Está sentado en la cama terminándose el pescado frito y las patatas fritas, dejando caer al suelo las páginas del
Limerick Leader
en que venían envueltos, limpiándose la boca y las manos con la manta. Me mira.
—Tienes la cara hinchada. ¿Te has caído de cara?
Le digo que sí, porque no sirve de nada decirle otra cosa. No lo entendería.
—Puedes pasar la noche en la cama de mi madre —dice—. No puedes ir por la calle con esa cara y con los ojos tan rojos.
Dice que en la casa no hay comida, ni un trozo de pan, y cuando se queda dormido yo cojo del suelo el periódico grasiento. Lamo la primera página, que está llena de anuncios de películas y de bailes en la ciudad. Lamo los titulares. Lamo los grandes ataques de Patton y de Montgomery en Francia y en Alemania. Lamo la guerra del Pacífico. Lamo las esquelas y las poesías tristes en recuerdo de los difuntos, las páginas de deportes, los precios de mercado de los huevos, de la mantequilla y del tocino. Chupo el papel hasta que no queda ni rastro de grasa.
No sé qué haré al día siguiente.
A la mañana siguiente, el Abad me da dinero para que vaya a la tienda de Kathleen O'Connell a comprar pan, margarina, té, leche. Hierve agua en la cocina de gas y me dice que me puedo tomar un tazón de té.
—No abuses del azúcar, no soy millonario. Te puedes tomar una rebanada de pan, pero no la cortes muy gruesa.
Estamos en julio y la escuela ha terminado para siempre. Dentro de pocas semanas estaré repartiendo telegramas en la oficina de correos, trabajando como un hombre. En las semanas que voy a pasar desocupado puedo hacer lo que quiera, levantarme por la mañana, quedarme en la cama, darme largos paseos por el campo como mi padre, vagar por Limerick. Si tuviera dinero, iría al cine Lyric, comería dulces, vería a Errol Flynn derrotar a todos los que se le ponen por delante. Puedo leer los periódicos ingleses e irlandeses que trae a casa el Abad o puedo utilizar los carnets de la biblioteca de Laman Griffin y de mi madre hasta que me pillen.
Mamá envía a Michael con una botella de leche llena de té caliente, unas rebanadas de pan con pringue, una nota en la que dice que Laman Griffin ya no está enfadado y que puedo volver.
—¿Vas a volver a casa, Frankie? —me pregunta Michael.
—No.
—Ay, ven, Frankie. Vamos.
—Ahora vivo aquí. No voy a volver nunca.
—Pero Malachy se ha ido al ejército y tú estás aquí, y no tengo ningún hermano mayor. Todos los chicos tienen hermanos mayores y yo sólo tengo a Alphie. Ni siquiera tiene cuatro años, y no sabe hablar bien.
—No puedo volver. No voy a volver nunca. Tú puedes venir aquí siempre que quieras.
Los ojos le brillan por las lágrimas y a mí se me parte el corazón de tal modo que quiero decirle: «Está bien. Volveré con vosotros». Pero lo digo por decir. Sé que nunca seré capaz de enfrentarme otra vez con Laman Griffin y no sé si podré mirar a mi madre a la cara. Veo a Michael subir por el callejón con la suela del zapato rota que resuena por la acera. Cuando empiece a trabajar en la oficina de correos le compraré unos zapatos, vaya si lo haré. Le daré un huevo y lo llevaré al cine Lyric a ver la película y a comer dulces y después iremos a la freiduría de Naughton y comeremos pescado frito con patatas fritas hasta que tengamos una tripa de un kilómetro. Algún día reuniré dinero para tener una casa o un piso con luz eléctrica y retrete y camas con sábanas, mantas, almohadas, como todo el mundo. Tomaremos el desayuno en una cocina luminosa mientras las flores se mecen en el jardín contiguo, con tazas y platos delicados, hueveras, huevos con la yema blanda y dispuesta para mezclarla con mantequilla espesa de primera calidad, una tetera con funda de lana, tostadas con mantequilla y mermelada en abundancia. No tendremos prisa y escucharemos música en la BBC o en la emisora de las Fuerzas Armadas Americanas. Yo compraré ropas como Dios manda para toda la familia para que no vayamos enseñando el culo con los pantalones rotos y no nos dé vergüenza. Cuando pienso en la vergüenza se me parte el corazón y empiezo a sollozar. El Abad me dice:
—¿Qué te pasa? ¿No te has comido el pan? ¿No te has tomado el té? ¿Qué más quieres? Sólo te falta pedir un huevo.
Es inútil hablar con una persona a la que dejaron caer de cabeza cuando era pequeño y que se gana la vida vendiendo periódicos.
Se queja de que no puede darme de comer toda la vida y dice que tendré que comprarme mi propio té y mi pan. No quiere llegar a casa y encontrarme leyendo con la bombilla eléctrica encendida y gastando. Él sabe leer cifras, vaya si sabe, y cuando salga a vender los periódicos mirará el contador para ver cuánto he gastado, y si no dejo de encender esa luz cogerá los fusibles y se los llevará en el bolsillo, y si yo pongo otros fusibles hará quitar la electricidad definitivamente y volverá a usar el gas, que le bastaba a su pobre madre difunta y que bien le podrá bastar a él, pues lo único que hace es sentarse en la cama a comerse el pescado y las patatas fritas y a contar su dinero antes de dormirse.
Yo me levanto temprano como hacía papá y salgo a dar largos paseos por el campo. Paseo por el cementerio de la antigua abadía de Mungret donde están enterrados los parientes de mi madre y subo la ladera hasta llegar al castillo normando de Carrigogunnell, al que me llevó papá dos veces. Subo hasta lo alto e Irlanda se extiende ante mí, el Shannon es una línea reluciente que llega hasta el Atlántico. Papá me dijo que este castillo se construyó hace centenares de años y que si esperas a que las alondras dejen de cantar por encima de ti puedes oír a los normandos abajo que dan martillazos, hablan y se preparan para la batalla. Una vez me trajo aquí cuando estaba oscuro para que pudiésemos oír las voces normandas e irlandesas que llegaban de siglos pasados y yo las oí. Las oí.
A veces estoy allí arriba yo solo, en las alturas de Carrigogunnell, y oigo voces de muchachas normandas de tiempos pasados, que se ríen y cantan en francés, y cuando las veo en mi mente tengo tentaciones y me subo a lo más alto del castillo, donde había antes una torre, y allí, a la vista de toda Irlanda, me toco y me corro encima de todo Carrigogunnell y de los campos colindantes.
Es un pecado que nunca podré contar a un cura. Subir a una altura grande y tocarte ante toda Irlanda es sin duda peor que hacerlo en un lugar privado a solas, o con otra persona, o con algún tipo de animal. Allí abajo, en alguna parte de las riberas del Shannon, un niño o una lechera pueden haber levantado la vista y pueden haberme visto cometer mi pecado, y si lo han hecho estoy condenado, porque los curas dicen siempre que al que escandaliza a un niño le atarán al cuello una piedra de molino y lo tirarán al mar.
Pero la idea de que alguien me esté mirando me produce la excitación otra vez. No me gustaría que me estuviera mirando un niño pequeño. No, no, así me ganaría seguramente la piedra de molino, pero si hubiera alguna lechera curioseando lo que pasaba arriba seguramente le daría a ella también la excitación y se tocaría, aunque no sé si las chicas se pueden tocar, dado que no tienen nada que tocar. No están equipadas, como solía decir Mikey Molloy.
Ojalá volviera aquel viejo cura dominico sordo para que yo pudiera contarle mis problemas con la excitación, pero ya ha muerto y tendré que entendérmelas con un cura que me contará lo de la piedra de molino y la condenación.
La condenación. Es la palabra favorita de todos los curas de Limerick.
Vuelvo caminando por la avenida O'Connell y por Ballinacurra, donde a la gente le dejan el pan y la leche temprano en la puerta de la calle, y seguramente no hago daño a nadie si tomo prestada una hogaza o una botella, con intención firme de devolverlas cuando tenga trabajo en la oficina de correos. No estoy robando, estoy tomando algo prestado, y eso no es pecado mortal. Por otra parte, esta mañana me he subido a un castillo y he cometido un pecado mucho mayor que robar pan y leche, y si cometes un pecado bien puedes cometer algunos más, porque la condena al infierno es la misma. Por un pecado, la eternidad. Por una docena de pecados, la eternidad.
Preso por mil, preso por mil y quinientos, como diría mi madre. Me bebo alguna que otra pinta de leche y dejo la botella para que no acusen al lechero de no haberla entregado. Los lecheros me caen bien porque uno me dio una vez dos huevos rotos, que yo me sorbí enteros, con trozos de cáscara y todo. Me dijo que me haría fuerte si no tomaba más que dos huevos disueltos en una pinta de cerveza negra cada día. Todo lo que necesitas está en el huevo, y todo lo que te apetece está en la pinta.
Algunas casas reciben mejor pan que otras. Es más caro, y es el que cojo. Lo siento por los ricos que cuando se levanten por la mañana y salgan a la puerta descubrirán que les falta el pan, pero yo no puedo dejarme morir de hambre. Si paso hambre no tendré fuerzas para hacer mi trabajo de chico de telégrafos en la oficina de correos, lo que significa que no tendré dinero para devolver todo ese pan y esa leche y no podré ahorrar para ir a América, y si no puedo ir a América más vale que me tire al río Shannon. Sólo faltan unas semanas para que yo cobre mi primer sueldo en la oficina de correos, y seguramente estos ricos no se van a desmayar de hambre en ese tiempo. Siempre pueden mandar a la doncella a que compre más. En esto se diferencian los pobres de los ricos. Los pobres no pueden mandar a comprar más porque no tienen dinero para mandar a comprar más, y si lo tuvieran no tendrían doncella para mandarla. De quien me tengo que preocupar es de las doncellas. Tengo que andarme con cuidado cuando tomo prestada la leche y el pan y ellas están en la puerta principal sacando brillo a los pomos, a las aldabas y a los buzones. Si me ven irán corriendo a la mujer de la casa:
—Ay, señora, señora, hay un pillete acullá que se está llevando toda la leche y el pan.
«Acullá». Las doncellas hablan así porque son todas del campo, «vaquillas de Mullingar, carne de pies a cabeza», como dice el tío de Paddy Clohessy, y no te darían ni el vapor que echan al mear.
Llevo el pan a casa, y aunque el Abad se sorprende no me pregunta «¿De dónde lo has sacado?», porque lo dejaron caer de cabeza y así se le quita a uno de encima la curiosidad de golpe. Se limita a mirarme con sus grandes ojos que son azules en el centro y amarillos por los bordes y se bebe el té a grandes tragos en el gran tazón rajado que dejó su madre.
—Este es mi tazón —me dice—, no quiero que te lo vea zacar para tomarte el té.
«Zacar». Es la manera de hablar de los barrios bajos de Limerick que molestaba siempre a papá. Siempre decía:
—No quiero que mis hijos se críen en un callejón de Limerick diciendo «zacar». Es una manera de hablar vulgar y baja. Decid «sacar», como es debido.
Y mamá decía:
—Espero que a ti te vaya bien, pero no haces gran cosa por zacarnos de aquí.
Más allá de Ballinacurra salto los muros de los huertos para coger manzanas. Cuando hay un perro me marcho, porque no tengo la habilidad de Paddy Clohessy para hablar con ellos. Los granjeros me persiguen, pero siempre van despacio con sus botas de goma, y aunque se suban a una bicicleta yo salto los muros, por donde no pueden pasar con la bici.
El Abad sabe de dónde saco las manzanas. Cuando uno se cría en los callejones de Limerick, tarde o temprano acaba robando en algún que otro pomar. Aunque no te gusten nada las manzanas, tienes que robar en los pomares para que tus amigos no te llamen mariquita.
Siempre ofrezco una manzana al Abad, pero él no quiere comérsela porque tiene pocos dientes en la boca. Le quedan cinco, y no se quiere arriesgar a dejárselos en una manzana. Si corto la manzana en rodajas, él sigue sin querer comérsela porque ésa no es la manera correcta de comerse una manzana. Eso es lo que dice él, y si yo le digo: «¿Acaso no cortas el pan en rebanadas antes de comértelo?», él me contesta:
—Las manzanas son las manzanas y el pan es el pan.
Así es como habla uno cuando lo han dejado caer de cabeza cuando era pequeño.
Michael vuelve a visitarme con té caliente en una botella de leche y dos rebanadas de pan frito. Yo le digo que ya no lo necesito.
—Dile a mamá que me estoy cuidando solo y que no necesito su té ni su pan frito, muchas gracias.
Michael se queda encantado cuando le doy una manzana y le digo que vuelva a verme cada dos días y le daré más. Con eso deja de pedirme que vuelva a la casa de Laman Griffin, y yo me alegro de haber puesto fin así a sus lágrimas.
En el barrio de Irishtown hay un mercado al que acuden los granjeros los sábados con verduras, gallinas, huevos, mantequilla. Si llego temprano me dan algunos peniques por ayudarles a descargar los carros o los automóviles. A última hora del día me dan las verduras que no pueden vender, cualquier cosa que esté aplastada, golpeada o podrida en parte. La mujer de un granjero me da siempre huevos rotos y me dice:
—Fríete estos huevos mañana cuando vuelvas de misa en gracia de Dios, pues si te comes estos huevos con un pecado en el alma se te atascarán en el gaznate, vaya que sí.
Es la mujer de un granjero, y así es como hablan.
Ahora soy poco menos que un mendigo yo mismo, espero en la puerta de las freidurías de pescado frito y patatas fritas cuando están cerrando con la esperanza de que les queden patatas quemadas o trozos de pescado flotando en la grasa. Cuando los propietarios tienen prisa me dan las patatas fritas y una hoja de papel de periódico para envolverlas.