Las Brigadas Fantasma (34 page)

Read Las Brigadas Fantasma Online

Authors: John Scalzi

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Las Brigadas Fantasma
2.57Mb size Format: txt, pdf, ePub

Seaborg se había acercado a la criatura cojeando.

—Yo no pienso comerme eso —dijo.

—Bien —respondió Harvey—. Pasa hambre. La teniente y yo nos lo comeremos.

—No podemos comérnoslo —dijo Sagan—. Los animales de aquí no son compatibles con nuestras necesidades alimenticias. Harías mejor en comerte las piedras.

Harvey miró a Sagan como si le hubiera echado mierda sobre la cabeza.

—Bien —dijo, y se agachó para soltar al bicho.

—Espera —dijo Sagan—. Quiero que lo lances.

—¿Qué?

—Quiero que lances al bicho contra las armas —dijo Sagan—. Quiero ver qué le hacen a algo vivo.

—Es un poco cruel, ¿no?

—¿Hace un momento estabas dispuesto a comerte al maldito bicho —dijo Seaborg—, y ahora te preocupas por ser cruel con los animales?

—Cierra el pico —dijo Harvey. Echó atrás el brazo para lanzar el animal.

—Harvey —dijo Sagan—. No lo lances directamente contra el arma, por favor.

Harvey advirtió de pronto que la trayectoria de los proyectiles se dirigiría directamente hasta su cuerpo.

—Lo siento —dijo—. Estúpido de mí.

—Lánzalo, hacia arriba.

Harvey se encogió de hombros y lanzó el bicho al aire, en un arco que lo llevó lejos de los tres. La criatura se rebulló en el aire. El arma la siguió en su avance hacia las alturas hasta donde pudo, unos cincuenta grados. Rotó y la hizo pedazos de un disparo en cuanto volvió a tenerla a tiro, rociándola con una lluvia de finas agujas que se expandieron al contacto con la carne de la pobre criatura. En menos de un segundo no quedó del animal más que bruma y unos cuantos trozos de carne que caían al suelo.

—Muy bonito —dijo Harvey—. Ahora sabemos que las armas funcionan de verdad. Y sigo teniendo hambre.

—Es muy interesante —musitó Sagan.

—¿Que yo tenga hambre?

—No, Harvey —dijo Sagan, irritada—. Me importa una mierda tu estómago ahora mismo. Lo que es interesante es que las armas sólo pueden apuntar hasta cierto ángulo. Su alcance queda limitado por el suelo.

—¿Y? —dijo Harvey—. Estamos en el suelo.

—Los árboles —dijo Seaborg de repente—. Hijo de puta…

—¿En qué estás pensando, Seaborg? —preguntó Sagan.

—En el período de instrucción, Dirac y yo ganamos un juego de guerra subiéndonos a los árboles y atacando desde atrás. Esperaban que atacáramos desde el suelo. Nunca se molestaron en mirar hacia arriba hasta que los emboscamos. Entonces estuve a punto de caerme del árbol y casi me maté. Pero la idea funcionó.

Los tres se volvieron a mirar los árboles que había dentro de su perímetro. No eran árboles reales, sino el equivalente de Arist: grandes plantas largiruchas que se alzaban varios metros hacia el cielo.

—Decidme que todos estamos teniendo la misma idea descabellada —dijo Harvey—. Odiaría ser sólo yo.

—Vamos —dijo Sagan—. Veamos qué podemos hacer con esto.

* * *

—Es una locura —dijo Jared—. Los obin no empezarían una guerra sólo porque se lo pidieras.

—¿De veras? —dijo Boutin. Una sonrisa burlona asomó en su rostro—. ¿Y lo sabes por tu vasta experiencia personal con los obin? ¿Por tus años de estudio sobre el tema? ¿Escribiste tu tesis doctoral sobre ellos?

—Ninguna especie iría a la guerra sólo porque se lo pidieran —dijo Jared—. Los obin no hacen nada por nadie.

—Y tampoco lo están haciendo ahora. La guerra es un medio para un fin…, ellos quieren lo que yo puedo ofrecerles.

—¿Y qué es? —preguntó Jared.

—Puedo darles almas.

—No comprendo.

—Es porque no conoces a los obin —dijo Boutin—. Los obin son una raza creada…, los consu los crearon sólo para ver qué sucedía. Pero a pesar de los rumores que dicen lo contrario, los consu no son perfectos. Cometen errores. Y cometieron un error enorme cuando crearon a los obin. Les dieron inteligencia, pero lo que no pudieron hacer, lo que no tuvieron capacidad para hacer, fue darles
conciencia.

—Los obin son conscientes —dijo Jared—. Tienen una sociedad. Se comunican. Recuerdan. Piensan.

—¿Y qué? Las termitas tienen sociedades. Todas las especies se comunican. No hay que ser inteligente para recordar…, tú tienes un ordenador en la cabeza que recuerda todo lo que has hecho, y fundamentalmente no es más inteligente que una piedra. Y en cuanto a pensar, ¿qué tipo de pensamiento requiere que te observes a ti mismo haciéndolo? Ninguno. Puedes crear a una raza estelar entera que no tenga más capacidad de introspección que un protozoo, y los obin son la prueba viviente de ello. Los obin son conscientes de que existen a nivel colectivo. Pero ninguno de ellos,
individualmente,
tiene nada que se pueda reconocer como personalidad. Ningún ego. Ningún «yo».

—Eso no tiene ningún sentido.

—¿Por qué no? ¿Cuáles son las trampas de la autoconciencia? ¿Las tienen los obin? Los obin no cultivan ningún arte, Dirac. No tienen ni música, ni literatura, ni artes visuales. Comprenden el concepto de arte intelectualmente pero no tienen manera de apreciarlo. Sólo se comunican para referirse hechos: adonde van, o qué hay más allá de esa colina o a cuánta gente hay que matar. No saben mentir. No tienen ningún inhibidor moral contra eso…, en realidad no tienen ningún inhibidor moral contra nada, pero no pueden formular una mentira igual que tú y yo no podemos hacer levitar un objeto con nuestro poder mental. Nuestros cerebros no están construidos de esa forma; sus cerebros no están construidos de esa forma. Todo el mundo miente. Todo el mundo que es consciente, que tiene una auto-imagen que mantener. Pero ellos no. Son perfectos.

—Ignorar tu propia existencia no es lo que yo llamaría «perfecto» —dijo Jared.

—Son perfectos —insistió Boutin—. No mienten. Cooperan perfectamente unos con otros, dentro de la estructura de su sociedad. Los desafíos o desacuerdos se tratan de una manera prescrita. No apuñalan por la espalda. Son perfectamente morales porque su moral es absoluta, grabada a fuego. No tienen ninguna vanidad ni ninguna ambición. Ni siquiera tienen vanidad sexual. Todos son hermafroditas, y se pasan su información genética tan casualmente como tú y yo nos estrecharíamos la mano. Y no sienten miedo.

—Todas las criaturas sienten miedo —dijo Jared—. Incluso las que no son conscientes.

—No. Todas las criaturas tienen instinto de supervivencia. Se parece al miedo pero no es lo mismo. El miedo no es el deseo de evitar la muerte o el dolor. El miedo está enraizado en la idea de que eso que uno reconoce como «sí mismo» puede dejar de existir. El miedo es existencial. Los obin no tienen nada de existenciales. Por eso no se rinden. Por eso no hacen prisioneros. Por eso la Unión Colonial los teme, ¿sabes? Porque no pueden hacer que sientan miedo. ¡Qué ventaja supone eso! Una ventaja tan grande que si alguna vez me encargan volver a crear soldados humanos, voy a sugerir despojarlos de su conciencia.

Jared se estremeció. Boutin lo advirtió.

—Vamos, Dirac —dijo—. No puedes decirme que la conciencia haya sido algo bueno para ti. Consciente de que has sido creado para un propósito distinto a tu propia existencia. Consciente de los recuerdos de la vida de otro. Consciente de que tu propósito no es más que matar a la gente y las cosas que te señala la Unión Colonial. Eres un arma con ego. Estarías mejor sin el ego.

—Y una mierda —dijo Jared.

Boutin sonrió.

—Bien, de acuerdo. Tampoco yo puedo decir que no desee tener conciencia. Y como se supone que eres yo, no puedo decir que me sorprenda que sientas lo mismo.

—Si los obin son perfectos no comprendo por qué te necesitan —dijo Jared.

—Porque ellos no se ven a sí mismos como perfectos, por supuesto —respondió Boutin—. Saben que carecen de conciencia, y aunque individualmente eso no les importa mucho, como especie importa muchísimo. Vieron mi trabajo sobre la conciencia, principalmente sobre transferencia de conciencia, pero también mis primeras notas sobre la grabación y el almacenamiento de conciencias. Desearon lo que pensaron que yo podía ofrecerles. Enormemente.

—¿Les has dado conciencia? —preguntó Jared.

—Todavía no. Pero me voy acercando. Lo suficiente para hacerles desearlo aún más.

—Deseo —dijo Jared—. Una emoción fuerte para una especie que carece de conciencia de sí misma.

—¿Sabes lo que significa
obin? —
preguntó Boutin—. Lo que significa la palabra en el lenguaje obin, cuando no se usa para referirse a los obin como especie.

—No.

—Significa
carencia —
dijo Boutin, y ladeó la cabeza, divertido—. ¿No es interesante? En la mayoría de las especies inteligentes, si te remontas lo suficiente en las raíces etimológicas de cómo se llaman a sí mismos, encontrarás alguna variación de
el pueblo.
Porque todas las especies comienzan en su propio mundo, hogar pequeñito, convencidas de que son el centro absoluto del universo. Los obin, no. Supieron desde el principio lo que eran, y la palabra que utilizaron para describirse a sí mismos demostró que sabían que les faltaba algo que tenían las otras especies inteligentes.
Carecían
de conciencia. Es prácticamente el único nombre verdaderamente descriptivo que tienen. Bueno, ése y
Obinur,
que significa
hogar de aquellos que carecen.
Todo lo demás es seco como el polvo.
Arist
significa
tercera luna.
Pero lo de
obin
es llamativo. Imagínate que todas las especies se llamaran a sí mismas según su mayor defecto. Podríamos llamar a nuestra especie
arrogancia.

—¿Por qué les importa su falta de conciencia? —preguntó Jared.

—¿Por qué saber que no podía comer del árbol de la ciencia del bien y del mal le importó a Eva? No debería haberle importado, pero así fue. Era fácil de tentar…, lo que significa, si crees en un Dios todopoderoso, que Dios intencionadamente puso la tentación en Eva. Lo cual parece un truco sucio, en mi opinión. No hay ningún motivo por el que los obin deseen la conciencia. No les servirá de nada. Pero la quieren de todas formas. Creo que es posible que los consu, en vez de meter la pata y crear una inteligencia sin ego, crearon intencionadamente a los obin de esa manera, y luego los programaron con el deseo de la única cosa que no podían tener.

—¿Pero por qué?

—¿Por qué hacen los consu las cosas? —dijo Boutin—. Cuando eres la especie más avanzada no tienes que dar explicaciones a los trogloditas, que seríamos nosotros. Comparados con nosotros, bien podrían ser dioses. Y los obin son los pobres e insensatos Adanes y Evas.

—Entonces eso te convierte en la serpiente —dijo Jared.

Boutin sonrió ante la referencia envenenada.

—Tal vez —dijo—. Y tal vez al darle a los obin lo que quieren, los expulsé de su paraíso sin ego. Podrán soportarlo. Mientras tanto, yo conseguiré lo que quiero de todo esto. Tendré mi guerra, y el fin de la Unión Colonial.

* * *

El «árbol» al que los tres miraban tenía unos diez metros de altura y aproximadamente uno de diámetro. El tronco estaba cubierto de protuberancias; con lluvia, podían conducir el agua al interior del árbol. Cada tres metros, unas protuberancias más grandes brotaban en una amalgama circular de enredaderas y delicadas ramas, disminuyendo de circunferencia a medida que aumentaban en altura. Sagan, Seaborg y Harvey observaron cómo el árbol se sacudía con la brisa.

—Hay muy poca brisa para que el árbol se bambolee tanto —dijo Sagan.

—Probablemente el viento sea más rápido ahí arriba —contestó Harvey.

—No creo. Como mucho tendrá diez metros de altura.

—Tal vez esté hueco —dijo Seaborg—. Como los árboles de Fénix. Cuando Dirac y yo estábamos haciendo nuestro ejercicio, tuvimos que tener cuidado con qué árboles pisábamos. Algunos de los más pequeños no habrían soportado nuestro peso.

Sagan asintió. Se acercó al árbol y apoyó su peso en una de las protuberancias más pequeñas. Aguantó bastante tiempo antes de romperse. Sagan observó de nuevo el árbol, pensando.

—¿Va a escalar, teniente? —preguntó Harvey.

Sagan no contestó. Se agarró a las protuberancias del árbol y se aupó, intentando distribuir su peso por igual lo máximo posible y no apoyarse demasiado en ninguna protuberancia. Cuando había recorrido unos dos tercios de la altura, el tronco se hizo más delgado, y notó que el árbol empezaba a doblarse. Su peso lo estaba combando. A tres cuartos del camino, el árbol se había doblado de manera significativa. Sagan prestó atención por si el árbol crujía o se quebraba, pero no oyó nada más que el rumor de las protuberancias rozando unas con otras. Aquellos árboles eran enormemente flexibles; Sagan sospechó que soportaban mucho viento, ya que el océano global de Arist generaba inmensos huracanes que barrían las islas-continente relativamente pequeñas del planeta.

—Harvey —dijo Sagan, moviéndose ligeramente de un lado a otro para mantener al árbol equilibrado—. Dime si parece que vaya a quebrarse.

—La base del tronco parece estar bien —contestó Harvey.

Sagan miró el arma más cercana.

—¿A qué distancia crees que está esa arma? —preguntó.

Harvey comprendió lo que pretendía.

—No lo bastante lejos para que haga lo que está pensando hacer, teniente.

Sagan no estaba tan segura.

—Harvey, ve a por Wigner.

—¿Qué?

—Trae aquí a Wigner —dijo Sagan—. Quiero intentar algo.

Harvey se quedó boquiabierto un momento, y luego corrió a transportar a Wigner. Sagan miró a Seaborg.

—¿Cómo lo llevas? —preguntó.

—Me duele la pierna —respondió Seaborg—. Y la cabeza. Sigo notando que me falta algo.

—Es la integración. Es difícil concentrarse sin ella.

—Me concentro bien —dijo Seaborg—. Pero es que me concentro en lo mucho que me falta.

—Lo superarás —dijo Sagan. Seaborg gruñó.

Unos cuantos minutos más tarde Harvey apareció con el cadáver de Wigner a la espalda.

—Déjeme adivinar —dijo Harvey—. Quiere que se lo entregue.

—Sí, por favor —contestó Sagan.

—Claro, demonios, ¿por qué no? No hay nada como escalar un árbol con un cadáver al hombro.

—Puedes hacerlo —dio Seaborg.

—Siempre que no me distraiga nadie —gruñó Harvey. Agarró bien a Wigner y empezó a escalar, añadiendo su peso y el del cadáver al árbol. El árbol crujió y se tambaleó considerablemente, obligando a Harvey a avanzar despacio para conservar el equilibrio y no soltar a Wigner. Para cuando llegó junto a Sagan, el tronco estaba doblado casi en un ángulo de noventa grados.

Other books

Lead Me On by Julie Ortolon
Sugar and Spite by G. A. McKevett
Mr. Eternity by Aaron Thier
Keeping the Feast by Paula Butturini
Evidence of Blood by Thomas H. Cook
Heart Racer by Marian Tee
Kinetics: In Search of Willow by Arbor Winter Barrow