No puedo dejar al montón de harapos con un giro telegráfico inútil porque el montón de trapos es una mujer anciana, la señora Gertrude Daly, con el cuerpo retorcido por todas las enfermedades que se pueden contraer en un callejón de Limerick, la artritis, el reumatismo, la alopecia, una ventana de la nariz casi desaparecida de tanto meterse en ella el dedo, y uno se pregunta qué tipo de mundo es éste cuando esta anciana se incorpora entre sus harapos y te sonríe con unos dientes blancos que relucen en la oscuridad, dientes naturales y perfectos.
—Eso es —dice ella—, son mis dientes naturales, y cuando me esté pudriendo en la tumba encontrarán mis dientes dentro de cien años, blancos y relucientes, y me harán santa.
El giro telegráfico, de tres libras, es de su hijo. Lleva un mensaje: «Feliz cumpleaños, mamá. Tu hijo querido, Teddy».
—Es un milagro que se lo pueda permitir ese mierdecilla que siempre está paseándose con todas las zorras de Picadilly —dice ella.
Me pregunta si tendría la bondad de hacerle un favor, de ir a cobrar el giro telegráfico y traerle un poco de whiskey Baby Powers de la taberna, una hogaza de pan, una libra de manteca, siete patatas, una para cada día de la semana. ¿Tendría la bondad de hervirle una patata, de hacerla puré con un poco de manteca, de cortarle una rebanada de pan, de traerle un trago de agua para acompañar al whiskey? ¿Tendría la bondad de ir a la farmacia de O'Connor a traerle un ungüento para las llagas y, ya que estoy en ello, de traerle algo de jabón para que ella pueda lavarse bien el cuerpo? Me lo agradecerá eternamente y rezará por mí, y me da un par de chelines por la molestia.
—Ay, no, gracias, señora.
—Coge el dinero. Una propinilla. Me has hecho grandes favores.
—No puedo, señora, tal como está usted.
—Coge el dinero o diré en la oficina de correos que manden a otro para que me traiga los telegramas.
—Ay, está bien, señora. Muchas gracias.
—Buenas noches, hijo. Pórtate bien con tu madre.
—Buenas noches, señora Daly.
Las clases empiezan en septiembre, y algunos días Michael se pasa por casa del Abad antes de volver andando a casa de Laman Griffin. Los días de lluvia dice:
—¿Puedo quedarme a dormir aquí esta noche?
Y al cabo de poco tiempo ya no quiere volver más con Laman Griffin. Está cansado y tiene hambre de tanto andar dos millas de ida y dos de vuelta.
Cuando mamá viene a buscarnos no sé qué decirle. No sé cómo mirarla y aparto la vista.
—¿Cómo te va en el trabajo? —dice, como si no hubiera pasado nada en casa de Laman Griffin.
—Muy bien —le respondo yo, como si no hubiera pasado nada en casa de Laman Griffin.
Cuando llueve demasiado para que ella se vuelva a su casa, se queda con Alphie en la habitación pequeña del piso de arriba. Al día siguiente vuelve a casa de Laman, pero Michael se queda, y al poco tiempo ella se va mudando de casa poco a poco hasta que deja de ir por completo a casa de Laman.
El Abad paga el alquiler cada semana. Mamá recibe la beneficencia y los vales de comida, hasta que alguien la delata y le retiran la ayuda del dispensario. Le dicen que si su hijo está ganando una libra a la semana eso es más de lo que reciben algunas familias de subsidio de desempleo, y que debe dar gracias de que su hijo esté trabajando. Ahora tengo que entregarle mi sueldo.
—¿Una libra? —dice mamá—. ¿Es lo único que te dan por ir en bicicleta de un lado a otro, con buen tiempo o con malo? Eso serían cuatro dólares en América. Cuatro dólares. Con cuatro dólares no bastaría en Nueva York para dar de comer a un gato. Si estuvieras repartiendo telegramas para la Western Union en Nueva York ganarías veinticinco dólares a la semana y vivirías a todo lujo.
Ella siempre traduce el dinero irlandés a dinero americano para que no se le olvide, e intenta convencer a todos de que las cosas nos iban mejor allí. Algunas semanas me deja quedarme dos chelines, pero si voy a ver una película o me compro un libro de segunda mano ya no me queda nada, no podré ahorrar para pagarme el pasaje y me quedaré atascado en Limerick hasta que sea un viejo de veinticinco años.
Malachy escribe desde Dublín y dice que está harto y que no quiere pasarse el resto de su vida soplando una trompeta en la banda del ejército. Al cabo de una semana vuelve a casa y se queja de tener que compartir la cama grande con Michael, con Alphie y conmigo. Allí en Dublín tenía un catre del ejército para él solo, con sábanas, mantas y una almohada. Ahora vuelve a los abrigos y a una almohada que suelta una nube de plumas cuando la tocas.
—Lo siento por ti —dice mamá—. Te acompaño en el sentimiento.
El Abad tiene cama propia y mi madre ocupa la habitación pequeña. Estamos todos juntos otra vez sin que Laman nos atormente. Preparamos té y pan frito y nos sentamos en el suelo de la cocina. El Abad dice que no hay que sentarse en el suelo de las cocinas, que para qué están las mesas y las sillas. Dice a mamá que Frankie no está bien de la cabeza, y mamá nos dice que la humedad del suelo nos va a matar. Nosotros nos quedamos sentados en el suelo y cantamos, y mamá y el Abad se sientan en sillas. Ella canta, y el Abad canta
El camino de Rasheen,
y nosotros seguimos sin enterarnos de qué trata su canción. Nos quedamos sentados en el suelo y nos contamos cuentos que hablan de cosas que han pasado, de cosas que no han pasado nunca y de las cosas que pasarán cuando nos vayamos todos a América.
En la oficina de correos hay días de poco trabajo en los que nos quedamos sentados en el banco y hablamos. Podemos hablar, pero no debemos reírnos. La señorita Barry dice que deberíamos dar gracias de que nos paguen por estar allí sentados, que somos un montón de vagos y de pilletes y que nada de risas. Que a uno le paguen por quedarse sentado y charlar no es cosa de risa, y a la primera risita por parte de cualquiera de nosotros nos iremos a la calle hasta que recuperemos el sentido común, y si siguen las risitas nos denunciará a las autoridades pertinentes.
Los chicos hablan de ella entre dientes. Toby Mackey dice:
—Lo que le hace falta a esa vieja perra es unas buenas friegas con la reliquia, un buen repaso con el cepillo. Su madre era una buscona azotacalles y su padre se escapó de un manicomio con callos en los huevos y con verrugas en la polla.
Hay risas a lo largo del banco y la señorita Barry nos dice en voz alta:
—Os advertí que no os rieseis. Mackey, ¿qué estás mascullando?
—Decía que en este día tan maravilloso estaríamos mejor al aire libre repartiendo telegramas, señorita Barry.
—Seguro que has dicho eso, Mackey. Tu boca es una cloaca. ¿Me has oído?
—Sí, señorita Barry.
—Te han oído hablar por la escalera, Mackey.
—Sí, señorita Barry.
—Cállate, Mackey.
—Así lo haré, señorita Barry.
—Ni una palabra más, Mackey.
—No, señorita Barry.
—He dicho que te calles, Mackey.
—Está bien, señorita Barry.
—Se acabó, Mackey. No pongas a prueba mi paciencia.
—No lo haré, señorita Barry.
—Madre de Dios, dame paciencia.
—Sí, señorita Barry.
—Di la última palabra, Mackey. Dila, dila, dila.
—Así lo haré, señorita Barry.
Toby Mackey es chico de telégrafos temporal, como yo. Vio una película titulada
Primera plana
y ahora quiere irse a América algún día y ser un periodista duro con sombrero y cigarrillo. Lleva en el bolsillo una libreta, porque un buen periodista tiene que escribir lo que pasa. Hechos. Tiene que escribir hechos, y no un montón de malditas poesías, que es lo único que se oye en Limerick, donde los parroquianos de las tabernas están siempre con el cuento de lo mucho que sufrimos bajo el dominio inglés. «Hechos, Frankie». Anota el número de telegramas que reparte y la distancia que recorre. Sentados en el banco, procurando no reírnos, me dice que si repartimos cuarenta telegramas cada día son doscientos por semana, que son diez mil al año y veinte mil en los dos años que nos dura el trabajo. Si recorremos en bicicleta ciento veinticinco millas por semana, son trece mil millas en dos años, que es media vuelta al mundo, Frankie, y no es de extrañar que no tengamos ni una fibra de carne en el culo.
Toby dice que nadie conoce Limerick como el chico de telégrafos. Conocemos cada uno de sus caminos, avenidas, calles, paseos, glorietas, pasajes, travesías, callejones.
—Jesús —dice Toby—, no hay una puerta de Limerick que no conozcamos. Llamamos a puertas de todo tipo, de hierro, de roble, de contrachapado. A veinte mil puertas, Frankie.
Llamamos con los nudillos, a patadas, empujamos la puerta. Llamamos con campanillas y con timbres eléctricos. Silbamos y gritamos: «El chico de telégrafos, el chico de telégrafos». Dejamos los telegramas en los buzones, los metemos por debajo de la puerta, los tiramos por los montantes de las puertas. Entramos por la ventana en casas cuyos ocupantes están impedidos en cama. Nos quitamos de encima a todos los perros que quieren hacer de nosotros su cena. No sabes nunca qué va a pasar cuando entregas a la gente los telegramas. Ríen, cantan, bailan, lloran, gritan, se desmayan y tú te preguntas si van a volver en sí para darte la propina. No se parece en nada al reparto de telegramas en América. Mickey Rooney se dedica a eso en una película que se titula
La comedia humana,
y allí la gente es agradable y se desvive por darte propina, por invitarte a pasar, por darte una taza de té y un bollo.
Toby Mackey dice que tiene datos en abundancia en su libreta y que todo le importa menos que un pedo de violinista, y así quiero ser yo mismo.
La señora O'Connell sabe que a mí me gusta repartir los telegramas del campo, y cuando hace un día soleado me entrega una partida de diez telegramas que me tendrán ocupado toda la mañana y no tengo que regresar hasta después de la hora de comer, al mediodía. Hay días buenos de otoño en los que el Shannon brilla y los campos están verdes y relucen con el rocío plateado de la mañana. Se percibe el olor dulzón de los fuegos de turba, cuyo humo llena los campos. Las vacas y las ovejas pastan en los prados y yo me pregunto si son éstos los animales de los que hablaba el cura. No me sorprendería, porque veo constantemente a los toros montar a las vacas, a los carneros a las ovejas, a los caballos sementales a las yeguas, y todos tienen la cosa tan grande que me hacen sudar cuando los miro y me dan lástima todas las criaturas hembras del mundo que tienen que sufrir así, aunque a mí no me importaría ser toro, porque los toros pueden hacer lo que quieran y los animales no pecan nunca. A mí no me importaría tocarme aquí mismo, pero nunca se sabe cuándo puede aparecer un granjero por el camino con un rebaño de vacas o de ovejas a los que lleva a la feria o a otro prado, que te saluda con el bastón y que te dice:
—A los buenos días, joven, buena mañana tenemos, gracias a Dios y a Su Santa Madre.
Un granjero tan religioso podría ofenderse si te viera quebrantar el Sexto Mandamiento fornicando en su prado. A los caballos les gusta asomar la cabeza por encima de las cercas y de los setos para enterarse de quién pasa, y yo me detengo a hablar con ellos porque tienen ojos grandes y morros largos que demuestran lo inteligentes que son. Algunas veces hay dos pájaros que se cantan el uno al otro de un extremo al otro de un prado y yo tengo que detenerme a escucharlos, y si espero el tiempo suficiente se unen al canto más pájaros hasta que todos los árboles y todos los arbustos están llenos del canto de los pájaros. Si pasa un arroyo que borbotea bajo un puente de la carretera, mientras los pájaros cantan, las vacas mugen y los corderos balan, es mejor que cualquier orquesta de película. El olor de la panceta y del repollo de la comida que me llega a bocanadas de la vivienda de una granja me deja tan débil de hambre que entro en un prado y me paso media hora comiendo moras. Meto la cara en el arroyo y bebo agua helada, que es mejor que la gaseosa de cualquier freiduría de pescado frito y patatas fritas.
Cuando termino de entregar los telegramas tengo tiempo suficiente para visitar el antiguo cementerio del monasterio donde están enterrados los parientes de mi madre, los Guilfoyle y los Sheehan, donde quiere mi madre que la entierren a ella. Desde allí puedo ver las altas ruinas del castillo de Carrigogunnell y tengo tiempo de sobra para subir hasta allí en bicicleta, para sentarme en la muralla más alta, para contemplar el Shannon que corre hasta el Atlántico, que llega hasta América, y para soñar con el día en que yo mismo me haré a la mar.
Los chicos de la oficina de correos me dicen que tengo suerte de entregar el telegrama de la familia Carmody, que da un chelín de propina, una de las propinas mayores que puedes recibir en Limerick. Entonces, ¿por qué me lo dejan entregar a mí? Soy el chico más novato. Bueno, es que algunas veces es Theresa Carmody quien abre la puerta. Está tísica, y tienen miedo de que les pegue la tisis. Tiene diecisiete años, pasa temporadas ingresada en el sanatorio y no cumplirá los dieciocho. Los chicos de la oficina de correos dicen que los que están enfermos como Theresa saben que les queda poco tiempo y que por eso están locos por amar, por tener aventuras románticas y de todo. De todo. La tisis tiene ese efecto, según los chicos de la oficina de correos.
Voy en bicicleta por las calles mojadas de noviembre pensando en esa propina de un chelín, y cuando giro para enfilar la calle donde viven los Carmody la bicicleta patina y yo resbalo por el suelo y me raspo la cara y me despellejo el dorso de la mano. Theresa Carmody abre la puerta. Es pelirroja. Tiene los ojos verdes como los prados de las afueras de Limerick. Tiene las mejillas de un color rosado brillante y la piel de un blanco rabioso.
—Ay, estás empapado, y estás sangrando —me dice.
—He resbalado en la bici.
—Entra, y te pondré algo en los cortes.
«¿Debo entrar?», me pregunto. Podría contagiarme la tisis, que acabaría conmigo. Quiero estar vivo cuando cumpla los quince años, y quiero también el chelín de propina.
—Entra. Te vas a morir si te quedas aquí de pie.
Ella pone la tetera al fuego para preparar té. Después me pone yodo en los cortes y yo procuro ser hombre y no quejarme.
—Oh, eres todo un hombre —dice ella—. Pasa al salón y sécate delante del fuego. Mira, ¿por qué no te quitas los pantalones y te los secas en la pantalla de la chimenea?
—Ay, no.