Es de Limerick, pero tiene acento americano después de todos los años que ha pasado en Los Ángeles. Sabe lo que es dejar Irlanda, él mismo lo hizo y no lo ha superado nunca. Uno vive en Los Ángeles viendo el sol y las palmeras un día tras otro y pide a Dios que le mande, si es posible, un día de lluvia suave como en Limerick.
El cura se sienta a mi lado durante las comidas en la mesa del primer oficial, que nos dice que se ha cambiado la ruta del barco y que en vez de ir a Nueva York vamos rumbo a Montreal.
Después de tres días de travesía vuelve a cambiar la ruta. Vamos a Nueva York, después de todo.
Tres pasajeros americanos se quejan:
—Condenados irlandeses. ¿No se pueden aclarar de una vez?
El día anterior a nuestra llegada a Nueva York vuelve a cambiar la ruta. Vamos a subir por el río Hudson a desembarcar en un lugar llamado Albany.
—¿A Albany? —dicen los americanos—. ¿A la maldita Albany? ¿Por qué demonios hemos tenido que embarcarnos en un maldito cascarón irlandés? Maldita sea.
El cura me dice que no les preste atención. No todos los americanos son así.
Estoy en cubierta al romper el día cuando entramos navegando en Nueva York. Estoy seguro de que estoy en una película, de que se va a acabar y se encenderán las luces y me encontraré en el cine Lyric. El cura quiere enseñarme las cosas, pero no hace falta. Reconozco la estatua de la Libertad, la isla de Ellis, el edificio Empire State, el edificio Chrysler, el puente de Brooklyn. Hay millares de coches que corren por las carreteras y el sol lo vuelve todo dorado. Los americanos ricos que llevan sombrero de copa, pajarita blanca y frac deben estar volviendo a sus casas para meterse en la cama con las mujeres preciosas que tienen los dientes blancos. Los demás van a trabajar en oficinas caldeadas y cómodas y nadie tiene la menor preocupación del mundo.
Los americanos están discutiendo con el capitán y con un hombre que ha subido a bordo desde un remolcador.
—¿Por qué no podemos desembarcar aquí? ¿Por qué tenemos que seguir en el maldito barco hasta la maldita Albany?
—Porque son pasajeros del buque —dice el hombre—, y el capitán es el capitán y el reglamento no contempla que los desembarquemos nosotros.
—¿Ah, sí? Pues bien, éste es un país libre y somos ciudadanos americanos.
—¿De verdad? Pues bien, están en un barco irlandés con capitán irlandés, y harán lo que a él le dé la maldita gana disponer, si no quieren ir nadando al puerto.
Baja por la escalerilla, el remolcador se aleja dando resoplidos y nosotros subimos por el Hudson, pasamos por delante de Manhattan, bajo el puente George Washington, por delante de centenares de barcos de la Libertad, que hicieron su parte en la guerra y que ahora están amarrados y dispuestos a pudrirse.
El capitán anuncia que la marea nos obligará a echar el ancla por la noche frente a un pueblo que se llama Poughkeepsie. El cura me lo deletrea y me dice que es un nombre indio, y los americanos dicen: «Maldito Poughkeepsie».
Cuando ya ha oscurecido llega al barco un barquito que hace put, put, y una voz irlandesa grita:
—Hola. Jesús, he visto la bandera irlandesa, vaya que sí. No daba crédito a mis dos ojos. Hola.
Invita al primer oficial a que baje a tierra a beber algo y le dice que se traiga a un amigo.
—Y usted también, padre, y tráigase a un amigo.
El cura me invita a mí, y bajamos por una escalerilla al barquito con el primer oficial y con el oficial de radio. El hombre del barco dice que se llama Tim Boyle y que es del condado de Mayo, Dios nos asista, y que hemos anclado allí en buen momento porque estaban celebrando una fiestecilla y estamos todos invitados. Nos lleva a una casa que tiene césped, una fuente y tres aves rosadas que se sostienen en una pata. Hay cinco mujeres en una habitación que llaman
living.
Las mujeres llevan el pelo tieso, vestidos inmaculados. Tienen vasos en la mano y son amables y sonríen con dientes perfectos. Una de ellas dice:
—Pasen, hagan el favor. Justo a tiempo para la fiersta.
«La fiersta». Así es como hablan, y supongo que yo hablaré así dentro de pocos años.
Tim Boyle dice que las chicas lo están pasando bien mientras sus maridos pasan la noche fuera cazando ciervos, y una de las mujeres, Betty, dice:
—Sí. Amigotes de la guerra. Ya hace casi cinco años que terminó la guerra y no lo han superado, de modo que pegan tiros a los animales todos los fines de semana y beben Rheingold hasta que se ponen ciegos. Condenada guerra, y perdone la palabra, padre.
El cura me dice al oído:
—Son mujeres malas. No nos quedaremos mucho rato.
—¿Qué quieren beber? —preguntan las mujeres malas—. Tenemos de todo. ¿Cómo te llamas, cielo?
—Frank McCourt.
—Bonito nombre. Así que te tomarás una copita. A todos los irlandeses les gusta tomarse una copita. ¿Te apetece una cerveza?
—Sí, muchas gracias.
—Hay que ver, qué educado. Me gustan los irlandeses. Mi abuela era medio irlandesa. ¿Qué soy yo entonces, la mitad, un cuarto de irlandesa? No lo sé. Me llamo Frieda. Toma tu cerveza, cielo.
El cura se queda sentado en el extremo de un sofá que llaman
tresillo
y dos de las mujeres hablan con él. Betty pregunta al primer oficial si le gustaría ver la casa y él le dice:
—Oh, sí que me gustaría, porque en Irlanda no tenemos casas como ésta.
Otra mujer dice al oficial de radio que debería ver las plantas que tienen en el jardín, que tienen unas flores increíbles. Frieda me pregunta si estoy bien y yo le digo que sí, pero que si no le importa decirme dónde está el retrete.
—¿El qué?
—El retrete.
—Ah, quieres decir el baño. Por aquí, cielo, por el pasillo.
—Gracias.
Me abre la puerta, me enciende la luz, me besa en la mejilla y me dice al oído que me esperará fuera por si necesito algo.
De pie ante el retrete, disparando, me pregunto qué podría necesitar en un momento así, y si esto es corriente en América, que te espere fuera una mujer mientras echas una meada.
Termino, tiro de la cadena y salgo. Ella me coge de la mano y me lleva a un dormitorio, deja su vaso, cierra la puerta con llave, me empuja a la cama. Está luchando con mi bragueta.
—Dichosos botones. ¿Es que no tenéis cremalleras en Irlanda?
Me saca la excitación se sube encima de mí se desliza arriba y abajo arriba y abajo Jesús estoy en el cielo y llaman a la puerta el cura Frank estás ahí Frieda se lleva el dedo a los labios y levanta los ojos al cielo Frank estás ahí Padre le importaría irse a la porra y ay Dios ay Theresa ves lo que me pasa por fin me importa menos que un pedo de violinista que el propio Papa llame a la puerta y que todo el colegio cardenalicio se reúna a mirar por la ventana ay Dios le he echado dentro todo lo que tenía dentro yo y ella se derrumba sobre mí y me dice que soy maravilloso y que si me plantearía la posibilidad de quedarme a vivir en Poughkeepsie.
Frieda dice al cura que me había dado un pequeño mareo después de ir al baño, que eso es lo que pasa cuando se viaja y se bebe una cerveza desconocida como la Rheingold, que a ella le parece que no se conoce en Irlanda. Veo que el cura no la cree y yo no puedo contener el calor que me va y viene de la cara. El cura ya tenía anotado el nombre y la dirección de mi madre, y ahora temo que escriba y que diga «el bueno de su hijo pasó su primera noche en América en un dormitorio de Poughkeepsie retozando con una mujer cuyo marido se había ido a cazar ciervos para relajarse un poco después de hacer su parte por América en la guerra, y vaya una manera de tratar a los hombres que lucharon por su país».
El primer oficial y el oficial de radio vuelven de sus visitas a la casa y al jardín y no miran al cura. Las mujeres nos dicen que debemos estar muertos de hambre y entran en la cocina. Nos quedamos sentados en el
living
sin cruzarnos la palabra y escuchando los susurros y las risas de las mujeres en la cocina. El cura vuelve a decirme al oído: «mujeres malas, mujeres malas, ocasión de pecado», y yo no sé qué decirle.
Las mujeres malas sacan emparedados y sirven más cerveza, y cuando terminamos de comer ponen discos de Frank Sinatra y preguntan si alguien quiere bailar. Nadie dice que sí, porque nadie se levanta a bailar con mujeres malas delante de un cura, de modo que las mujeres bailan las unas con las otras y se ríen como si todas tuvieran secretitos. Tim Boyle bebe whiskey y se queda dormido en un rincón hasta que Frieda lo despierta y le dice que vuelva a llevarnos al barco. Cuando nos vamos a marchar, Frieda se inclina hacia mí como si fuera a besarme la mejilla, pero el cura dice «buenas noches» con un tono muy cortante y nadie se da la mano. Mientras bajamos por la calle hacia el río oímos las risas de las mujeres, cristalinas y luminosas en el aire de la noche.
Subimos por la escalerilla y Tim nos grita desde su barquito:
—Tengan cuidado al subir esa escalerilla. Ay, muchachos, ay, muchachos, ¿verdad que ha sido una noche estupenda? Buenas noches, muchachos, y buenas noches, Padre.
Contemplamos su barquito hasta que desaparece entre la oscuridad de la ribera de Poughkeepsie. El cura nos da las buenas noches y baja a los camarotes y el primer oficial lo sigue.
Yo me quedo en cubierta con el oficial de radio, contemplando el centelleo de las luces de América.
—Dios mío —me dice—, ha sido una noche encantadora, Frank. ¿Verdad que éste es un gran país?
—Lo es.