Las Brigadas Fantasma (36 page)

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Authors: John Scalzi

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Las Brigadas Fantasma
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El
hovercraft
ya había dado por completo la vuelta y se precipitaba hacia Sagan. Ella pudo ver el cañón de su arma girando para disparar. Se agachó y, con el cuchillo todavía en la mano, agarró al obin caído y con un gruñido lo interpuso en el camino del
hovercraft
y su arma. El obin bailó mientras las flechas lo asaeteaban. Sagan, cubierta por el obin, se acercó tanto como se atrevió al
hovercraft
y descargó el cuchillo sobre el obin cuando pasaba. Sintió una fuerte sacudida en el brazo y cayó dando vueltas al suelo cuando el cuchillo entró en contacto con el cuerpo del obin. Se quedó en el suelo, aturdida y dolorida, durante varios minutos.

Cuando finalmente se levantó vio el
hovercraft
flotando a unos cuantos metros de distancia. El obin estaba todavía montado en él, la cabeza colgando del cuello por un hilo de piel. Sagan lo empujó para desmontarlo y lo despojó de sus armas y suministros. Luego limpió la sangre del obin del
hovercraft
lo mejor que pudo y dedicó unos minutos a intentar comprender cómo funcionaba la máquina. Entonces la hizo girar y voló hacia la cerca. El
hovercraft
rebasó fácilmente las armas allí emplazadas; Sagan se mantuvo fuera de su alcance, y se posó delante de Harvey y Seaborg.

—Tiene un aspecto horrible —dijo Harvey.

—Me encuentro fatal —dijo Sagan—. Ahora, ¿queréis salir de aquí o preferís seguir charlando de tonterías?

—Eso depende —dijo Harvey—. ¿Adonde vamos?

—Teníamos una misión —recordó Sagan—. Creo que deberíamos terminarla.

—Claro —dijo Harvey—. Nosotros tres sin armas contra al menos varias docenas de soldados obin, dispuestos a atacar una estación científica.

Sagan cogió el arma obin y se la tendió a Harvey.

—Ahora tienes un arma —dijo—. Lo único que tienes que hacer es aprender a usarla.

—Cojonudo —dijo Harvey, aceptando el arma.

—¿Cuánto tiempo cree que tenemos hasta que los obin se den cuenta de que les falta un
hovercraft? —
preguntó Seaborg.

—Ninguno —dijo Sagan—. Vamos. Es hora de ponernos en marcha.

* * *

—Parece que tu grabación ha terminado —le dijo Boutin a Jared, y se volvió hacia su pantalla. Jared lo supo antes de que Boutin lo dijera porque la sensación de pellizco había desaparecido hacía unos instantes.

—¿Qué quieres decir con eso de que soy yo quien va a permitirte enfrentarte a la Unión Colonial? —dijo Jared—. No voy a ayudarte.

—¿Por qué no? ¿No te interesa salvar a la raza humana de una muerte lenta por asfixia?

—Digamos que tu presentación no me ha convencido del todo.

Boutin se encogió de hombros.

—Qué se le va a hacer —dijo—. Naturalmente, como eres yo, o una especie de facsímil, esperaba que acabaras pensando como yo. Pero en el fondo no importa cuántos recuerdos o tics personales míos tengas, sigues siendo otra persona, ¿no? O lo eres por ahora, al menos.

—¿Qué significa eso?

—Ahora llegaremos. Pero déjame que te cuente primero una historia. Aclarará algunas cosas. Hace muchos años, los obin y una raza llamada los ala se enzarzaron en una pelea por algunos territorios. En la superficie, los ala y los obin estaban igualados militarmente, pero el ejército alaíta estaba compuesto por clones. Eso significaba que todos eran vulnerables a la misma arma genética, un virus que los obin diseñaron y que permanecía dormido durante un tiempo (el suficiente para ser transmitido) antes de disolver la carne del pobre ala donde viviera. El ejército alaíta fue eliminado, y luego lo fueron los ala.

—Una historia encantadora —dijo Jared.

—Espera, todavía tiene que mejorar. No mucho tiempo después, se me ocurrió hacer lo mismo con las Fuerzas de Defensa Coloniales. Pero hacerlo es más complicado de lo que parece. Para empezar, los cuerpos militares de las FDC son casi completamente inmunes a la enfermedad: la SangreSabia simplemente no tolera los patógenos. Y naturalmente, ni las FDC ni las Fuerzas Especiales son cuerpos clonados, así que aunque pudiéramos infectarlos, no todos reaccionarían de la misma manera. Pero entonces me di cuenta de que había una cosa en cada cuerpo de las FDC que era exactamente igual. Algo que yo conocía íntimamente.

—El CerebroAmigo —dijo Jared.

—El CerebroAmigo —reconoció Boutin—. Y para eso yo podía crear un virus retardado propio…, un virus que se introdujera dentro del CerebroAmigo y que se duplicara cada vez que un miembro de las FDC se comunicara con otro, pero que permaneciera dormido hasta el día y la hora de mi elección. Entonces haría que todos los sistemas corporales regulados por el CerebroAmigo se volvieran locos. Todo el mundo que tuviera un CerebroAmigo moriría al instante, y todos los mundos humanos quedarían abiertos para la conquista. Rápido, fácil, indoloro.

»Pero había un problema. No tenía forma de introducir el virus. Mi puerta trasera era sólo para temas de diagnóstico. Podía leer y desconectar algunos sistemas, pero no estaba diseñada para cargar códigos. Para hacerlo, necesitaría que alguien lo aceptara de mí y actuara como portador. Así que los obin fueron en busca de voluntarios.

—Las naves de las Fuerzas Especiales —dijo Jared.

—Supusimos que las Fuerzas Especiales serían más vulnerables a la desconexión de sus CerebroAmigos. Nunca habéis estado sin ellos, mientras que los soldados regulares de las FDC podrían ser capaces de funcionar todavía. Y resultó que era correcto. Os recuperáis al cabo del tiempo, pero el
shock
inicial nos dio un montón de tiempo para trabajar. Trajimos a algunos aquí y tratamos de convencerlos para que fueran portadores. Primero se lo pedimos, y luego insistimos. Ninguno cedió. Eso es disciplina.

—¿Dónde están ahora?

—Están muertos. Los obin tienen una forma muy exigente de insistir. Es algo que yo tendría que enmendar, por cierto. Algunos sobrevivieron y los he estado utilizando para estudiar la conciencia. Están vivos, todo lo vivos que pueden estar unos cerebros en un frasco.

Jared se sintió asqueado.

—Vete al carajo, Boutin —dijo.

—Tendrían que haberse ofrecido voluntarios —dijo Boutin.

—Me alegro de que te decepcionaran. Yo haré lo mismo.

—No lo creo. Lo que te hace diferente, Dirac, es que ninguno de ellos tenía ya en sus cabezas mi cerebro y mi conciencia. Y tú sí.

—Incluso con ambas cosas, no soy tú —dijo Jared—. Tú mismo lo has dicho.

—Dije que por ahora eras otra persona. Supongo que no sabes qué te sucedería si transfiriera la conciencia que hay aquí dentro —Boutin se tocó la sien—, y la pusiera en tu cabeza, ¿verdad?

Jared recordó su conversación con Cainen y Harry Wilson, cuando sugirieron superponer la conciencia grabada de Boutin sobre la suya propia, y sintió frío.

—Borrará la conciencia que ya hay ahí —dijo.

—Sí.

—Me matarás.

—Bueno, sí —dijo Boutin—. Pero acabo de hacer una grabación de tu conciencia, porque necesito afinar mi propia transferencia. Está todo hasta hace unos cinco minutos. Así que sólo estarás muerto en parte.

—Hijo de puta —dijo Jared.

—Y cuando haya cargado mi conciencia en tu cuerpo, serviré como portador del virus. No me afectará, naturalmente. Pero todos los demás lo recibirán con plena fuerza. Luego haré fusilar a tus compañeros de pelotón, y después Zoe y yo volveremos al espacio de la Unión Colonial en esa cápsula de captura que habéis tenido el detalle de proporcionarnos. Les diré que Charles Boutin está muerto, y los obin se mantendrán al margen hasta que el virus actúe. Luego intervendrán y obligarán a la Unión Colonial a rendirse. Y así de fácil, tú y yo habremos salvado a la humanidad.

—No me metas en esto —dijo Jared—. No tengo nada que ver.

—¿No? —dijo Boutin, divertido—. Escucha, Dirac. La Unión Colonial no me verá como el instrumento de su caída. Ya estaré muerto. Van a verte a ti, y solo a ti. Oh, serás parte de esto, amigo mío. No tienes ninguna opción.

14

—Cuanto más pienso en este plan, menos me gusta —le dijo Harvey a Sagan. Los dos, junto con Seaborg, estaban agazapados entre los árboles en la linde de la estación científica.

—Trata de no pensar tanto —replicó Sagan.

—Eso debería resultarte fácil, Harvey —dijo Seaborg. Estaba intentando levantar los ánimos y no le salía demasiado bien.

Sagan miró la pierna de Seaborg.

—¿Podrás hacerlo? —preguntó—. Cojeas más.

—Estaré bien —dijo Seaborg—. No voy a quedarme aquí quieto como un palo mientras vosotros acabáis la misión.

—No estoy diciendo eso —dijo Sagan—. Estoy diciendo que Harvey y tú podéis cambiar de papel.

—Estoy bien —insistió Seaborg—. Y de todas formas, Harvey me mataría si ocupo su puesto.

—Tienes toda la razón —dijo Harvey—. Soy bueno en este tipo de mierda.

—Me duele la pierna, pero puedo caminar y correr —dijo Seaborg—. Estaré bien. Pero no nos quedemos aquí charlando. La pierna se me entumecerá.

Sagan asintió y volvió la mirada hacia la estación científica, que era un conjunto de edificios bastante modesto. En el extremo norte del complejo estaban los barracones obin, que eran sorprendentemente exiguos; los obin no querían o no necesitaban nada que se pareciera a la intimidad. Como los humanos, los obin se reunían a la hora de comer; muchos de ellos estarían en el comedor situado junto a los barracones. El trabajo de Harvey era crear una distracción allí y atraer la atención de los obin, haciendo que los que se encontraran en otras partes de la estación se dirigieran a él.

En el extremo sur del complejo estaba el generador-regulador de energía, albergado en un gran edificio que parecía un cobertizo. Los obin usaban lo que esencialmente eran baterías enormes, que eran constantemente recargadas por molinos de viento situados lejos de la estación. El trabajo de Seaborg era cortar de algún modo la energía. Tendría que trabajar con lo que encontrara allí y ver qué sucedía.

Entre los dos extremos se hallaba la estación científica propiamente dicha. Cuando la energía se cortara, Sagan entraría, buscaría a Boutin y lo sacaría de allí, dejándolo inconsciente si era necesario para llevarlo hasta la cápsula de captura. Si se encontraba con Dirac, tendría que evaluar rápidamente si era útil o si se había vuelto un traidor como su progenitor. En el segundo caso, tendría que matarlo, limpia y rápidamente.

Sagan sospechaba que iba a tener que matar a Dirac de todas formas; no creía poder disponer de tiempo suficiente para decidir si era digno de confianza o no, y no contaba con su CerebroAmigo ampliado para leer sus pensamientos. Sagan se permitió gastarse una broma sin gracia ante el hecho de que su habilidad para leer las mentes, tan secreta y clasificada, le resultaba también completamente inútil cuando realmente la necesitaba. Sagan no quería tener que matar a Dirac, pero no veía muchas más opciones en el asunto. «Tal vez ya esté muerto —pensó—. Eso me ahorraría el problema.»

Sagan descartó la idea. No le gustaba lo que le decía esa línea particular de pensamiento. Se preocuparía de Dirac cuando apareciera, si lo hacía. Mientras tanto, los tres tenían otras cosas que hacer. En el fondo, lo que realmente importaba era llevar a Boutin a la cápsula de captura.

«Tenemos una ventaja —pensó Sagan—. Ninguno de nosotros espera sobrevivir. Eso nos da opciones.»

—¿Estamos preparados? —preguntó Sagan.

—Estamos preparados —contestó Seaborg.

—Joder, sí —dijo Harvey.

—Entonces, hagámoslo —dijo Sagan—. Harvey, adelante.

* * *

Jared despertó tras una breve siesta y encontró a Zoe mirándole. Sonrió.

—Hola, Zoe —dijo.

—Hola —respondió Zoe, y frunció el ceño—. He olvidado tu nombre.

—Soy Jared.

—Ah, sí. Hola, señor Jared.

—Hola, cariño —dijo Jared, y una vez más le resultó difícil controlar la emoción de su voz. Miró el animal de peluche que Zoe llevaba—. ¿Es Celeste la elefanta? —preguntó.

Zoe asintió, y la alzó para que él la viera.

—Aja —dijo—. Antes tenía un Babar, pero lo perdí. ¿Conoces a Babar?

—Claro. Recuerdo haber visto a tu Babar también.

—Lo echo de menos —dijo Zoe con voz triste, pero entonces se animó—. Pero entonces papá me trajo a Celeste, cuando volvió.

—¿Cuánto tiempo estuvo fuera? —preguntó Jared.

Zoe se encogió de hombros.

—Mucho tiempo. Dijo que había cosas que tenía que hacer primero. Pero dijo que enviaría a los obin a protegerme y cuidarme.

—¿Y lo hicieron?

—Supongo que sí. —La niña se encogió de hombros y dijo con voz débil:—No me gustan los obin. Son aburridos.

—Ya lo creo. Siento que tu padre y tú estuvierais separados tanto tiempo, Zoe. Sé que te quiere mucho.

—Lo sé —dijo Zoe—. Yo también lo quiero. Quiero a papá y a mamá y a los abuelos, que nunca conocí, y a mis amigos de Covell también. Los echo de menos. ¿Crees que ellos me echarán de menos?

—Estoy seguro de que sí —respondió Jared, y evitó pensar en lo que le había sucedido a sus amigos. Miró a Zoe y vio que hacía un puchero—. ¿Qué pasa, cariño? —preguntó.

—Papá dice que tengo que volver a Fénix contigo. Dice que vas a quedarte conmigo para que él pueda terminar el trabajo aquí.

—Tu padre y yo hablamos de eso —dijo Jared, con delicadeza—. ¿No quieres volver?

—Quiero volver pero con papá —dijo ella, quejumbrosa—. No quiero que se quede.

—No estará aquí mucho tiempo. Lo que pasa es que la nave que nos trajo para llevarte a casa es muy pequeñita, y sólo hay espacio para ti y para mí.

—Podrías quedarte tú.

Jared se echó a reír.

—Ojalá pudiera, cariño. Pero nos divertiremos mientras esperamos a tu papá, te lo prometo. ¿Hay algo que quieras hacer cuando lleguemos a la Estación Fénix?

—Quiero comprar caramelos —dijo Zoe—. Aquí no hay. Papá dice que los obin no tienen muchos. Trató de hacerlos una vez.

—¿Y qué tal?

—Estaban malísimos —dijo Zoe—. Quiero piruletas y galletitas y chupachups y gominolas. Me gustan las negras.

—De eso me acuerdo —dijo Jared—. La primera vez que te vi, estabas comiendo gominolas negras.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Zoe.

—Hace mucho tiempo, nena. Pero me acuerdo como si fuera ayer. Y cuando regresemos, podrás comer todos los caramelos que quieras.

—Pero no demasiados —dijo Zoe—. Porque si no me duele el estómago.

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