Estos baremos altos e inescrutables eran el principal argumento contra la idea de que los consu hubieran creado a los obin, porque los obin, únicos entre todas las razas inteligentes, casi no tenían ninguna cultura. Los pocos estudios xenográficos que los humanos en otras razas habían hecho sobre los obin revelaron que, aparte de un lenguaje escaso y utilitario y cierta facilidad para la tecnología práctica, los obin no producían nada de valor creativo: ningún arte significativo para ninguno de sus sentidos perceptibles, ninguna literatura, ninguna religión o filosofía que los xenógrafos pudieran reconocer como tales. Los obin apenas tenían política, lo cual era inaudito. La sociedad obin carecía tanto de cultura que un investigador que contribuía al archivo que las FDC mantenían sobre los obin sugirió con toda seriedad que quedaba en el aire que los obin mantuvieran conversaciones casuales…, o que fueran capaces siquiera. Jared no era ningún experto en los consu, pero le parecía improbable que un pueblo tan preocupado por lo inefable y lo escatológico creara a un pueblo incapaz de preocuparse por sí mismo. Si los obin eran el resultado de sus diseños inteligentes, más bien servía para cuestionar el valor de la evolución.
La esfera de nanobots que rodeaba a Jared se desgajó y quedó atrás. Jared parpadeó furiosamente hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz, y entonces buscó a su escuadrón. Los tensorrayos lo encontraron y resaltaron a los otros, sus cuerpos casi invisibles gracias a sus unicapotes sensibles a los impulsos; incluso la cápsula de captura estaba camuflada. Jared flotó hacia la cápsula para comprobar su situación pero Sagan lo disuadió y lo comprobó ella misma. Jared y el resto del escuadrón se agruparon, pero manteniendo la distancia para no entorpecerse cuando desplegaran los paracaídas.
Lo hicieron a la menor altura posible; incluso camuflados, los paracaídas podían ser vistos por alguien que supiera qué buscar. El paracaídas de la cápsula de captura era inmenso y estaba diseñado para soportar la intensa frenada del aire; chasqueó con fuerza cuando el dosel formado por nanobots se formó, se llenó de aire y luego se rompió violentamente para volver a formarse un segundo más tarde. Finalmente la cápsula frenó lo bastante para que se formara el paracaídas.
Jared se volvió hacia la estación científica, a varios kilómetros al sur, y amplió el grado de su caperuza para ver si había algún movimiento que sugiriera que habían sido detectados. No vio nada e hizo que Wigner y Harvey confirmaran su observación. Momentos después todos estaban en tierra, gruñendo mientras empujaban la cápsula de captura hasta la linde del prado y hacia el bosque, y luego actuaron rápidamente para aumentar su camuflaje con hojas.
—Que todos recuerden dónde hemos aparcado —dijo Seaborg.
—Silencio —dijo Sagan, y pareció concentrarse en algo interno—. Era Roentgen —dijo—. Los otros se están preparando para desplegar los paracaídas.
Se echó su MP al hombro.
—Vamos, asegurémonos de que no haya ninguna sorpresa.
Jared notó una sensación peculiar, como si estuvieran hurgando en su cerebro.
—Oh, mierda —dijo.
Sagan se volvió a mirarlo.
—¿Qué?
—
Tenemos problemas —
dijo Jared, y a la mitad de sus palabras sintió que su integración con el escuadrón se cortaba violentamente. Jadeó y se llevó las manos a la cabeza, abrumado por la sensación de que le habían arrancado del cráneo uno de sus principales sentidos. A su alrededor Jared vio y oyó a los otros miembros del escuadrón desplomarse, gemir y vomitar por el dolor y la desorientación. Cayó de rodillas y trató de respirar. Tuvo una arcada.
Jared se puso en pie con grandes esfuerzos y se dirigió dando tumbos hacia Sagan, que estaba de rodillas, limpiándose el vómito de la boca. La agarró por el brazo y trató de incorporarla.
—Vamos —dijo—. Tenemos que levantarnos. Tenemos que escondernos.
—¿Qué…? —Sagan tosió y escupió, y luego miró a Jared—. ¿Qué está pasando?
—Estamos desconectados —explicó Jared—. Me sucedió antes, cuando estuve en Covell. Los obin nos están impidiendo usar nuestros CerebroAmigos.
—¿Cómo? —Sagan gritó la pregunta, con demasiada fuerza.
—No lo sé.
Sagan se levantó.
—Es Boutin —dijo, aturdida—. Les ha dicho cómo hacerlo. Tiene que haber sido él.
—Tal vez —dijo Jared. Sagan se tambaleó levemente; Jared la sujetó y la miró a la cara—. Tenemos que movernos, teniente. Si los obin nos están bloqueando, eso significa que saben que estamos aquí. Tenemos que hacer que nuestra gente se levante y se ponga en marcha.
—Vienen más de los nuestros —dijo Sagan—. Tengo que…
Se detuvo, y se enderezó, como si algo frío y horrible acabara de recorrerla.
—Oh, Dios mío —dijo—. Oh, Dios mío.
Miró al cielo.
—¿Qué pasa? —preguntó Jared, y alzó también la mirada, buscando las sutiles ondas de los paracaídas camuflados. Tardó un segundo en darse cuenta de que no veía ninguna. Tardó otro segundo más en comprender lo que eso significaba.
—Oh, Dios mío —dijo Jared.
* * *
Lo primero que supuso Alex Roentgen fue que había perdido su conexión por tensorrayo con el resto del pelotón.
«Vaya, mierda», pensó, y cambió su posición, extendiendo sus miembros como un águila y girando unas cuantas veces para dejar que el receptor de tensorrayo buscara y localizara a los otros miembros del pelotón, y que su CerebroAmigo extrapolara sus posiciones basándose en donde se hallaban en la última transmisión. No tenía que encontrarlos a todos; con uno solo le valdría, entonces quedaría reconectado y reintegrado.
Nada.
Roentgen descartó sus preocupaciones. Había perdido la conexión antes: sólo una vez, pero una era suficiente para saber qué sucedía. Había vuelto a conectar cuando llegó a tierra aquella vez; lo haría también ésta. No podía perder más tiempo porque se acercaba a la altura donde tenía que desplegar el paracaídas: lo hacían lo más bajo posible para cubrir sus huellas, así que se trataba de un asunto de precisión. Roentgen comprobó su CerebroAmigo para determinar su altitud y fue entonces cuando advirtió por primera vez que no tenía ningún contacto con su CerebroAmigo.
Roentgen pasó diez segundos procesando el pensamiento; se negaba a procesarlo. Entonces lo intentó de nuevo y esta vez su cerebro no sólo se negó a procesarlo sino que se opuso, expulsándolo violentamente, reconociendo como verdad las consecuencias de aceptar el pensamiento. Intentó acceder a su CerebroAmigo una vez, y luego otra y otra y otra y otra más, combatiendo cada una de ellas la sensación de pánico que aumentaba exponencialmente. Llamó dentro de su cabeza. No respondió nadie. Nadie le había oído. Estaba solo.
Alex Roentgen perdió entonces la mayor parte de su mente, y durante el resto de su caída se retorció y pataleó y arañó el cielo, gritando con una voz que usaba tan rara vez que una parte pequeña y disociada de su cerebro se maravilló ante el sonido dentro de su cráneo. El paracaídas no se desplegó: como casi todos los objetos físicos y los procesos mentales que usaba Roentgen, se controlaba y se activaba con el CerebroAmigo, una pieza de equipo en la que se había confiado durante tanto tiempo que las Fuerzas de Defensa Coloniales simplemente habían dejado de considerarla equipo y la habían dado por segura, como el resto del cerebro y el cuerpo físico de los soldados. Roentgen pasó de largo la línea donde tendría que haber desplegado el paracaídas sin saber, sin sospechar, insensible a las implicaciones de atravesar aquella última barrera.
No fue el conocimiento de que iba a morir lo que lo volvió loco. Fue estar solo, separado, no integrado por primera y última vez en los seis años que había vivido. En ese tiempo había sentido las vidas de sus compañeros de pelotón en cada íntimo detalle: cómo combatían, cómo follaban, cada momento que vivieron, y el momento en que murieron. Sentía cierto consuelo al pensar que al llegar su último momento los otros estarían allí para acompañarlo. Pero no lo estaban, igual que él no estaba para ellos. El terror de su separación era igualado por la vergüenza de no poder consolar a sus amigos, que caían hacia la misma muerte que él.
Alex Roentgen volvió a retorcerse, miró al suelo que lo mataría, y profirió el grito de los abandonados.
* * *
Jared observó aterrado cómo el punto gris que giraba sobre él parecía ganar velocidad en los últimos segundos y, revelado como un humano que gritaba, se estampaba contra el prado con un sonido repulsivo y húmedo, seguido de un horrible rebote. El impacto sacó a Jared de su inamovilidad. Empujó a Sagan, gritándole que corriera, y corrió hacia los demás, aupándolos y empujándolos hacia la línea de árboles, tratando de quitarlos del camino de los cuerpos que caían.
Seaborg y Harvey se habían recuperado pero miraban al cielo, viendo morir a sus amigos. Jared empujó a Harvey y abofeteó a Seaborg, gritándoles a ambos que se movieran. Wigner se negó a moverse y se quedó allí, aparentemente catatónico; Jared lo recogió y lo entregó a Seaborg y le dijo que se moviera. Trató de sujetar a Manley; ella lo rechazó y empezó a arrastrarse hacia el prado, chillando. Se levantó y corrió mientras los cuerpos se destrozaban al impactar a su alrededor. Sesenta metros más allá se detuvo, se dio rápidamente la vuelta y se perdió gritando el resto de su cordura. Jared se volvió y no llegó a ver la pierna del cuerpo que cayó junto a ella golpearle el cuello y el hombro, aplastando arterias y huesos y clavándole en los pulmones y el corazón las costillas rotas. El grito de Manley se apagó con un estertor.
Desde el primer impacto, sólo hicieron falta dos minutos para que el resto del Segundo Pelotón cayera al suelo. Jared y el resto de su escuadrón vieron cómo caían desde la línea de los árboles.
Cuando se terminó, Jared se volvió hacia los cuatro miembros restantes del escuadrón e hizo una valoración. Todos ellos parecían en diversos estados de
shock,
siendo Sagan quien más respondía y Wigner quien menos, aunque finalmente pareció consciente de lo que le rodeaba. Jared se sentía asqueado, pero por lo demás podía actuar: había pasado suficiente tiempo sin la integración para poder funcionar sin ella. Por el momento, al menos, estaba al mando.
Se volvió hacia Sagan.
—Tenemos que movernos —dijo—. Hacia los árboles. Lejos de aquí.
—La misión… —empezó a decir Sagan.
—Ya no hay ninguna misión. Saben que estamos aquí. Vamos a morir si nos quedamos.
Las palabras parecieron ayudar a despejar la mente de Sagan.
—Alguien tiene que volver —dijo—. Que alguien suba a la cápsula de captura. Que las FDC lo sepan —miró directamente a Jared—. Tú no.
—Yo no —reconoció Jared. Sabía que ella lo decía porque recelaba de él, pero no tenía tiempo para preocuparse por eso ahora. No podía volver porque era el único que funcionaba al completo—. Vuelva usted —le sugirió a Sagan.
—No —respondió ella decidida, tajante.
—Seaborg, entonces —dijo Jared. Después de Sagan, Seaborg era quien respondía mejor: podría comunicar a las FDC lo que había ocurrido, y decirles que se prepararan para lo peor.
—Seaborg —accedió Sagan.
—Muy bien —Jared se volvió hacia Seaborg—. Vamos, Steve. Tenemos que meterte en ese cacharro.
Seaborg se tambaleó y empezó a quitar hojas de la cápsula para llegar a la puerta. Se dispuso a abrirla y entonces se detuvo.
—¿Qué pasa? —preguntó Jared.
—¿Cómo abro? —dijo Seaborg, la voz temblorosa por la falta de uso.
—Usa tu…, joder —dijo Jared. La cápsula se abría a través del CerebroAmigo.
—Bueno, pues de puta madre —dijo Seaborg, y se desplomó furioso junto a la cápsula.
Jared se acercó a él, y entonces se detuvo y ladeó la cabeza.
En la distancia, algo se acercaba, y fuera lo que fuese, no le preocupaba sorprenderlos.
—¿Qué sucede? —preguntó Sagan.
—Viene alguien —dijo Jared—. Más de uno. Los obin. Nos han encontrado.
Consiguieron eludir a los obin durante media hora antes de ser acorralados.
El escuadrón habría hecho mejor separándose y atrayendo a los obin hacia varias direcciones, para abrir la posibilidad de que uno o más pudieran escapar a expensas del sacrificio de los demás. Pero permanecieron juntos, compensando la falta de integración con permanecer a la vista de los otros. Jared los dirigió al principio, seguido por Sagan, que arrastraba a Wigner. En algún punto del camino, Jared y Sagan intercambiaron papeles y Sagan los condujo hacia el norte, lejos de los obin que los perseguían.
Un gemido distante se hizo más fuerte; Jared miró a través de las copas de los árboles y vio un aparato aéreo obin que los seguía y luego se desviaba hacia el norte. Ante él, Sagan se dirigió a la derecha y se encaminó hacia el este: también había oído el aparato. Unos cuantos minutos más tarde un segundo aparato apareció y siguió de nuevo al escuadrón, deteniéndose a unos diez metros sobre la copa de los árboles. Hubo un inmenso estrépito y las ramas cayeron y explotaron alrededor de los soldados: los obin habían abierto fuego. Sagan se detuvo cuando balas de enorme tamaño levantaron el polvo a su alrededor. Se acabó el ir hacia el este; el escuadrón se volvió hacia el norte. El aparato aéreo viró y los siguió, rodándolos de balas cuando se detenían o cuando se desviaban demasiado hacia el este o el oeste. No los estaba persiguiendo: los conducía eficazmente hacia un destino desconocido.
Ese destino apareció diez minutos más tarde, cuando el escuadrón emergió en otro prado más pequeño donde los obin que ocupaban el primer aparato los estaban esperando. Tras ellos, el segundo aparato se disponía a aterrizar. El grupo inicial de obin, que nunca habían dejado muy atrás, se hizo ahora visible a través de los árboles.
Wigner, aún no recuperado por completo del trauma mental de estar desconectado, se apartó de Jared y alzó su MP, aparentemente decidido a no morir sin luchar. Apuntó al grupo de obin que los esperaba en el prado y apretó el gatillo. No sucedió nada. Para impedir que los MP fueran utilizados contra los soldados de las FDC por sus enemigos, el MP requería una verificación por parte del CerebroAmigo para disparar. No recibió ninguna. Wigner rugió lleno de frustración, y luego todo por encima de sus cejas desapareció cuando un único disparo le voló la cabeza. Se desplomó. En la distancia, Jared pudo ver a un soldado obin bajando su arma.