Las cuatro postrimerías (20 page)

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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: Las cuatro postrimerías
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El pueblo de Daisy, el Soho, estaba rodeado por un camino sombreado por olivos expresamente plantados, por donde los cleptos caminaban en pareja cada noche y hablaban de todo lo habido y por haber. Kleist estaba muy solicitado como compañero de conversa ción, a causa de la inmensa curiosidad de los cleptos por todas las cosas en general y los redentores en particular, cuyas prácticas y creencias encontraban completamente incomprensibles y por lo tanto profundamente fascinantes. Asumían que cada relato de brutalidad, cada fantasmal historia sobre el cielo y el infierno, cada recuento de los detalles de la fe que hacía Kleist no era más que una serie de descaradas y entretenidas mentiras, y había poco que pudiera hacer él para persuadirlos de que había personas que realmente creían y actuaban tal como lo hacían los redentores.
¿INMACULADA CONCEPCIÓN? ¡JA, JA, JA! ¿CAMINAR SOBRE LAS AGUAS? ¡JE, JE, JE! ¿REGRESAR DE ENTRE LOS MUERTOS? ¡JI, JI, JI! ¿LAS CUATRO POSTRIMERÍAS? ¡JO, JO, JO!
Unos días después de la lucha contra los musulpanes, era Kleist quien le hacía preguntas al padre de Daisy, un viejo maleante de buen humor que había cogido una inmensa afición a su compañía, sin que eso fuera algo en lo que pudiera confiarse.

—Mirad, Suveri, yo no tengo nada en contra de salir corriendo, pero a nosotros nos enseñaban que ése era el modo más fácil de que lo mataran a uno.

—Pues yo estoy vivo, ¿no? ¿Cuántos funerales veis que estemos preparando aquí?

—En la mayor parte de los sitios no os escaparíais tan fácilmente. Allí donde pudiera meterse un caballo, os alcanzarían. Y la infantería también os alcanzaría, si fuera lo bastante diestra.

—Pero nosotros no luchamos en muchos sitios: luchamos aquí.

—Pero ¿y si tuvierais que hacerlo?

—No tenemos que hacerlo.

—Pero asaltáis.

—Sí, y a veces nos matan. Pero nos traemos a estas montañas lo que robamos, y si tenemos que detenernos para hacer frente a alguien en campo abierto..., bueno, pues soltamos lo que hemos afanado y pies para qué os quiero.

—¿Y si os atrapan antes de que lleguéis aquí?

—Supongo que escaparnos, o bien no lo hacernos y morimos.

—No se puede ganar una guerra sin quedarse a pelear: eso es un hecho.

—Es cierto, supongo. Pero nosotros no luchamos en guerras. Sólo asaltamos y robamos. No es asunto mío si los redentores quieren morir por Dios o si los Materazzi quieren hacerlo por la gloria. Ese tipo de cosas no nos convendrían, pero en este mundo tiene que haber de todo. —Se rio e indicó con un gesto el paisaje de rocas calizas que los rodeaba, con sus interminables riscos, simas y desfiladeros—. Los desiertos hacen fanáticos, eso lo sabe todo el mundo. Pero un lugar como éste engendra una noble cobardía. Nosotros sabemos dejar en paz a los demás.

—Pero no dejáis de robarles.

—Eso es aparte. Nadie es perfecto.

Durante los tres meses siguientes, Cale y Gil expandieron la campaña contra los folcolares dividiendo a los purgatores en grupos de diez, cada uno de los cuales estaba al cargo de doscientos redentores ordinarios.

En la primera parte de la campaña hubo más derrotas que victorias, pero la depravada naturaleza de la guerra presentaba la ventaja de eliminar a aquellos que eran incapaces o estaban poco deseosos de seguir las nuevas tácticas. Para sorpresa de Cale, la mayoría de los purgatores sobrevivieron e incluso prosperaron. Eso se debía, suponía Cale, a que habían roto ya con una vida de completa obediencia, y ése era el principal motivo de que fueran purgatores. Cale se resistía a aceptar que hubiera algo aún más importante: la adoración que sentían por él. Gil se daba cuenta de esa adoración, y la veía como una prueba más del carácter divino del muchacho. Cale no era una persona sagrada, por supuesto, no era nadie a quien hubiera que reverenciar como santo o profeta. Ni siquiera era, por lo que Gil entendía de lo que decía Bosco, una persona en el sentido en que lo eran incluso los antagonistas más apóstatas. En cierto sentido, ni siquiera estaba realmente vivo. No era nada más que la encarnación de una emoción divina. Tal vez estuviera convirtién dose en un ángel, alguien puro en el sentido en que son puras las emociones a las que se da libre expresión. Todo lo demás que había en él estaba en proceso de desaparecer. Tenía que ser humano para poder nacer y crecer. Pero esa humanidad ya no era necesaria, y Gil podía ver en Cale a un muchacho que dejaba de serlo a ojos vistas. Había destellos ocasionales de eso que uno podría llamar una persona, se reía ante algo ridículo que acontecía en el campo, o podía uno ver su lengua sobresaliendo por los labios del modo en que la sacan los niños pequeños cuando se concentran en una tarea olvidándose de todo, pero esos detalles ocurrían cada vez con menos frecuencia. No tenía así pues nada de extraño que los purgatores se sintieran atraídos hacia él e intentaran agradarle aun a costa de sus propias vidas. IdrisPukke habría dado a aquello una explicación más terrenal. Cale acaparaba purgatores como quien acapara perlas o diamantes. En ocasiones, siendo la guerra la injusta y drástica criatura que es, aquellos en quienes invertía esperanzas recibían una flecha en el pecho, en tanto que los inútiles prosperaban para exasperarlo un día más. Pero ellos comprendían, aun cuando se les escaparan sus motivos, que cada uno de ellos era importante para él, incluso más que importante. A medida que a una semana le seguía otra, y a ésta otra más, él iba convirtiendo poco a poco las despiadadas derrotas en empates, y hasta logrando ocasionales victorias. Con el tiempo fue viendo que su patrón básico funcionaba primero la mayor parte de las veces, después mucho más a menudo, para por último no fallar casi nunca. Diez purgatores ahora adiestrados por la práctica y la experiencia tomaban el control de doscientos redentores. A lo largo del frente, él estableció veintitrés fortines semipermanentes que habían de ser apoyados por cinco fortines principales, cada uno dentro de un alcance de ochenta kilómetros. Poco a poco, Cale fue paralizando a los folcolares, aislándolos en el Veld de tal manera que no pudiera llegar hasta ellos aprovisionamiento alguno de los barcos antagonistas (aunque no podía evitar que atracaran en las infinitas ensenadas de la costa). A caballo, los folcolares podían fácilmente deslizarse de un lado a otro del frente redentor, pero ningún carro que fuera un poco grande podía pasar sin usar los caminos controlados por los semifortines, y por los que los fol colares podían transitar ya muy raramente, y no más que con un convoy ocasional. Hasta eso le venía bien a Cale. La esperanza, había comprendido hacía ya mucho tiempo, era lo que de verdad mataba a mucha gente. La esperanza debilita a aquel al que sólo la inteligente desesperación puede salvar. Pero ni siquiera la desesperación les hubiera valido de nada a los folcolares.

—Así que —comentó Hooke— vamos a conseguir tablas por ahogar al rey. Ni victorias para ellos ni para nosotros, aparte de mantener los fuertes.

—Nada de eso —repuso Cale—. Tengo la intención de pasar a la ofensiva muy pronto.

—¿Cómo lo vais a hacer...? No tenéis las tropas suficientes.

—No, pero pronto tendré el apoyo de dos grandes generales.

—¿Más grandes que vos? —se burló Hooke—. ¿Cómo va a ser eso? ¿Quiénes son esos prodigios?

—El general Diciembre y el general Enero —aclaró Cale.

Mientras Cale se afanaba en cortarles a los folcolares el aliento vital, Bosco trataba de resistir a sus adversarios ante el Pontificado, que trataban de hacer lo mismo con él. En vez de violencia, éstos usaban teología, y su manera de estrangularlo a uno, en vez de mediante un bloqueo, consistía en encargar una conferencia.

La cuestión teológica que había de por medio tenía que ver con el agua y el aceite. Sólo un Dios omnipotente podía salvar de sus bajos instintos y su vil naturaleza a un ser tan malvado como el hombre. Pese a ello, era un pilar fundamental de la fe que el Ahorcado Redentor había sido al mismo tiempo Dios y hombre. ¿Cómo era posible tal mezcla? Hasta fechas recientes el problema había sido abordado por el procedimiento de ignorarlo, pero el padre Restorious, obispo de Arden, había removido las cosas predicando la teoría de la Santa Emulsión: las dos naturalezas del Ahorcado Redentor eran, según aseguraba el obispo, como el agua y el aceite mez clados y revueltos. Durante algún tiempo de su vida en la tierra, la mezcla le parecía al observador como un solo fluido, pero con el tiempo ese líquido se volvía a separar en agua por un lado y aceite por el otro, ambos claramente definidos. Podían mezclarse, pero siempre se volvían a separar. «¡Eso es absurdo! —había respondido el obispo Cirilo de Salem—. La doble naturaleza del Ahorcado Redentor fue como el agua y el vino, que están separados hasta que se mezclan, pero entonces se vuelven inseparables de un modo que ninguna fuerza podría revertir».

Pese a la amargura de este desacuerdo, ni Parsi ni Gant tuvieron el más leve interés en avivar el rencor de aquel par de clérigos peleones hasta que, en un breve periodo de lucidez, el Papa Bento expresó su deseo de aclarar la cuestión. El porqué de ese deseo es algo que se perdió en las nieblas que descendieron a su cerebro a la mañana siguiente, pero Gant y Parsi habían recibido la autorización para establecer una conferencia en la que debatir y decidir sobre aquella cuestión en el lugar que consideraran apropiado. Y vieron apropiado que la conferencia tuviera lugar en el Santuario, pues el emplazamiento en que tal conferencia tenía lugar pasaba a estar temporalmente sometido a las autoridades que presidían la conferencia, y que en este caso eran Gant y Parsi. Tendrían así pues el derecho de entrar en cualquier rincón del Santuario, y de hablar con quien quisieran.

Comprenderéis ahora cuán importante había llegado a ser en muchos aspectos la cuestión de la Santa Emulsión. Por desgracia para Bosco, el golpe mortal de la muerte de los trescientos hombres significaba que incluso tan gran táctico se veía sometido a la Ley del Impulso de Swinedoll, que reza que lo que no se mueve hacia delante, se mueve hacia atrás. Incapaz de tomar el control de los cinco ejércitos que había organizado, Bosco no pudo hacer otra cosa que retrasar las decisiones mientras Cale tenía éxito o no en proveer sustitutos. Forzado a detener sus planes, lo único que podía hacer era retirarse lo más despacio posible. Bosco tenía influencia en Chartres, pero se trataba de una influencia frágil, labrada a base de años de muchos favores, con aliados poco fiables y a los que no era fácil controlar desde el Santuario. Ahora recurría a aquellos favores que ha bía hecho a sus aliados no demasiado fiables, los cuales, aunque no lo traicionaban, tampoco se arriesgaban a defenderlo hasta que quedara más claro cómo se podía desarrollar la lucha por el poder entre Bosco y los dos cardenales. El plan de Gant y Parsi de celebrar la conferencia en el Santuario y hacerlo antes de que transcurriera un mes obtuvo un repentino visto bueno en la Cámara Apostólica y pasó adelante sin ninguna oposición seria. Todo eso eran malas, muy malas noticias para Bosco. Su única posibilidad de contraataque consistía en echar mano de la larga lista de personas entre las que había repartido sus favores. Se estableció un comité en Chartres debidamente concurrido con aquellos que eran por alguna razón deudores de Bosco, o bien se hallaban secretamente comprometidos con su creencia en una reformada Redención. Enseguida se envió una misión al Veld, que confirmó el gran éxito de Cale. Gant y Parsi hicieron un intento de obstaculizarla, pero fracasaron. Una razón era que los redentores necesitaban una victoria para reparar la confianza de los fieles, muy deteriorada por el punto muerto en que se hallaban las cosas en el frente oriental, y que se había visto más dañada aún por los rumores de que los antagonistas habían descubierto una mina de plata en Argento tan rica que con la plata que extraían de ella podían contratar un ejército entero de mercenarios lacónicos. La segunda razón era que la teología y la política estaban muy bien, pero para elevar la moral no había nada como la derrota del enemigo. Y si el enemigo era realmente más un incordio que una amenaza, entonces a los fieles se les podía convencer de que suponían un peligro gravísimo hasta entonces menospreciado. Una estrella nueva en el firmamento era justamente lo que necesitaban, y ahora el nombre de esa estrella era Cale. Lo increíble que resultaba que alguien tan joven estuviera en posesión de semejantes habilidades no hacía más que incrementar la sensación entre los fieles de que el mismo Dios había ofrecido por fin su ayuda.

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