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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Las cenizas de Ángela (48 page)

BOOK: Las cenizas de Ángela
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El ejército irlandés busca chicos que tengan oído musical y que quieran estudiar en la Escuela de Música del Ejército. Aceptan a mi hermano Malachy, y éste se marcha a Dublín para ser soldado y tocar la trompeta.

Ahora sólo me quedan dos hermanos en casa y mamá dice que su familia está desapareciendo delante de sus propios ojos.

13

Los chicos de mi clase de la Escuela Leamy van a hacer una excursión de fin de semana en bicicleta a Killaloe. Me dicen que debo pedir prestada una bicicleta e ir. Lo único que necesito es una manta, unas cucharadas de té y de azúcar y unas rebanadas de pan para ir tirando. Aprenderé a montar en la bicicleta de Laman Griffin todas las noches después de que él se acueste, y sin duda me la prestará para llevármela dos días a Killaloe.

El mejor momento para pedirle cualquier cosa es la noche del viernes, cuando está de buen humor después de pasar la tarde bebiendo y de haber cenado. Se trae a casa la cena en los bolsillos del abrigo, un gran bistec chorreando sangre, cuatro patatas, una cebolla, una botella de cerveza negra. Mamá hierve las patatas y fríe el bistec con rodajas de cebolla. Él no se quita el abrigo, se sienta a la mesa y se come el bistec con las manos. La grasa y la sangre le corren por la barbilla y le caen al abrigo, en el que se limpia las manos. Se bebe la cerveza negra y dice riéndose que no hay nada como un buen bistec lleno de sangre los viernes por la noche, y que si no comete ningún pecado mayor que ése subirá flotando al cielo en cuerpo y alma, ja, ja, ja.

—Claro que puedes usar mi bici —dice—. Los chicos deben poder salir y ver el campo. Claro. Pero te lo tienes que ganar. No se puede conseguir nada de balde, ¿verdad?

—Sí.

—Y yo tengo un trabajo para ti. No te importa trabajar un poco, ¿verdad?

—No.

—¿Y te gustaría ayudar a tu madre?

—Sí.

—Pues bien, ese orinal está lleno desde esta mañana. Quiero que subas, que lo recojas y que lo lleves al retrete y lo enjuagues bajo el grifo de fuera y que vuelvas a subirlo.

Yo no quiero vaciarle el orinal, pero sueño con recorrer millas en bicicleta rumbo a Killaloe, campos y cielos lejos de esta casa, bañarme en el Shannon, dormir una noche en un granero. Arrastro la mesa y la silla hasta la pared. Me subo, y allí está, debajo de la cama, el orinal blanco, listado de marrón y de amarillo, a rebosar de orina y de mierda. Lo deposito suavemente en el borde del altillo para que no se derrame, me descuelgo hasta la silla, cojo el orinal, lo bajo, aparto la vista, lo sujeto mientras bajo a la mesa, lo coloco en la silla, me bajo al suelo, llevo el orinal al retrete, lo vacío y vomito detrás del retrete hasta que me acostumbro a hacer este trabajo.

Laman dice que soy un buen chico y que la bici es mía siempre que quiera, a condición de que el orinal esté vacío y de que yo esté dispuesto a acercarme de una carrera a la tienda para comprarle cigarrillos, a ir a la biblioteca a traerle libros y a hacer cualquier otro recado que él quiera.

—Tienes mucha mano con el orinal —me dice. Se ríe, y mamá mira fijamente las cenizas apagadas de la chimenea.

Un día llueve tanto que la señorita O'Riordan, la bibliotecaria, me dice:

—No salgas con lo que cae, o estropearás los libros que te llevas. Siéntate allí y pórtate bien. Mientras esperas puedes leer las vidas de los santos.

Hay cuatro tomos grandes,
Las vidas de los santos,
de Butler. Yo no quiero pasarme la vida leyendo las vidas de los santos, pero cuando empiezo deseo que no se acabe nunca la lluvia. En todas las imágenes de los santos y de las santas éstos están mirando siempre al cielo, donde hay nubes llenas de angelitos gordos que llevan flores o arpas y cantan alabanzas. El tío Pa Keating dice que no se le ocurre el nombre de ningún santo del cielo con el que le gustaría sentarse a tomar una pinta. Los santos de estos libros son diferentes. Hay relatos sobre vírgenes, mártires, vírgenes y mártires, y son peores que cualquier película de terror que pongan en el cine Lyric.

Tengo que consultar el diccionario para enterarme de qué es una virgen. Sé que la Madre de Dios es la Virgen María, y que la llaman así porque no tuvo un marido en toda regla, sólo al pobre viejo San José. En las
Vidas de los santos
las vírgenes siempre se están metiendo en líos, y yo no sé por qué. El diccionario dice: «Virgen. Mujer (generalmente joven) que está y se mantiene en estado de castidad inviolada».

Ahora tengo que mirar «castidad» e «inviolada», y lo único que saco en limpio es que «inviolada» significa «no violada» y que «castidad» significa «virtud del casto» y que «casto» significa «libre de trato carnal ilícito». Ahora tengo que mirar «trato carnal», que me remite a «miembro viril», que me remite a «pene», el órgano de copulación de cualquier animal macho. «Copulación» me remite a «cópula», que es «la unión de los sexos en el acto de la generación», y yo no sé qué significa eso y estoy muy cansado de ir de una palabra a otra en este grueso diccionario que me obliga a una búsqueda inútil de tal palabra a tal otra, y todo porque los que han escrito este diccionario no querían que la gente como yo se enterase de nada.

Lo único que quiero saber es de dónde he salido, pero si se lo preguntas a alguien te dicen que se lo preguntes a otro o te envían de palabra en palabra.

A todas estas vírgenes y mártires les dicen los jueces romanos que renuncien a su fe y que acepten a los dioses romanos, pero ellas dicen que no, y los jueces mandan que las torturen y las maten. Mi favorita es Santa Cristina la Maravillosa, que tarda muchísimo tiempo en morirse. El juez manda: «Que le corten un pecho», y cuando se lo cortan, ella se lo tira y él se queda sordo, mudo y ciego. Traen a otro juez para que se ocupe del caso y él manda: «Que le corten el otro pecho», y pasa lo mismo. Intentan matarla a flechazos, pero las flechas rebotan en ella y matan a los soldados que las disparan. Intentan meterla en aceite hirviendo, pero ella se mece en la olla y se echa una siesta. Después, los jueces se hartan y mandan que le corten la cabeza, y así resuelven la cuestión. La fiesta de Santa Cristina la Maravillosa es el veinticuatro de julio, y creo que la celebraré por mi cuenta junto con la de San Francisco de Asís, el cuatro de octubre.

—Ya puedes marcharte a tu casa, ha dejado de llover —me dice la bibliotecaria, y cuando salgo por la puerta me hace volver. Quiere escribir una nota a mi madre y no le importa en absoluto que la lea yo también. La nota dice:

«Estimada señora McCourt: justo cuando parece que Irlanda va a la ruina total se encuentra una con un niño que se sienta en la biblioteca y lee
Las vidas de los santos
tan absorto que no se da cuenta de que ha dejado de llover y hay que quitarle a la fuerza las susodichas
Vidas.
Creo, señora McCourt, que puede tener entre sus manos a un futuro sacerdote y pondré una vela con la esperanza de que se haga realidad. Suya afectísima, Catherine O'Riordan, Bibliotecaria Adjunta».

«Saltitos» O'Halloran es el único maestro de la Escuela Nacional Leamy que se sienta. Será porque es el director o porque tiene que descansar de los pasos retorcidos que tiene que dar a causa de su pierna corta. Los otros maestros andan de un lado a otro del frente del aula o van y vienen por los pasillos, y nunca sabes cuándo te vas a llevar un azote con una vara o un latigazo con una correa por dar una respuesta equivocada o por escribir algo mal. Cuando «Saltitos» quiere hacerte algo te hace salir al frente del aula para castigarte delante de tres clases.

Hay días buenos en los que se sienta en su escritorio y habla de América.

—Muchachos —dice—, desde los desiertos helados de Dakota del Norte hasta los fragantes naranjales de Florida, los americanos disfrutan de todos los climas.

Nos habla de la historia americana. Si el granjero americano, con su fusil de chispa y su mosquete, pudo arrancar un continente de manos de los ingleses, sin duda nosotros, que siempre hemos sido guerreros, podremos recuperar nuestra isla.

Cuando no queremos que nos atormente con el álgebra o con la gramática irlandesa, lo único que tenemos que hacer es formularle alguna pregunta sobre América, y con eso se emociona tanto que es capaz de seguir hablando todo el día.

Se sienta en su escritorio y recita los nombres de las tribus y de los jefes indios que tanto le gustan. Los arapajoe, los cheyene, los chipewa, los siux, los apaches, los iroqueses. «Poesía pura, muchachos, poesía pura. Y escuchad los nombres de los jefes: Oso que Cocea, Lluvia en la Cara, Toro Sentado, Caballo Loco, y el genio, Jerónimo.»

En el séptimo curso reparte un libro pequeño, un poema que tiene muchas páginas,
El pueblo desierto,
de Oliver Goldsmith. Dice que aparentemente se trata de un poema sobre Inglaterra, pero que en realidad es un lamento por la tierra natal del poeta, nuestra propia tierra natal, Irlanda. Debemos aprendernos este poema de memoria, veinte versos cada noche, para recitarlo cada mañana. Cada mañana deben salir al frente de la clase seis chicos a recitar, y si se te olvida un verso te llevas dos palmetazos en cada mano. Nos hace guardar los libros bajo los pupitres y toda la clase recita el pasaje que habla del maestro del pueblo.

Junto a esa cerca irregular que bordea el camino,

Con aulagas en flor que dan alegría y no provecho,

Allí, en su ruidosa mansión, con sabia mano,

El maestro del pueblo enseñaba en su pequeña escuela.

Era hombre de aspecto severo y firme;

Yo lo conocí bien, y todos los novilleros lo conocían.

Bien aprendían los temblores a interpretar

Lo que les esperaba aquel día en su rostro de la mañana.

Bien aprendían a reír con falsa alegría

Todos sus chistes, pues muchos chistes tenia.

Bien corría de uno a otro en un susurro

El mal presagio cuando fruncía el ceño.

Siempre cierra los ojos y sonríe cuando llegamos a las últimas líneas de este pasaje:

Pero era amable, y si en algo era severo

La culpa era de su amor a la ciencia.

Todo el pueblo se hacía lenguas de cuánto sabia.

Mucho entendía de letras, y también de cifras.

Sabía medir las tierras, anunciaba los tiempos y las mareas,

Y aun decían algunos que sabia medir volúmenes.

También en las disputas el párroco lo respetaba,

Pues, aunque vencido, seguía disputando,

Mientras las palabras sabias, largas y resonantes,

Asombraban a los rústicos atónitos que lo rodeaban.

Y lo miraban boquiabierto y crecía su admiración

De que le cupiese en una pequeña cabeza tanto como sabía.

Sabemos que le gustan estos versos porque hablan de un maestro, de él, y tiene razón, porque no entendemos cómo puede caberle en una pequeña cabeza tanto como sabe y lo recordaremos en estos versos.

—Ah, muchachos, muchachos —dice—. Llegad a vuestras propias conclusiones, pero antes amueblaos la mente. ¿Me oís? Amueblaos la mente y podréis resplandecer por todo el mundo. Clark, defíneme «resplandeciente».

—Creo que significa «brillante», señor.

—Conciso, Clarke, pero adecuado. McCourt, di una frase en la que figure la palabra «conciso».

—Clarke es conciso, pero adecuado, señor.

—Hábil, McCourt. Tienes madera para el sacerdocio, muchacho, o para la política. Piénsatelo.

—Sí, señor.

—Di a tu madre que venga a verme.

—Sí, señor.

Mamá me dice:

—No, no puedo acercarme de ningún modo al señor O'Halloran. No tengo ningún vestido presentable ni un abrigo como Dios manda. ¿Para qué quiere verme?

—No lo sé.

—Pues pregúntaselo.

—No puedo. Me mataría. Cuando te dice que traigas a tu madre tienes que traer a tu madre, o saca la vara.

Ella viene a verlo y él habla con ella en el pasillo. Le dice que su hijo Frank tiene que seguir estudiando.

—No debe caer en la trampa del recadero. Eso no conduce a ninguna parte. Llévelo a los Hermanos Cristianos, dígales que va de mi parte, dígales que es un chico listo y que debería ir a la escuela secundaria y después a la universidad.

Le dice que no ha llegado a director de la Escuela Nacional Leamy para dirigir una academia de recaderos.

—Gracias, señor O'Halloran —dice mamá.

Me gustaría que el señor O'Halloran no se metiera en lo que no le importa. Yo no quiero ir a la escuela de los Hermanos Cristianos. Quiero dejar la escuela para siempre y encontrar un trabajo, cobrar mi sueldo todos los viernes, ir al cine los sábados por la noche como todo el mundo.

Algunos días más tarde mamá me dice que me lave bien la cara y las manos, que vamos a ver a los Hermanos Cristianos. Yo le digo que no quiero ir, que quiero trabajar, que quiero ser un hombre. Ella me dice que me deje de lloriquear, que voy a ir a la escuela secundaria y que nos las arreglaremos de algún modo. Yo voy a ir a la escuela aunque ella tenga que ponerse a fregar suelos, y practicará fregándome la cara.

Llama a la puerta de la escuela de los Hermanos Cristianos y dice que quiere hablar con el superior, el hermano Murray. Éste acude a la puerta, nos echa una mirada a mi madre y a mí y dice:

—¿Qué?

—Éste es mi hijo Frank —dice mamá—. El señor O'Halloran, de la Escuela Leamy, dice que es listo y que si habría alguna posibilidad de meterlo en la escuela secundaria.

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