo estuvo mirando con ojos como platos antes de arrojarse a sus brazos y romper a llorar.
—¡Gracias, gracias! —decía entre sollozos, abrazándolo corno si fuera un pariente reencontrado. Sus ruanos lo agarraban con desmedido alivio y gratitud. Besó a Kleist en plenos labios, y después se abrazó contra su pecho, apretándole con las ruanos la parte superior de la espalda, corno si no estuviera dispuesta a soltarlo nunca—. Habéis sido tan valiente, tan valiente...