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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (16 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Dos horas después, Cale estaba de regreso, esta vez solo y poniendo en obra las ideas que había concebido mientras observaba el lugar desde lo alto del monte. Uno de los arqueros de la Sodalidad, un veterano del frente oriental, le había presentado una idea propia, que había visto en Swineburg durante la ofensiva de Adviento. Al instante, Cale, encantado, lo ascendió al puesto de guardaculo, palabra que en Menfis era un insulto terrible, pero que sin embargo sonaba imponente entre los redentores. Al bajar por el monte sintió que lo que había parecido un buen chiste en su momento era de hecho algo infantil y, lo que era peor, podía volverse contra él. Lo hecho hecho estaba, pero en el futuro sería preferible no caer en ese tipo de tonterías.

Cuando volvió al Vado del Zopenco, eligió los veinte mejores jinetes y les dijo que se quitaran la túnica. Les hizo segar la hierba que había entre los matorrales, en una cantidad equivalente a varias pacas, y les mandó llenar las túnicas con la hierba. Una vez hecho esto, atravesaron los espantapájaros resultantes con veinte báculos clavados en el fondo de las viejas trincheras en las que tantos redentores habían muerto en los ataques anteriores. A una distancia de treinta metros, no se notaba la diferencia entre aquellos espantapájaros y soldados de verdad. No era probable que los folcolares se percataran de que era un poco raro que los redentores lucharan con la capucha puesta sobre la cabeza.

—¿Para qué queréis a los jinetes? —preguntó el receloso padre Gil. Cale pensó en evitar ofrecer una respuesta directa, pero no encontró motivo para ello.

—Necesitaré protección cuando os esté observando desde lo alto de la colina —dijo indicando con un movimiento de la cabeza la elevación desde la que habían observado las dos masacres anteriores, que se hallaba a casi un kilómetro de distancia.

—¿Y qué me decís de poneros al frente de vuestros hombres?

—Yo no estoy aquí para salvar a nadie, ¿a que no? Así pensáis vos, ¿verdad?

Gil le dirigió una mirada larga e intensa.

—Sí.

—Recuerdo que una vez me dijisteis que el hombre que estuviera al mando de un ejército tenía que optar entre dos opciones: ponerse al frente siempre o sólo a veces. ¿No fue así?

—Sí.

—Bueno, podéis optar por una tercera opción: ¡nunca! ¿Quién soy yo, padre?

Se miraron fijamente el uno al otro.

—Sois la mano izquierda de Dios.

—¿Y por qué estoy aquí?

Gil no respondió.

—¿Hay algo aquí —prosiguió Cale— que no comprendáis?

—No, señor.

Tras haberse pasado varios minutos examinando una roca de color extraño, Hooke se acercó a ellos.

—Me parece que en estas peñas hay azufre.

—Montad a caballo. Nos vamos.

Treinta minutos después, Cale, acompañado sólo por Hooke, contemplaba su obra desde la elevación habitual. Se sentía satisfecho de sí mismo. Salvo por la docena aproximada de hombres que había enviado a colocar rocas y peñas cada cincuenta metros, para dar a los arqueros la medida exacta de la distancia a la que se encontrarían más tarde los enemigos, y que de ese modo no malgastaran flechas en balde, no podía ver a nadie, y eso pese a que sabía hacia dónde tenía que mirar.

Fue a la mañana siguiente, dos horas después de los primeros resplandores, cuando Hooke distinguió una nube de polvo a lo lejos, en dirección norte. Cale ordenó que dispararan una flecha roma al centro para avisar a los purgatores de que venían los folcolares. Antes de que pasara una hora, Cale pudo ver exploradores que se acercaban de dos en dos, a veces de tres en tres, en una línea irregular que se extendía a lo largo de un frente de unos mil metros a cada lado de un pequeño grupo de diez hombres que se dirigían al Vado del Zopenco. Cuando se acercaron al vado y no vieron nada, la disposición de la tierra, que se hundía hacia el centro, les hizo reagruparse. Cale sintió una intensa emoción que parecía agarrarle la nuca, una emoción que resultaba al mismo tiempo grata y desagradable. Para entonces un grupo de quince exploradores se había amontonado descuidadamente a ciento cincuenta metros de la línea más cercana de arqueros, que estaba constituida por unos setenta padres redentores. Entonces se detuvieron, claramente asustados por algo.

—¡Mierda! —exclamó Cale.

Empezaban a girarse y separarse cuando una silenciosa hilera de flechas se elevó en el aire trazando una curva majestuosa, y en menos de dos segundos cayó como una lluvia sobre los exploradores, derribándolos del caballo a todos excepto a uno. El superviviente echó a correr hacia el sur, seguido por otra sarta de unas treinta flechas. Cale ahogó un grito de irritación: tantas flechas eran un desperdicio cuando se trataba de acabar con un solo hombre, aun cuando se tratara de un blanco que se alejaba a la velocidad en que lo hacía el aterrorizado explorador. Era evidente que Gil pensaba lo mismo. Su grito para contener las flechas ascendió a duras penas hasta la elevación en que se encontraba Cale. Gil comprendía que no tendrían más oportunidades de sorprender, ni habría más grupos apretados de quince hombres sobre los que hacer un blanco fácil.

Treinta minutos después, una gruesa flecha de mortero fue disparada casi verticalmente al aire desde la planicie lateral que se encontraba justo a unos treinta metros por debajo del cerro. Fue a caer a unos diez metros de las trincheras habitadas por las sotanas de redentor rellenas de hierba. Al tercer disparo, los morteros habían corregido ya el tiro, y un aluvión de flechas y sus diez saetas igualmente mortíferas asolaron las trincheras durante otra hora. La idea de los falsos defensores había partido del arquero del cerro, y por ella se le había recompensado con el insultante ascenso. Ha bía salido bien, mucho mejor de lo que hubieran podido esperar. No sólo les había hecho malgastar enormes cantidades de flechas de mortero, sino que estaba claro que los folcolares seguían sin darse cuenta del truco y estaban claramente convencidos, debido a buenas razones, de que los redentores seguían sin abandonar la misma serie de tácticas que habían seguido en el Vado del Zopenco y en cualquier otro lugar del Veld. Una gran parte de ellos se arrastraban por el lado sur de la colina para apoderarse del terreno alto y disparar a los hombres de la orilla del río que habían matado tantos folcolares en la primera refriega. Mientras esto sucedía, Cale distinguió dos grupos de unos cien hombres cada uno, que se alejaban al galope hacia el este y el oeste respectivamente. Cale supuso que se dirigían hacia puntos del río situados a cierta distancia en ambos sentidos. En cuanto llegaran al borde del lecho del río, lo recorrerían por la orilla, desde un lado y el otro, e intentarían acercarse para atacar a los arqueros durante la noche. No quería descubrir su propia presencia, pero al final ordenó a uno de los redentores escabullirse hacia el lado occidental de la U y disparar una flecha roma con un mensaje de advertencia, pero teniendo cuidado de no hacerlo hasta que cayera la luz, para que la flecha no fuera vista tan fácilmente, ni por lo tanto pudieran adivinar su presencia.

Durante el resto del día, hubo cierta cantidad de pequeñas escaramuzas por parte de los atacantes folcolares, escaramuzas en las que los grupos avanzaban intentando arrancar una respuesta para así mejor comprender cuál era la disposición en el terreno y el número de los defensores. Pero los redentores no carecían de experiencia, aun cuando no conocieran exactamente aquel tipo de guerra informal, y estaba claro que Gil conseguía gobernarlos mediante gritos ocasionales e indescifrables. Además, Cale había ordenado que cortaran los accesos entre las orillas en forma de pequeños barrancos y la orilla opuesta del río, para que los defensores pudieran moverse con relativa facilidad por la mayor parte de la U. En este sentido los defensores daban la impresión de que su número era más grande de lo que realmente era. Con un poco de suerte, si los folcolares pensaban que las orillas estaban muy firmemente defendidas, podrían no animarse a atacar esa noche por el lecho del río.

Aquella noche la luna no era más que un fino cuarto creciente que abrazaba el resto de la luna oscurecida, proporcionando una luz muy escasa que de vez en cuando quedaba tapada por las nubes. Hacía falta valor para quedarse esperando en aquella oscuridad. La noche negra, en vez de rodearlo a uno, parecía meterse en cada cabeza, y de ese modo los soldados perdían poco a poco toda noción de qué era lo que estaba dentro y qué era lo que estaba fuera, a menos que se retirara una nube del fino hilo de luna para iluminar un árbol distante o una ladera del cerro. Cuando eso sucedía, el negro espacio, que los sentidos les habían hecho creer que se limitaba a unos centímetros a su alrededor, se revelaba de pronto como varios kilómetros en la lejanía, varios kilómetros en los que las cosas no se encontraban exactamente donde se suponía que tenían que estar. Un seco árbol blanco de las pampas, iluminado en ese momento por la luz de la luna, le pareció a Cale que se hallaba justo encima de él, en mitad del aire, cuando de hecho sabía que se alzaba en mitad de la llanura, a más de un kilómetro de distancia. Sometidos a aquel desconcierto de los sentidos más fundamentales, era una experiencia espantosa aguardar en la oscuridad impenetrable de la noche que se acercara alguien en cualquier momento con propósito asesino. En la oscuridad, e incluso para aquellos que tenían los nervios de acero, el Veld se convertía en un implacable enemigo que acechaba, burlón, a que uno hiciera el primer movimiento. Un perro salvaje o un ciervo que trotara en la noche aumentaban su tamaño y su velocidad al doble o triple del tamaño y velocidad reales. El ruido de un erizo resoplando en un rincón se convertía en algo tan estrepitoso como el rugido de un león antes de lanzarse en un salto. ¿Y si resultaba que aquella cosa que se arrastraba ahí fuera de la trinchera, haciendo aquel ruido extraño al rozar con el suelo, tenía una picadura mortal? La noche era un desagradable alquimista capaz de transformar las cosas ordinarias, convirtiendo un arbusto en el hombre que está esperando para matarlo a uno con sólo que se tenga la imprudencia de respirar demasiado fuerte. Aun así, sería aún peor si uno intentara ser el que sale de caza. Imaginaos intentar moverse en medio de aquella noche. Y, por supuesto, sin manera de saber cuánto tiempo ha quedado atrás. Pasa ron dos horas que podían ser cuatro o tal vez cinco minutos. Raros pensamientos empezaban a atormentarlo a uno. ¿Y si esa noche el sol se quedaba donde estaba, y no volvía a salir? Algo que uno nunca se habría molestado en imaginar, en una noche como aquélla parecía posible. «Nunca verá el sol ese
mañana
[5]
», era una frase que le había oído citar al señor Vipond, proveniente de no se sabía dónde, y se le había quedado grabada: «Nunca verá el sol ese mañana».

Entonces, de repente, brilló un destello procedente de lo que parecía un lejano punto situado entre las nubes. Y después otro. Era Gil, que iluminaba el lecho del río con una flecha prendida tras otra, flechas hermosamente cobijadas en la curva del río. Tras la séptima u octava flecha, Cale oyó gritos y chillidos. Las flechas habían impactado en los folcolares, atrapados a ambos lados por las empinadas márgenes del río. No se podía ver el aluvión de flechas no prendidas raspando el aire contra los folcolares, pero éstos tenían poco sitio donde esconderse de ellas, y ninguna posibilidad de embestir contra los purgatores porque Cale había colocado una profunda fila de estacas de espino a lo largo del río, y varias filas más de estacas afiladas.

Eso no duró mucho, o al menos ésa fue la impresión, aunque hubo una pausa antes del segundo ataque, que resultó mucho más breve que el primero. Y después ya nada más hasta el primer sonrosado y hermoso resplandor del alba.

El sol salió como un trueno tras aquel suave anuncio, y a las siete en punto ya hacía demasiado calor. En la orilla opuesta del río se podían contar al menos treinta y tres hombres, entre muertos y moribundos. Era de suponer que más o menos la mitad de ese número se encontrara oculta en la orilla de acá. Los hombres intentaban regresar por el lecho del río, pero lo hacían despacio. Uno de ellos estaba tan aturdido por sus heridas que iba arrastrándose, lentamente, en dirección a los purgatores de los que creía escapar. Otro de los heridos que huían empezaba a adelantarse, pero una flecha de los purgatores salió rápida como una garza para clavarse en él.

—Ya era hora de que mostraran un poco de compasión —comentó Guido Hooke con tristeza—. Nadie debería tener que morir tan lentamente al sol. —Cale se rio—. ¿He dicho algo gracioso, señor Cale?

—Si libran a un pobre bastardo de su desgracia será por accidente. Si vuelven a dispararle es sólo para ver si sus compañeros se irritan y deciden hacer algo heroico.

—Qué asco. —Hooke miró a Cale, intentando desentrañar sus pensamientos—. ¿Me juzgáis débil?

Cale pensó en ello con detenimiento.

—No. Pienso que es sorprendente.

—¿Sorprendente que alguien sienta algo ante el sufrimiento de un ser humano?

—Que esperéis otra cosa por parte de los redentores.

—Se puede rechazar algo aunque no se espere otra cosa.

—¿Para qué molestarse? ¿Servirá para algo la compasión?

—Me parece que os educaron de modo muy descuidado.

—Efectivamente.

—¿Por qué sois tan cínico?

—No sé lo que significa eso.

—El cinismo es...

—Me da igual lo que sea.

Ofendido por esta respuesta, Hooke se calló. Unos minutos después, fue Cale quien volvió a hablar:

—Un amigo mío solía decir que era una pérdida de tiempo acusar a la gente de lo que está en su naturaleza.

—Yo tenía razón.

—¿En qué?

—En lo de que fuisteis educado de manera descuidada.

Cale no quiso molestarse y se limitó a sonreír:

—Me gustaría que me hubiera educado IdrisPukke. Entonces yo sería más de vuestro gusto, señor Hooke, de lo que soy ahora.

En ese momento salió disparada otra flecha, que se clavó en otro herido.

—No es ninguna locura desear una vida mejor que ésta.

Pero Cale ya tenía suficiente, y no respondió. Distinguió entonces algo así como una docena de folcolares que avanzaban sigilosamente hacia la colina, por la parte de atrás de la U, y comenzaban a ascender por la cuesta. Tras ellos iban otros diez, y después otros tantos más. El centenario de la trinchera de arriba mostraba más paciencia en dejarlos acercarse de lo que parecía prudente.

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