Mientras tanto, a media altura del Golán, los planes de batalla de Cale se estaban yendo abajo de modo aún más estrepitoso. Aun que la lluvia ya empezaba a amainar, la fuerza del breve chaparrón había sido tal que no sólo había convertido en una papilla el Salitre Infame, sino que había empapado las cuerdas de los morteros y reducido la fuerza con la que podían lanzar sus saetas excepcionalmente pesadas. Hooke los había hecho cubrir rápidamente, pero para alcanzar el ala derecha de los lacónicos, era necesario que los proyectiles llegaran lo más lejos posible. Como las cuerdas estaban ligeramente empapadas, el alcance se veía reducido en un cuarto, una distancia que los convertía en inútiles.
El desesperado Hooke utilizó una bandera para indicar que no estaba en condiciones de hacer fuego. Cale recibió el mensaje desde su destartalada torre. También pudo ver muchas otras banderas improvisadas que se agitaban en el Golán. No habían acordado una señal referente al Salitre Infame porque no había motivo para hacerlo. En aquel momento, los lacónicos se acercaban a los barriles al mismo tiempo que lo hacía la lumbre que ardía en el extremo de las mechas, perfectamente sincronizada con ellos. Cale dio otra señal, y las trompetas que estaban a su espalda volvieron a lanzar notas que destrozaban los tímpanos. Esta vez, toda la fila frontal de los redentores se agachó y se alejó de los barriles, haciéndose cada cual un ovillo. Los lacónicos seguían avanzando, echando a correr tal como lo habían hecho en los Ocho Mártires. Las mechas ardían según lo previsto, y los lacónicos llegaron tal como se esperaba. Pero no ocurrió nada. Muchos pisaron sobre el contenedor ligeramente cubierto de tierra, pero aunque notaban algo raro en el terreno que pisaban, no se encontraban en condiciones de pararse a mirar qué era. Entonces explotó una de las cajas, la última, que estaba en el lado derecho de los lacónicos. Había sido hecha para que estallara hacia delante, pero la madera es una materia imprevisible, y la fuerza de la explosión salió hacia atrás tanto como hacia delante, y mató a tantos redentores por un lado como a lacónicos por el otro.
Lo que sí logró aquella única explosión fue detener a los lacónicos que avanzaban. Ninguno de ellos había visto nunca tal cosa: la tierra misma había salido volando hacia el cielo, y el ruido producido, capaz de reventar los oídos, había sido peor que un trueno. Las filas se estremecieron, se detuvieron y retrocedieron tambaleándo se como si se tratara de un solo y asustado individuo. La muerte provocada por la mano humana es una cosa, horribles son sus tajos cercanos y personales, y horrible su modo de apisonar huesos y sangre. Pero imaginaos lo que sería presenciar por primera vez la atrocidad de semejante destello de fuerza y humo. Durante un instante, tras el bramido de ejércitos que trataban de recuperarse, hubo un gran y repentino silencio, como si la mano de algún dios repugnante hubiera barrido el campo entre ambos enemigos. Si bien estaban habituados a espantosos tajos o golpes, ninguno de ellos había visto nunca a un hombre roto, pulverizado y desgarrado por la fuerza del aire en un abrir y cerrar de ojos.
Boquiabierto y estupefacto ante el fracaso de los barriles, el pánico se apoderó de Cale. Pero no fue el único en sucumbir al pánico: el rey Stuart—Clarke se había caído del caballo al recular aterrorizado ante la explosión, como lo había hecho la media docena de mensajeros que lo acompañaba. Los caballos, espantados, echaban a correr desbocados por todas partes. El ataque, la peor de las pesadillas, se había detenido completamente, y se había perdido todo aquel empuje que animaba a las tropas a lo largo de una fila de mil metros de longitud. Todos los comandantes se habían caído del caballo igual que el rey, o bien estaban tratando de controlar su montura. Cale, horrorizado por el fracaso de los barriles, necesitó un rato para recuperarse.
Andaba escaso de arqueros, pero de todos modos los había reservado para que dispararan contra los lacónicos tras la explosión de los veinte barriles, suponiendo que alguno podría fallar. En aquel momento, Cale había descendido de la torre y montaba en su caballo gritando a los cuatrocientos arqueros que tenía ante él que soltaran la primera sarta de flechas, y enviando un mensajero a los cuatrocientos que estaban escondidos en la elevación con la orden de que aguardaran a que los lacónicos intentaran rodear por su derecha. Entonces, cuando los lacónicos empezaron a recomponerse para reemprender el ataque, le hizo señas a Gil de que desplazara las reservas, tal corno estaba planeado, para reforzar el flanco izquierdo, que ya era mucho más fuerte. Esas reservas, que estaban constituidas principalmente por los Cordelias negros supervivien tes, avanzaron al trote hacia la izquierda. Cale se detuvo y comprendió que no sabía qué hacer en aquel momento de inactividad entre el cambio de planes y la vuelta a la lucha. Esperar a ver, esperar a ver. Pero el horror de la inacción, el pánico provocado por el sentimiento de que debería quedarse donde estaba o volver a la torre y aguardar, era simplemente demasiado intenso para ponerle freno. Echó a correr de un lado al otro de la retaguardia durante unos veinte segundos tal vez, que a los efectos eran como un año. Corrió como un niño desesperado antes de poder contenerse y parar. Entonces, tal como solía hacer durante sus terribles pánicos en las largas y amargas noches de su niñez, se mordió con fuerza la mano por debajo del pulgar, y sintió que el repentino dolor empezaba a tranquilizarlo. Se detuvo unos segundos respirando hondo, y después volvió el caballo de nuevo hacia la torre. En un instante recobró el autocontrol, observando cómo la batalla parecía controlarse al igual que se controlaba él. Los lacónicos reemprendían el ataque.
En esta ocasión no hubo carreras para atacar: los lacónicos se limitaron a acercarse esperando el cuerpo a cuerpo. Eso fue lo que sucedió con sus tropas más fuertes, que estaban a la izquierda de Cale, ahora muy reforzada. Pero Cale no contaba con los hombres suficientes para resistir el empuje del flanco más fuerte del ejército lacónico al mismo tiempo que mantenía seis u ocho filas en el medio y en el flanco derecho. De ahí las estacas de tejo y los ganchos. Esas defensas ralentizarían a los lacónicos y protegerían aquella parte que era con mucho la más débil. Cuando pasaran los lacónicos, los redentores tenían instrucciones de replegarse poco a poco mientras luchaban, sin oponer apenas resistencia. Entonces los cuatrocientos arqueros que se encontraban en la elevación les atacarían por detrás, y los lacónicos tendrían o que volverse para defender su espalda desguarnecida y aflojar la presión del ataque, o bien seguir atacando y ser eliminados por las flechas de los mejores arqueros del mundo, lanzadas a razón de diez ráfagas por minuto.
No había medidas parecidas en el flanco izquierdo. El ala derecha de los lacónicos consistía en veinte filas constituidas por los hombres más fuertes y expertos, pero los redentores que se les enfrentaban formaban casi cincuenta filas. Siempre y cuando los yel mos los protegieran de los aplastantes golpes de las espadas lacónicas, y el empuje de tantos hombres no condujera al derrumbre, esperaba invertir el empuje del flanco derecho de los lacónicos y hacerlos retroceder y rodear, y de ese modo hacer lo que habían hecho ellos con los Cordelias negros veinte días antes.
Si este plan habría funcionado por sí solo, fue algo discutido durante meses y años. Fue pegar y salir corriendo, dijo Cale al comentar la victoria después, a altas horas de la noche, con Henri el Impreciso.
—Vos resultasteis completamente inútil —le dijo en tono simpático—, allí metido con ese imbécil de Hooke. Pero sin los perros muertos del arroyo, no creo que lo hubiéramos conseguido.
La batalla había sido tan espantosa como era de esperar que fuera una contienda entre un lado que simplemente no tenía miedo a morir y otro que veía la muerte como una mera puerta a la vida eterna. Seis horas después de empezar tan violentamente, la batalla daba fin. El rey Stuart—Clarke había muerto junto con ocho mil de sus hombres, y los supervivientes emprendieron una retirada que duró cuatro semanas llenas de escaramuzas, una retirada que se hizo legendaria por el coraje y la resistencia de los que huían. Y no es que su supervivencia fuera importante para los lacónicos, una vez que todo estaba sentenciado.
Thomas Cale cambió su historia ese día para siempre, y todo gracias a tres cosas que él había creído que serían menos decisivas que sus grandes morteros y la enorme destrucción de las cajas de salitre: los yelmos reforzados de los Materazzi muertos, la táctica inteligente, y una buena dosis de diarrea provocada por los animales podridos que habían echado al arroyo que abastecía al campamento lacónico y que había minado (sólo un poco, pero sí lo suficiente) la tremenda fuerza que se requería para luchar durante todo un día con una pesada armadura recubriendo el cuerpo.
Y, en honor a la verdad, hay que reconocer que el loco valor y el sentido del sacrificio de los redentores tuvo también algo que ver. Durante toda la batalla Cale anduvo de un lado para otro acompañado por sus diez purgatores, que estaban ansiosos de morir por él. Tan pronto se hallaba en lo alto de la torre, como bajaba y se dirigía hacia una parte del frente que amenazaba con sucumbir, o les gritaba a los que no tenían visibilidad adónde era necesario que se fueran a toda prisa, o de dónde debían retirarse. Acudía a menudo al flanco derecho, y los purgatores se asustaban de su comportamiento y lo protegían como si hasta su vida eterna dependiera de ello, mientras él intentaba alcanzar el frente para contener a los lacónicos en el muro de estacas de tejo que eran como cuchillas, y una vez que lo habían atravesado, retirarse en orden de manera que ellos quedaran encerrados donde mejor blanco hacían para los arqueros que estaban situados en lo alto. A continuación se ocupaba de la gran avalancha del flanco izquierdo, donde se jugaba el destino de la batalla, y daba ánimos en aquel choque mortal, levantando a los que caían, gritando a los otros allí donde flaqueaban las filas para que se desplazaran hacia el otro lado y sumar su fuerza a la de los demás. Ya le había abandonado aquel pánico del principio, y se afanaba en la lucha hasta tal grado que no le quedaba tiempo de preocuparse. Se encontraba en su elemento: por una vez no estaba ni airado ni triste, sino jubiloso por encima de toda medida, y sólo de vez en cuando una vocecita le decía que debía mostrar algo de juicio. Durante toda la batalla fue como una mosca o una avispa en la ventana, zumbando de aquí para allá como si intentara encontrar un agujero en el cristal. En cuanto a lo de colocarse en primera línea, veía tres posibilidades: hacerlo siempre, a veces, o nunca. Siempre pretendía decantarse por la última posibilidad, pero aquel día no era posible. En ocasiones tuvo que meterse entre los lacónicos, cuando éstos abrían un boquete en las filas redentoras, para sellarlo, barriendo al enemigo como el loco más tranquilo del manicomio, cortando o bloqueando el paso como la máquina de matar que le habían enseñado a ser. Sus purgatores y los hombres que más odiaba en el mundo corrían a morir a su lado como si aquél fuera el único destino posible. Y entonces los purgatores formaban un anillo a su alrededor, y él se retiraba y volvía a montar en su caballo y se subía a la endeble torre en la que era como Dios en lo alto del cielo, observando el caos de su propia creación.
Y finalmente ocurrió lo que parecía imposible: el cristal se doblegó ante la avispa, y se rompió. El flanco derecho de los lacónicos se alabeó y retorció, no tanto roto como estallado. En una bestia como aquélla, fue la fuerza colectiva lo que falló, colapsándose corno un animal agotado desde hacía ya tiempo, cayendo a la vez tanto por su propio peso corno por el del enemigo: era una muerte colectiva, y no asunto de valor, ni siquiera de fuerza. Una vez producido el derrumbe, la batalla estaba acabada.
Pero no había acabado la matanza de los individuos: ahora la bestia se descomponía en partes. Cada hombre volvía a ser sólo un hombre: un hombre solo, débil y fácil de matar si no podía volver a convertirse en una bestia más pequeña capaz de salir corriendo.
Con la batalla ganada, la matanza de lacónicos fue tan espantosa como la que habían infligido ellos a los redentores tan sólo unos días antes. ¿Qué puede decirse? El terror, el horror, la puñalada asestada de arriba abajo, la sangre en la tierra... Cale no habría podido detener a sus hombres aunque hubiese querido. Dejó que los centenarios dieran el alto en cuanto pudieran. Cuando lo hicieron, no quedaban ya más que quinientos prisioneros y algún millar de huidos. Al propio Cale lo apremiaban dos tareas urgentes: una era informar de la victoria a Bosco, y la otra aterrorizar a Hooke hasta dejarle sin pelos en el culo por medio de una bronca tan fuerte que se hiciera tan legendaria corno la propia batalla.
Lo que no sabía Cale era que su victoria no había hecho más que sustituir un peligro mortal por otro, y que sobre el nuevo peligro Cale no tendría ningún control.
La renuencia de Bosco a llevar a cabo una acción decisiva en Chartres no surgía de la indecisión, sino de los problemas que afrontaba, pues Bosco no sólo tenía que eliminar a sus enemigos, y sobre todo hacerlo con rapidez, sino también eliminar a una gran cantidad de sus amigos. Sabía perfectamente que muchos de sus aliados eran aliados en la aversión. Sabía muy bien que muchos de sus aliados no compartían apasionadamente el sueño de Bosco de un mundo completamente limpio, por la sencilla razón de que ni siquiera conocían ese sueño, y se hubieran quedado atónitos de haberlo conocido. Bosco había reunido una coalición que era en realidad un feo crisol de aversiones teológicas (muchas de ellas profundamente incompatibles entre sí), rencillas personales, rencillas religiosas, e insatisfacciones egoístas que traslucían la necesidad de cambios inmediatos al mismo tiempo que el terror a ser pillado en el lado equivocado. Los más peligrosos de todos eran aquellos que estaban tan comprometidos como Bosco en una visión de un mundo puro y nuevo, y que se consideraban a sí mismos tan vitales como él ante la lucha que debía preceder a ese mundo.
El principal entre estos peligrosos compañeros era el padre Paul Moseby, que llevaba tiempo siendo el tesorero del dinero que apoyaba a aquella coalición de visionarios. Distribuidor de favores e influencias, eran muchos los que le debían mucho, y Moseby esperaba que le pagaran. Un año antes, Moseby había ganado aún mayor poder en Chartres al desmantelar y arrestar con gran premura a una organización de conspiradores antagonistas que habían incendiado la Basílica de la Merced y la Compasión, en el corazón mismo de la ciudad vieja, la segunda en importancia y santidad, sólo por detrás de la enorme Catedral del Conocimiento. Moseby, que estaba cada vez más impaciente de una verdadera conspiración, había incendiado la basílica él mismo, o lo había mandado hacer, y había arrestado a cuatro hermanos previamente designados con precedentes de enfermedad mental respaldada por la incoherencia provocada por una cuidadosa administración de drogas soporíferas. Los cuatro hermanos habían sido rápidamente ejecutados, y como recompensa habían puesto a Moseby a cargo de administrar un «acta de permisión», así llamada porque le permitía meter en prisión a cualquiera por un periodo de hasta cuarenta días sin cargos. Muy raramente necesitaba tanto tiempo para encontrar algo que justificara cualquier arresto que hubiera llevado a cabo. Algunos eran liberados, no sólo porque parecía justo hacerlo, sino porque sus cartas habían quedado bien marcadas, y aprendida la lección respecto a qué les ocurriría en el futuro si no cooperaban.