Los éforos de Laconia arrojan
sus bebés al foso del teatro.
Son los esqueletos con más hueso,
hacen la sopa negra, como su seso:
¡UNO! ¡DOS! ¡TRES! ¡CUATRO!
Por matar el rato matan esclavos
por menos de un pomelo pocho.
Llevan un ataúd en la testa,
y duermen en él la siesta,
¡CINCO! ¡SEIS! ¡SIETE! ¡OCHO!
Pegan a sus niños palos y coces,
hasta volverlos muy malos.
Y si lloran o arrugan los ojos,
se llevan otra tunda de palos,
¡NUEVE! ¡DIEZ! ¡ONCE! ¡DOCE!
Hay otra estrofa final, ésta prohibida, que no puede cantarse en presencia de adultos ni chivatos:
A los niños no sólo les pegan en,
los usan para otras cosas también,
No diré lo que les hacen, no,
pero lo cuelan dentro de la o,
del... ¡CE! ¡U! ¡ELE! ¡O!
Mientras que la mayor parte de esta estrofa se dice en susurros, es costumbre gritar lo más alto posible el último verso.
Cale se tendió a leer el expediente que Bosco le había enviado, lleno de ese desdén altivo propio de los grandes que se encuentran con alguien de quien se dice que es más grande aún. Ese desdén no tardó en convertirse en una simple fascinación ante los detalles particulares de lo que estaba leyendo. Los admiradores del espíritu y del estilo de vida lacónicos (o
laconiafiloidiodos
, en la antigua lengua ática), veían los ripios que quedan arriba consignados nada más que como calumnias de pillos callejeros. Pero, con la excepción del verso referido a los ataúdes, que según parece no es más que una invención completamente infantil, las acusaciones de la canción cuentan con el respaldo de aquellos que son menos entusiastas que los
laconiafiloidiodos
con respecto a la más extraña de todas las sociedades. Los lacónicos, cuyo país parecía más un cuartel que una nación, se veían a sí mismos como «los más libres de todos los pueblos de la tierra» porque no eran dominados por nadie, ni producían absolutamente nada de nada. Formaban un estado en el que sólo había una habilidad que se preocuparan por conservar: la lucha. Los muchachos que nacían fuertes y sanos en los pueblos lacónicos pertenecían al estado, y a la edad de cinco años se los separaba de su familia, si es que realmente existía allí tal cosa, para entrenarlos en la única actividad a la que podían dedicarse, «matar o morir», hasta que alcanzaban los sesenta y algo, cosa que, dicho sea de paso, raramente ocurría. Si no nacían fuertes y sanos, eran, como aseguraba aquella canción de gamberretes, arrojados a un precipicio conocido como «los depósitos». Si los lacónicos hubieran escrito poesía, cosa que no hacían, pocos versos hubieran dedicado a los placeres y a las amarguras de la vejez. Por su resuelta dedicación a la guerra pagaban de dos modos. En todo momento hasta un tercio de su población, que nunca pasaba de trece mil, era reclutado para actividades mercenarias, por las que era fama que se les pagaba espléndidamen te. El grueso del estado lacónico era sufragado mediante la existencia de los helotos. El término «esclavo» se queda corto para describir la subyugación y cautiverio de aquellos pueblos desgraciados, que es lo que eran. A diferencia de los esclavos del imperio Materazzi y otros lugares, los helotos no eran una mezcla de razas capturadas aquí y allá, ni eran vendidos de un propietario a otro. Eran naciones conquistadas, subordinadas enteramente, y que ahora trabajaban lo que en otro tiempo había sido su propia tierra y elaboraban productos que pertenecían completamente al estado lacónico. Los lacónicos criaban a sus hijos en cuarteles para no temer más que una cosa: a sus helotos. Ampliamente sobrepasados en número por aquellos siervos que los rodeaban en gran cantidad por todas partes, su permanente subyugación poco a poco se fue convirtiendo en la obsesión de sus dueños. Los helotos hacían posible su única ambición en la vida, pero al mismo tiempo constituían su mayor amenaza. La supresión de los helotos, que en otro tiempo habían sido el medio de guerrear interminablemente, ahora había pasado a ser la razón por la que era indispensable seguir guerreando. El malvado perro de dientes afilados como navajas se había empezado a obsesionar con morderse su propia cola.
Los lacónicos estaban gobernados por cinco éforos, que eran elegidos de entre los pocos que sobrevivían más allá de su sexagésimo cumpleaños. La referencia que hace la canción a su complexión huesuda no tiene apoyo documental alguno. A menudo dicen aquellos que detestan a los lacónicos, que son muchos, que el famoso humor lacónico surge siempre a costa de los otros, en especial de los discapacitados físicos, a los que desprecian profundamente.
Pero esto no fue siempre así, si es cierta la famosa historia sobre el éforo Aristades. Una vez cada cinco años, todos los varones lacónicos pueden votar para ejecutar al éforo que de modo general les desagrade más por su insensatez o su orgullo, o por el motivo que sea, aunque la sentencia sólo se lleva a cabo si el candidato consigue más de mil votos. Sabiendo que el número de votos necesario para su muerte se iba acercando rápidamente a ese número, el éforo Aristades vio cómo se le acercaba un ciudadano que vivía en el quinto pino, que no sabía leer ni escribir, y que nunca lo había vis to, para pedirle que, si era tan amable, le escribiera el nombre de «aquel puto Aristades» en una de las tablillas de arcilla que se utilizaban para votar. Se considera prueba de la inteligencia de Aristades que se prestara de buen grado a hacerle aquel favor. Se dice que sobrevivió por sólo dos votos.
Había pocas cosas más de las que pudiera reírse un niño nacido en el estado lacónico. El chiste que se contaba en Menfis era que los niños arrojados a los depósitos eran los afortunados. Una vez asignados a un cuartel, la comida era tan mala como la que recibían los acólitos de los redentores, sólo que la cantidad era todavía menor. Aquella mezquindad tenía el propósito de despertar su ingenio y obligarles a robar para conservar la vida. Al que pillaban lo castigaban severamente, no por inmoralidad sino por su falta de habilidad en la ejecución de su robo. Se cuenta la historia de un niño de diez años que había robado el zorro que tenía como mascota el éforo Chalon, con la intención de cómerselo, pero lo llamaron a formar antes de que pudiera retorcerle el cuello y esconderlo. Según se dice, antes que revelar la presencia del animal y dejar constancia de su fracaso entre los compañeros, permitió que el zorro le comiera las entrañas, y cayó muerto sin decir ni mu. Aquellos a los que esta historia les parecía totalmente inverosímil antes de conocer a los lacónicos, ya no estaban tan seguros una vez que habían entablado relación con ellos.
La infame sopa negra que menciona la canción estaba hecha de vinagre y sangre de cerdo. Un diplomático de la Dueña, un negociador contratado del mismo modo en que se contrata a los mercenarios, tras probar una vez aquel brebaje, les dijo a los lacónicos que se lo habían ofrecido que era tan repulsivo que explicaba por sí solo por qué estaban los lacónicos tan deseosos de morir. Como tienden a hacer tales personas ingeniosas, repitió el chiste prácticamente idéntico en relación con los Materazzi y sus esposas, que eran tan difíciles de contentar, según sabía todo el mundo. La diferencia entre los Materazzi y los lacónicos era que estos últimos encontraban el chiste extremadamente divertido. Otra rareza en relación con su sopa negra, y muy reveladora, es que mientras que su sabor difícilmente podía superar el de los pies de muertos, hechos con frutos secos y grasa rancia, Kleist y Henri el Impreciso nunca pensaban en aquella especie de tableta vomitiva más que con un estremecimiento, en tanto que los lacónicos, según era bien sabido, consideraban su sopa como un maná caído del cielo, e incluso los lacónicos exiliados suspiraban por ella como no suspiraban por ninguna otra cosa.
Por si acaso su sentido del humor ha suavizado vuestra opinión sobre los lacónicos, y los encontráis preferibles a los fanáticos y crueles redentores, o a los Materazzi, con su arrogancia y su esnobismo, mencionaremos ahora la más oscura y repulsiva de todas las costumbres practicadas por el que tal vez sea el pueblo más extraño de toda la historia de la humanidad. Mientras que todas las personas biempensantes consideran la relación sexual entre hombres adultos y niños como un crimen que clama a los cielos por venganza, y piden castigo de muerte contra aquellos que cometen tales acciones (¡y cuanto más horrible sea la muerte, mejor!), en Laconia esta perversión no sólo era tolerada sino impuesta legalmente. Los hombres mayores que no elegían a un niño de doce para emplearlo de ese modo eran severamente multados por no cumplir su obligación de ser un buen ejemplo de virtud varonil.
Cómo llegó a imponerse una costumbre tan peculiar y espantosa es algo que no podríamos explicar. Los lacónicos también tienen fama de haber tenido una alta valoración de las madres, permitiéndoles que expresaran opiniones insultantes ante hombres de cualquier rango, y hasta permitiéndoles que heredaran propiedades, una costumbre que, según parece, ofende grandemente a sus vecinos y por la cual son mucho más frecuentemente criticados que por la repulsiva práctica de la pederastia obligatoria.
Toda esta información se la había proporcionado Bosco a Cale en un documento secreto que le había pedido que no mostrara a nadie en ninguna circunstancia. Pero una sección del documento, claramente incluida mucho antes que la mayor parte de la información del documento, atrajo en especial la atención de Cale, y quería comentarla con Henri el Impreciso. Se refería a una aseveración sobre la existencia de la Kripteia hecha por un soldado exiliado lacónico que era cuestionada en el documento mismo. La Kripteia era un pequeño servicio secreto constituido por lo que aquel soldado llamaba «antisoldados». A éstos se les seleccionaba de entre los jóvenes lacónicos más crueles e implacables, y se les animaba a desarrollar cualidades de originalidad, independencia de pensamiento y otras actitudes que sin embargo eran reprimidas en los demás, de los que se esperaba que lucharan en masa, sin propósitos de supervivencia personal.
—Me pregunto —le comentó Cale a Henri el Impreciso— si sería leyendo estas páginas como a Bosco se le ocurrió la idea de hacer lo que hizo conmigo.
—Y yo me pregunto —le respondió Henri el Impreciso a Calesi podréis pasar por la puerta en caso de que os crezca un poco más la cabeza. De todas maneras, si fue así, dad gracias de que ésa fuera la única idea que les robó a los lacónicos.
¡Santo Dios! —exclamó Cale, arrugando la cara de puro disgusto.
16
—Q
uiero ver a la doncella de los ojos de mirlo. —Cale hizo esta petición esperando una negativa. Bosco no pudo entonces dejar de recordar que la ira de Dios hecha carne era además un simple adolescente. Había algo muy satisfactorio en poder contradecir las expectativas de Cale respecto a esa negativa:
—Por supuesto.
Y le siguió un gratificante silencio como respuesta.
—Ya —fue todo lo que respondió Cale al final.
—Se hará corno deseéis. —Bosco alargó la mano hacia un montón de unos doce pergaminos que ya tenían puesto su sello, y empezó a escribir en él.
—Quisiera verla a solas.
—Yo no tengo deseo de volver a ver a la doncella de los ojos de mirlo, eso os lo aseguro —repuso Bosco, experimentando una nueva satisfacción.
Bosco aclaró que llevaría al menos hora y media traspasar los cuatro controles de seguridad que protegían a los diez ocupantes de las celdas interiores de la Casa del Propósito Especial. En el último control Cale tuvo que aguardar cincuenta minutos, porque había que enviar un mensajero a Bosco para que regresara con una carta de confirmación que corroborara la carta que portaba Cale. Cuarenta de aquellos cincuenta minutos, en los que Bosco dejó al mensajero esperando a la puerta de su despacho, constituyeron para él la tercera gran satisfacción de aquella tarde.
Finalmente regresó el mensajero, y el carcelero invitó a Cale a pasar delante por una gran puerta, y después a entrar en la celda de la doncella.
La doncella de los ojos de mirlo estaba acostada, pero se incorporó asustada al sentir que abrían la puerta de su celda. Tenía toda la razón en asustarse ante un acontecimiento tan extraordinario.
—Salid —dijo Cale. El carcelero se resistió—. No os lo diré una segunda vez.
—Tendré que cerraros.
—Volveréis cuando os llame —dijo, e hizo una pausa para dejar claro el sentido de sus palabras—: ¡No...!
El carcelero sabía exactamente lo que quería decir aquella advertencia aparentemente misteriosa, porque justamente lo que le rondaba por la cabeza era la idea de hacer esperar a Cale cuando lo llamara para salir.
Haciendo terribles esfuerzos por reprimirse, el carcelero cerró la puerta. Cale posó la vela que llevaba en la mano sobre la mesa sin silla que era junto con el catre el único mueble de la celda. La muchacha, que estaba escuálida debido a la comida de la cárcel, que además de horrenda era escasa, lo miró con sus enormes ojos castaños. Seguramente parecían más grandes de lo que eran debido a que le habían afeitado la cabeza, en parte por los piojos y en parte por maldad.
—He venido sólo a hablar con vos. No tenéis nada que temer. No de mí.
—¿De alguien más?
—Estáis en la Casa del Propósito Especial. ¡Por supuesto que de alguien más sí!
—¿Quién sois?
—Me llamo Thomas Cale.
—No he oído hablar de vos.
—Yo juraría que sí.
—A menos que seáis el Thomas Cale que ha enviado Dios para matar a sus enemigos. —Cale no respondió nada—. Dios —dijo en tono de reproche— es una madre para sus niños.
—Yo no he tenido madre —respondió Cale—. ¿Se trata de algo bueno?
—
Homo hominis lupus
[8]
. ¿Es eso lo que sois vos, Thomas, un lobo para el hombre?
—Es justo decir —respondió pensativo— que he hecho mis lobunadas. Pero sólo porque los rumores hayan llegado incluso hasta vos, aquí en la celda, no quiere decir que sean ciertos. Tendríais que oír lo que dicen sobre vos.
—¿Qué queréis? —preguntó ella.
Ésa era una buena pregunta, porque él mismo no lo sabía muy bien. Ciertamente, tenía curiosidad por aquella mujer que había logrado irritar a los redentores de tantas maneras diferentes. Pero la verdad era que le había pedido a Bosco que le concediera aquella visita más por molestarlo a él que por satisfacer su curiosidad. Y había esperado que le respondiera que no.