Vamos a la escuela por callejones y callejuelas para no encontrarnos con los niños respetables que van a la escuela de los Hermanos Cristianos ni con los ricos que van al colegio Crescent, el de los jesuitas. Los niños de las escuelas de los Hermanos Cristianos llevan chaquetas de
tweed,
jerseys de lana calientes, camisas, corbatas y botas nuevas y relucientes. Sabemos que son los que trabajarán de funcionarios y ayudarán a la gente que dirige el mundo. Los chicos del colegio Crescent llevan chaquetas cruzadas y bufandas con los colores del colegio al cuello y por encima de los hombros para mostrar que son los amos del cotarro. Llevan el pelo largo, les cae por la frente y encima de los ojos, para poder mover el flequillo de un gesto como hacen los ingleses. Sabemos que son los que irán a la universidad, se harán cargo de la empresa familiar, dirigirán el gobierno, dirigirán el mundo. Nosotros seremos los recaderos que iremos en bicicleta a repartirles los comestibles o iremos a Inglaterra a trabajar en las obras. Nuestras hermanas cuidarán a sus hijos y les fregarán los suelos, a no ser que también ellas se vayan a Inglaterra. Nosotros lo sabemos. Nos da vergüenza el aspecto que tenemos, y si los chicos de las escuelas de los ricos hacen comentarios tendremos peleas y acabaremos con la nariz sangrando o con la ropa rota. Nuestros maestros no tienen paciencia con nosotros ni con nuestras peleas porque sus hijos van a las escuelas de los ricos, y nos dicen:
—No tenéis derecho a levantar la mano a la gente que pertenece a una clase mejor que la vuestra, así que no lo hagáis.
Cuando llegas a casa nunca sabes si te vas a encontrar a mamá sentada junto al fuego charlando con una mujer y un niño desconocidos. Siempre son una mujer y un niño. Mamá se los encuentra vagando por las calles, y si le preguntan «¿Podría darnos unos peniques, señora?», a ella se le parte el corazón. Nunca tiene dinero, de modo que los invita a venir a casa a tomar té y un poco de pan frito, y si hace mala noche les deja dormir cerca del fuego, en un rincón, sobre un montón de trapos. El pan que les da nos lo dejamos de comer nosotros, y si nos quejamos dice que siempre hay quien está peor que uno y que seguro que podemos permitirnos dar un poco de lo que tenemos.
Michael es igual. Trae a casa perros callejeros y hombres viejos. Nunca sabes cuándo te vas a encontrar un perro en la cama a su lado. Aparecen perros con llagas, perros sin orejas, sin rabo. Aparece un galgo ciego que se encontró en el parque, al que atormentaban los niños. Michael se peleó con los niños, cogió en brazos al galgo, que era mayor que él, y dijo a mamá que el perro podía comerse su cena.
—¿Qué cena? —dice mamá— Cuando hay una rebanada de pan en la casa estamos de suerte.
Michael le dice que el perro se puede comer su pan. Mamá dice que el perro tendrá que marcharse al día siguiente y Michael se pasa llorando toda la noche y llora con más fuerza por la mañana, cuando se encuentra muerto al perro a su lado. No quiere ir a la escuela porque tiene que cavar una tumba ante la casa, donde estaba el establo, y quiere que todos le ayudemos a cavar y que recemos el rosario. Malachy dice que no vale la pena rezar por un perro.
—¿Cómo sabes siquiera que era católico?
—Claro que era un perro católico —dice Michael—. ¿Acaso no lo llevé en brazos?
Llora tanto por el perro que mamá nos deja a todos quedarnos en casa y no ir a la escuela. Estamos tan encantados que no nos importa ayudar a Michael a cavar la tumba y rezamos tres Avemarias. No estamos dispuestos a desperdiciar un buen día sin escuela rezando el rosario por un galgo muerto. Michael sólo tiene seis años, pero cuando trae viejos a casa consigue encender el fuego y darles té. Mamá dice que se está volviendo loca de tanto llegar a casa y encontrarse con esos viejos que beben en su tazón favorito y hablan entre dientes y se rascan junto al fuego. Cuenta a Bridey Hannon que Michael tiene la costumbre de llevar a casa a viejos que están todos un poco tocados de la cabeza y que si no tiene un trozo de pan para dárselo llama a las puertas de los vecinos y no le da vergüenza pedirlo. Al final dice a Michael:
—Se acabaron los viejos. Uno tenía piojos y nos ha dejado la plaga.
Los piojos son repugnantes, peores que las ratas. Los tenemos en la cabeza y en las orejas y se nos refugian en el hueco de las clavículas. Nos punzan la piel. Se meten en las costuras de nuestras ropas y están en todas partes por los abrigos que usamos como mantas. Tenemos que buscarlos por cada centímetro del cuerpo de Alphie, porque él es pequeño y no se puede valer.
Los piojos son peores que las pulgas. Los piojos se agachan y chupan, y vemos nuestra sangre a través de su piel. Las pulgas saltan y pican, y son limpias, y nosotros las preferimos. Los bichos que saltan son más limpios que los bichos que se agachan.
Todos acordamos que se acabaron las mujeres, los niños, los perros y los viejos vagabundos. No queremos tener más enfermedades ni infecciones.
Michael llora.
La señora Purcell, la vecina de la abuela, tiene la única radio del callejón donde vive. El Estado se la dio porque es vieja y ciega. Yo quiero una radio. Mi abuela es vieja, pero no está ciega, ¿y de qué sirve tener una abuela si no se queda ciega para que el Estado le dé una radio?
Los domingos por la noche me siento en la acera bajo la ventana de la señora Purcell y escucho obras de teatro en la BBC y en Radio Eireann, la emisora irlandesa. Ponen obras de teatro de O'Casey, de Shaw, de Ibsen y del propio Shakespeare, que es el mejor de todos, a pesar de ser inglés. Shakespeare es como el puré de patatas, no cansa nunca. Y también ponen obras de teatro raras en las que salen griegos que se arrancan los ojos porque se casaron con sus madres por equivocación.
Una noche estoy sentado bajo la ventana de la señora Purcell escuchando
Macbeth.
Su hija Kathleen se asoma por la puerta.
—Entra, Frankie. Mi madre dice que vas a coger la tisis sentado en el suelo con este tiempo.
—Ay, no, Kathleen. Estoy bien.
—No. Entra.
Me dan té y una gran rebanada de pan untada de mermelada de moras.
La señora Purcell me pregunta:
—¿Te gusta el Shakespeare, Frankie?
—Me encanta el Shakespeare, señora Purcell.
—Oh, es pura música, Frankie, y tiene los mejores argumentos del mundo. No sé cómo me las arreglaría yo los domingos por la noche si no tuviera a Shakespeare.
Cuando termina la obra me deja manipular el botón de la radio y yo exploro el dial buscando sonidos lejanos en la banda de onda corta, susurros y siseos extraños, el fragor del mar que viene y va y el código Morse, raya raya raya punto. Oigo mandolinas, guitarras, gaitas españolas, los tambores de África, el canto como un quejido de los barqueros del Nilo. Veo a los marinos de guardia que se toman tazones de chocolate. Veo catedrales, rascacielos, casitas de campo. Veo a los beduinos en el Sahara y a la Legión Extranjera francesa, a los vaqueros de las praderas americanas. Veo las cabras que saltan por las costas rocosas de Grecia, donde los pastores están ciegos porque se casaron con sus madres por equivocación. Veo a la gente que charla en los cafés, que bebe vino a sorbitos, que se pasea por los bulevares y por las avenidas. Veo a las mujeres de vida nocturna en los portales, a los monjes que cantan vísperas, y oigo las sonoras campanadas del Big Ben.
—Aquí el Servicio Exterior de la BBC. Las noticias.
—Deja eso, Frankie, para que nos enteremos de cómo está el mundo —dice la señora Purcell.
Después de las noticias ponemos la emisora de las Fuerzas Armadas Americanas, y es precioso oír las voces americanas, suaves y tranquilas, y ahora llega la música, oh, caramba, la música del mismísimo Duke Ellington que me dice que coja el tren A, que me llevará al sitio donde Billie Holiday me canta, sólo para mí:
No te puedo dar más que amor, cariño.
Es lo único que tengo de sobra, cariño.
Ay, Billie, Billie, quiero estar en América contigo y con toda esa música, donde todos tienen sanos los dientes, donde la gente se deja comida en el plato, donde cada familia tiene su retrete y todos son felices y comen perdices.
Y la señora Purcell dice:
—¿Sabes una cosa, Frankie?
—¿Qué, señora Purcell?
—Ese Shakespeare es tan bueno que seguramente fue irlandés.
El cobrador del alquiler de la casa está perdiendo la paciencia.
—Lleva cuatro semanas de retraso, señora —dice a mamá—. Es una libra y dos chelines. Esto tiene que terminarse, pues ahora yo tengo que volver a la oficina y decir a Sir Vincent Nash que los McCourt llevan un mes de retraso. ¿En qué situación me quedo yo entonces, señora? Me encuentro sin trabajo y con el culo al aire, y con una madre que alimentar, que tiene noventa y dos años, de comunión diaria en la iglesia de los franciscanos. El cobrador de alquileres cobra los alquileres, señora, o pierde el empleo. Volveré la semana que viene, y si no tiene el dinero, una libra, ocho chelines y seis peniques en total, irán a la calle, con sus muebles a la intemperie.
Mamá vuelve a subir a Italia y se sienta junto al fuego preguntando al cielo de dónde va a sacar el dinero para pagar el alquiler de una semana, sin contar con los atrasos. Le encantaría tomarse una taza de té, pero no hay con qué hervir el agua hasta que Malachy saca una tabla que está suelta del tabique que separa las dos habitaciones de arriba.
—Bueno —dice mamá—, ya que ha salido podemos hacerla astillas para el fuego.
Hervimos el agua y usamos el resto de la leña para el té de la mañana, pero ¿qué haremos esta noche y mañana y de mañana en adelante?
—Una tabla más de esa pared —dice mamá—, una más y se acabó.
Se pasa dos semanas diciendo eso, hasta que no quedan más que las vigas. Nos advierte que no toquemos las vigas, pues éstas sujetan el techo y toda la casa.
—Oh, no seríamos capaces de tocar las vigas.
Va a ver a la abuela, y en casa hace tanto frío que doy con el hacha a una de las vigas. Malachy me anima y Michael aplaude emocionado. Tiro de la viga, el techo gruñe y sobre la cama de mamá cae un torrente de yeso, de tejas, de lluvia.
—Ay, Dios, nos vamos a matar todos —dice Malachy, y Michael baila mientras canta:
—Frankie ha roto la casa, Frankie ha roto la casa.
Corremos bajo la lluvia para contárselo a mamá. Pone cara de extrañeza cuando oye cantar a Michael que Frankie ha roto la casa, hasta que yo le explico que hay un agujero en la casa y que se está cayendo.
—Jesús —dice, y corre por las calles, y la abuela intenta seguir su paso.
Mamá ve su cama enterrada bajo el yeso y las tejas y se tira de los pelos.
—¿Qué vamos a hacer ahora, eh? —dice, y me chilla por haber tocado las vigas. La abuela dice:
—Iré a la oficina del casero y le diré que arregle esto antes de que os ahoguéis del todo.
Al poco tiempo está de vuelta con el cobrador del alquiler. Éste dice:
—Dios del cielo, ¿dónde está la otra habitación?
—¿Qué otra habitación? —dice la abuela.
—Yo les alquilé dos habitaciones en el piso de arriba, y una ha desaparecido. ¿Dónde está esa habitación?
—¿Qué otra habitación? —dice mamá.
—Había dos habitaciones aquí arriba, y ahora sólo hay una. Y ¿qué ha pasado con el tabique? Había un tabique. Ahora no hay tabique. Recuerdo claramente que había un tabique porque recuerdo claramente que había una habitación. Ahora, ¿dónde está ese tabique? ¿Dónde está esa habitación?
—No recuerdo ningún tabique —dice la abuela—, y si no recuerdo ningún tabique, ¿cómo voy a recordar una habitación?
—¿No la recuerdan? Pues yo sí que la recuerdo. Cuarenta años de administrador de fincas y no había visto nada parecido. Por Dios, sí que están mal las cosas si en cuanto uno se distrae los inquilinos no pagan el alquiler y encima hacen desaparecer los tabiques y las habitaciones. Quiero enterarme de dónde está ese tabique y de qué han hecho con la habitación, vaya que sí.
Mamá se dirige a nosotros.
—¿Recordáis alguno que hubiera un tabique?
Michael le tira de la mano.
—¿Es el tabique que quemamos en el fuego?
—Dios del cielo —dice el cobrador—, esto es el acabóse, esto es el no va más, esto es el colmo de los colmos. No pagan el alquiler, ¿y qué voy a decir a Sir Vincent abajo, en la oficina? Fuera, señora. La echo. Dentro de una semana llamaré a esta puerta y no quiero encontrarme a nadie en casa, quiero que todos se hayan marchado para no volver nunca. ¿Me ha entendido, señora?
Mamá tiene la cara tensa.
—Es una lástima que usted no viviese en la época en que los ingleses nos desahuciaban y nos dejaban tirados al borde de los caminos.
—No se me insolente, señora, o mando a los hombres para que la echen mañana.
Sale por la puerta y la deja abierta para manifestarnos su desprecio.
—Palabra de Dios que no sé qué voy a hacer —dice mamá.
—Bueno —dice la abuela—, yo no tengo sitio para vosotros, pero tu primo Gerard Griffin vive en la carretera de Rosbrien, en esa casita de su madre, y seguro que podrá alojaros hasta que vengan tiempos mejores. Es tardísimo, pero voy a acercarme a ver qué dice, y Frank puede venirse conmigo.
Me dice que me ponga un abrigo, pero yo no lo tengo, y ella me dice:
—Supongo que será inútil preguntarte si tienes paraguas. Vamos.
Se cubre la cabeza con el chal y yo la sigo. Salimos por la puerta, subimos por el callejón y vamos andando bajo la lluvia hasta la carretera de Rosbrien, que está a casi dos millas. Llama a la puerta de una casita de entre una hilera de casitas.
—¿Estás en casa, Laman? Sé que estás en casa. Abre la puerta.
—Abuela, ¿por qué le llamas Laman? ¿No se llama Gerard?
—¿Yo qué sé? ¿Sé acaso por qué llama todo el mundo Ab a tu tío Pat? A éste lo llaman todos Laman. Abre la puerta. Vamos a entrar. Quizás se haya quedado a hacer horas extraordinarias.
Empuja la puerta. El interior está oscuro y hay un olor dulzón de humedad en la habitación. Esta habitación parece ser la cocina, y hay otra habitación contigua más pequeña. Encima del dormitorio hay un pequeño altillo con un tragaluz sobre el que golpea la lluvia. Hay cajas por todas partes, periódicos, revistas, restos de comida, tazones, latas vacías. Vemos que hay dos camas que ocupan todo el espacio del dormitorio, una cama grande como un prado y una menor junto a la ventana. La abuela da un empujón a un bulto que hay en la cama grande.