Las cenizas de Ángela (23 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Las cenizas de Ángela
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—No sirve de nada mandarte a ti con tu cara larga y con el aire raro de tu padre.

Cuando mamá deja de sangrar y se le curan las encías, vuelve al dispensario a recoger su dentadura postiza. Dice que dejará de fumar cuando se acostumbre a la dentadura nueva, pero no llega a dejarlo nunca. La dentadura nueva le roza las encías y se las irrita, y el humo de los Woodbines la alivia. Papá y ella se sientan junto al fuego, cuando lo hay, y se fuman sus cigarrillos, y cuando hablan les castañetean los dientes. Intentan contener el castañeteo moviendo la mandíbula hacia adelante y hacia atrás, pero sólo consiguen empeorarlo, y maldicen a los dentistas y a los que fabricaron las dentaduras en Dublín, y mientras los maldicen les castañetean los dientes. Papá asegura que esas dentaduras se fabricaron para los ricos de Dublín, pero que no encajaban bien, así que se las enviaron a los pobres de Limerick, a los que no les importa, porque cuando se es pobre tampoco se tiene gran cosa que masticar y hay que dar gracias de tener dientes en la boca, del tipo que sean. Cuando pasan mucho tiempo hablando se les irritan las encías y tienen que quitarse las dentaduras. Después, siguen hablando junto al fuego con las caras hundidas. Dejan todas las noches las dentaduras en la cocina, en tarros de mermelada llenos de agua. Malachy pregunta por qué, y papá le dice que así se limpian.

—No —dice mamá—, no se puede dormir con una dentadura postiza puesta, porque se te moverá, te ahogará y te quedarás muerto del todo.

Las dentaduras hacen que Malachy tenga que ir al hospital Barrington y que a mí me tengan que operar. Malachy me susurra en plena noche:

—¿Quieres que bajemos y nos probemos las dentaduras?

Las dentaduras son tan grandes que nos cuesta trabajo metérnoslas en la boca, pero Malachy no ceja. Se mete a la fuerza en la boca la dentadura superior de papá, y no puede volver a sacársela. Tiene los labios contraídos y la dentadura forma una gran sonrisa. Parece un monstruo de película y me hace reír, pero él se tira de la dentadura y gruñe, «uk, uk», y se le saltan las lágrimas. Cuanto más hace «uk, uk», más me río yo, hasta que papá grita desde el piso de arriba:

—¿Qué hacéis, niños?

Malachy se aparta de mí, sube corriendo las escaleras y yo oigo que papá y mamá se ríen a su vez hasta que se dan cuenta de que se puede ahogar con la dentadura. Los dos le meten los dedos en la boca para sacársela, pero Malachy se asusta y hace «uk, uk» con desesperación.

—Tendremos que llevarlo al hospital —dice mamá, y papá dice que él lo llevará.

Me manda ir con ellos por si el médico hace preguntas, pues yo soy mayor que Malachy y eso significa que debo haber sido el causante de todo. Papá corre por las calles con Malachy en brazos y yo intento seguir su paso. Me da pena ver a Malachy allí arriba, sobre el hombro de papá, mirándome, con lágrimas en las mejillas y con la dentadura de papá atascada en la boca. El médico del hospital Barrington dice: «No pasa nada». Vierte aceite en la boca de Malachy y le saca la dentadura en un momento. Después me mira a mí y dice a papá:

—¿Por qué está ese niño con la boca abierta?

—Es una costumbre suya —dice papá—, suele estar con la boca abierta.

—Ven aquí —dice el médico. Me mira dentro de la nariz, los oídos, la garganta, y me palpa el cuello.

—Las amígdalas —dice—. Las adenoides. Hay que extirpárselas. Cuanto antes mejor, pues si no cuando sea mayor parecerá idiota con esa boca abierta como una bota.

Al día siguiente, a Malachy le dan un trozo grande de
toffee
como premio por haberse metido en la boca una dentadura que no se pudo sacar, y yo tengo que ir al hospital para que me sometan a una operación que me hará cerrar la boca.

Un sábado por la mañana, mamá se termina el té y dice:

—Vas a bailar.

—¿A bailar? ¿Por qué?

—Tienes siete años, has hecho la Primera Comunión y ya es hora de que bailes. Te voy a llevar a las clases de danza irlandesa de la señora O'Connor, en la calle Catherine. Irás allí todos los sábados por la mañana, y así no estarás por las calles. Así no vagarás por todo Limerick con gamberros.

Me dice que me lave la cara sin olvidarme de las orejas y el cuello, que me peine, que me suene la nariz, que me quite ese aire de la cara (—¿Qué aire? —No importa, tú quítatelo), que me ponga los calcetines y mis zapatos de la Primera Comunión, que están destrozados, dice ella, porque yo no soy capaz de ver una lata o una piedra sin darles una patada. Ella está agotada de esperar en la cola de la Conferencia de San Vicente de Paúl para pedir botas de limosna para Malachy y para mí, y nosotros nos dedicamos a desgastar las punteras dando patadas.

—Tu padre dice que ninguna edad es demasiado temprana para que aprendáis las canciones y las danzas de vuestros antepasados.

—¿Qué es antepasados?

—No importa —dice—; vas a bailar.

Yo le pregunto cómo puedo morir por Irlanda si, además, tengo que cantar y bailar por Irlanda. Le pregunto por qué no dice nunca nadie: «Puedes comer dulces y faltar a la escuela e ir a bañarte por Irlanda».

—No te pases de listo o te caliento las orejas —dice mamá—. Cyril Benson baila —añade—. Está cubierto de medallas desde los hombros hasta las rodillas. Gana concursos por toda Irlanda, y está guapísimo vestido con su
kilt
de color azafrán. Es el orgullo de su madre, y lo sacan en el periódico cada dos por tres, y no cabe duda de que lleva a casa alguna que otra libra. No se le ve vagando por las calles y dando patadas a todo lo que ve hasta que se le salen de las botas los dedos de los pies: claro que no. Es un niño bueno que baila para su pobre madre.

Mamá moja una toalla vieja y me frota la cara hasta que me escuece, se envuelve el dedo con la toalla y me lo mete en los oídos y asegura que allí hay cera suficiente para cultivar patatas, me moja el pelo para que se alise, me dice que no sea quejica, que esas clases de baile le costarán seis peniques cada sábado, un dinero que yo podía haberme ganado llevando la comida a Bill Galvin y que bien sabía Dios que ella apenas se lo puede permitir.

—Ay, mamá —intento decirle—, no hace falta que me envíes a la academia de baile cuando podrías estarte fumando un buen Woodbine y tomándote una taza de té.

Pero ella dice:

—¡Qué listo eres! Vas a bailar aunque yo tenga que renunciar a los pitillos para siempre.

Si mis amigos me ven ir por la calle arrastrado por mi madre a una clase de danza irlandesa quedaré deshonrado para siempre. Opinan que está bien bailar fingiendo que uno es Fred Astaire, porque se puede saltar por toda la pantalla acompañado de Ginger Rogers. En la danza irlandesa no hay Ginger Rogers y no se pueden dar saltos de un lado a otro. Se pone uno firme con los brazos pegados al cuerpo y se dan patadas con las piernas para arriba y para los lados y no se sonríe nunca. Mi tío Pa Keating dice que a los bailarines irlandeses parece que les han metido una barra de acero por el culo, pero eso no se lo puedo decir a mamá: me mataría.

En casa de la señora O'Connor hay un gramófono que toca una jiga irlandesa o un
reel,
y hay niños y niñas que bailan dando patadas con las piernas y con los brazos pegados al cuerpo. La señora O'Connor es una mujer gorda y grande, y cuando quita el disco para enseñar los pasos le tiembla toda la grasa desde la barbilla hasta los tobillos, y yo me pregunto cómo puede enseñar a bailar. Se acerca a mi madre y dice:

—¿De manera que éste es el pequeño Frankie? Creo que aquí hay un bailarín en ciernes. Niños, niñas, ¿no hay aquí un bailarín en ciernes?

—Sí, señora O'Connor.

—He traído los seis peniques, señora O'Connor —dice mamá.

—Ah, sí, señora McCourt, espere un momento.

Va contoneándose hasta una mesa y vuelve con la cabeza de un negrito que tiene el pelo ensortijado, los ojos grandes, los labios rojos y enormes y la boca abierta. Me dice que meta la moneda de seis peniques en la boca y que saque la mano antes de que me muerda el negrito. Todos los niños y las niñas me miran con sonrisitas. Dejo caer los seis peniques y aparto la mano antes de que se cierre la boca de golpe. Todos se ríen, y sé que querían verme con la mano atrapada por la boca. La señora O'Connor jadea, se ríe y dice a mi madre:

—¿No es para troncharse de risa?

Mi madre dice que sí, que es para troncharse de risa. Me dice que me porte bien y que vuelva a casa sabiendo bailar.

Yo no quiero quedarme en este sitio donde la señora O'Connor no es capaz de tomar ella misma los seis peniques en vez de ponerme en peligro de perder la mano en la boca del negrito. No quiero quedarme en ese sitio donde hay que ponerse en fila con los niños y las niñas, erguid la espalda, pegad las manos a los costados, mirad al frente, no miréis abajo, moved los pies, moved los pies, mirad a Cyril, mirad a Cyril, y allí está Cyril, que lleva su
kilt
de color azafrán y todas sus medallas que tintinean, medallas por esto y medallas por lo otro, y todas las niñas quieren a Cyril y la señora O'Connor quiere a Cyril, pues ¿acaso no fue él quien la llevó a la fama, y no fue ella quien le enseñó hasta el último paso que sabe?, vamos, baila, Cyril, baila, ay, Jesús, flota por la habitación, es un ángel del cielo, y deja de fruncir el ceño, Frankie McCourt, o se te va a quedar la cara como una libra de callos, baila, Frankie, baila, levanta los pies, por el amor de Dios, undostrescuatrocincoseissiete undostrés y undostrés, Maura, ¿quieres ayudar a ese Frankie McCourt antes de que se le enreden los dos pies con la cabeza? Ayúdale, Maura.

Maura es una niña mayor, de unos diez años. Se acerca a mí bailando, con sus dientes blancos y su vestido de bailarina lleno de figuras doradas, amarillas y verdes que supuestamente se remontan a la antigüedad, y me dice «dame la mano, pequeño», y me hace girar por la habitación hasta que estoy mareado y quedando por idiota, sonrojándome y sintiéndome tonto hasta que me dan ganas de llorar, pero me salvo cuando acaba el disco y el gramófono hace «jus, jus».

—Ay, gracias, Maura —dice la señora O'Connor—, y la semana que viene, Cyril, puedes enseñar a Frankie algunos de los pasos que te han dado fama. Hasta la semana que viene, niños, y no olvidéis los seis peniques para el negrito.

Los niños y las niñas se marchan juntos. Yo bajo las escaleras solo y salgo solo por la puerta con la esperanza de que mis amigos no me vean acompañado de niños que llevan
kilts
y de niñas que tienen los dientes blancos y que llevan vestidos adornados de los viejos tiempos.

Mamá está tomando el té con Bridey Hannon, su amiga de la casa de al lado.

—¿Qué has aprendido? —dice mamá, y me hace bailar por la cocina, undostrescuatrocincoseissiete undostrés y undostrés. Se ríe a gusto con Bridey.

—No está mal para ser la primera clase. Dentro de un mes serás todo un Cyril Benson.

—Yo no quiero ser Cyril Benson. Quiero ser Fred Astaire.

Les da una risa histérica; con las carcajadas se les sale a chorros el té de la boca.

—Válgame Dios —dice Bridey—. Qué buen concepto tiene de sí mismo. Fred Astaire, ¿qué te parece?

Mamá dice que Fred Astaire iba a sus clases todos los sábados y que no se dedicaba a desgastar a patadas las punteras de sus botas, y que si quería ser como él tendría que ir a casa de la señora O'Connor todas las semanas.

El cuarto sábado por la mañana llama a nuestra puerta Billy Campbell.

—Señora McCourt, ¿puede salir Frankie a jugar con nosotros?

—No, Billy —le dice mamá—. Frankie va a su clase de baile.

Me espera al pie de la colina del Cuartel. Me pregunta por qué voy a bailar, me dice que todo el mundo sabe que bailar es cosa de mariquitas y que acabaré como Cyril Benson, con un
kilt
y lleno de medallas y bailando con niñas por todas partes. Me dice que antes de que me dé cuenta estaré sentado en la cocina haciendo calceta. Me dice que el baile me dejará inútil y que no podré practicar ningún deporte de balón, ni el fútbol, ni el rugby ni el mismísimo fútbol irlandés, porque el baile te enseña a correr como un mariquita y todos se reirán.

Le digo que he terminado con el baile, que llevo encima seis peniques que eran para meterlos en la boca del negrito de la señora O'Connor pero que en lugar de ello voy a ir al cine Lyric. Con seis peniques podremos entrar los dos y nos quedarán dos peniques para dos tabletas de
toffee
Cleeves, y lo pasamos en grande viendo
Jinetes de la pradera.

Papá está sentado junto al fuego con mamá y me preguntan qué pasos he aprendido hoy y cómo se llaman. Ya les he enseñado
El asedio de Ennis
y
Las murallas de Limerick,
que son danzas de verdad. Ahora tengo que inventarme danzas y sus nombres. Mamá dice que no había oído hablar nunca de una danza que se llamase
El asedio de Dingle,
pero que si era eso lo que me habían enseñado, adelante, que lo bailase, y yo bailo por la cocina con los brazos pegados al costado inventándome la música, didli ay di ay di ay didli ay du yu du yu, mientras papá y mamá marcan el compás de mis pasos dando palmadas.

—Och
—dice papá—, es una buena danza, y tú serás un gran bailarín irlandés, digno sucesor de los hombres que murieron por su patria.

—No ha sido gran cosa por seis peniques —dice mamá.

A la semana siguiente la película es de George Raft, y a la otra es una de vaqueros de George O'Brien. Después ponen una de James Cagney y no puedo invitar a Billy porque quiero comerme una tableta de chocolate con el
toffee
Cleeves, y cuando lo estoy pasando en grande siento de pronto un dolor terrible en la mandíbula y es que se me ha caído un diente de la encía porque se ha quedado pegado al
toffee,
y el dolor me está matando. Pero no puedo derrochar el
toffee,
de modo que aparto el diente, me lo meto en el bolsillo y mastico el
toffee
con el otro lado de la boca, con sangre y todo. Tengo dolor por un lado y
toffee
delicioso por el otro, y recuerdo lo que diría mi tío Pa Keating: «Hay veces en que uno no sabe si cagar o quedarse ciego».

Ahora tengo que volver a casa y que preocuparme, porque no se puede ir por el mundo con un diente de menos sin que se entere la madre de uno. Las madres lo saben todo, y ella siempre nos está mirando la boca para ver si tenemos algún tipo de enfermedad. Está allí, junto al fuego, y también está papá, y me hacen las preguntas de siempre, me preguntan qué danza he aprendido y cómo se llama. Yo les digo que he aprendido
Las murallas de Cork
y bailo por la cocina intentando tararear una melodía inventada y muriéndome del dolor del diente.

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