—Esto —dijo Cloud, e hizo un gesto a su alrededor—. La vida. El universo. Todo.
—Es solitario —dijo Jared.
—Ja. No has tardado mucho en darte cuenta.
—¿Por qué crees que los soldados de las Fuerzas Especiales no tienen sentido del humor? —preguntó Jared.
—Bueno, no quiero sugerir que sea
imposible.
Pero es que nunca lo he visto. Fíjate en tu amiga allá, en la Estación Fénix. La bella miss Curie. Llevo un año intentando hacerla reír. La veo siempre que tengo que transportar a un puñado de vosotros al Campamento Carson. Hasta ahora, no ha habido suerte. Y tal vez sea sólo ella, pero de vez en cuando trato de hacer reír a los soldados de las Fuerzas Especiales que transporto a la superficie o traigo de vuelta. Hasta ahora, nada.
—Quizá sea verdad que no eres gracioso —volvió a sugerir Jared.
—Otra vez sigues con los chistes —dijo Cloud—. No, pensé que podría ser eso. Pero no tengo ningún problema para hacer reír a los soldados corrientes, o al menos a algunos de ellos. Los soldados corrientes no tienen mucho contacto con vosotros los de las Fuerzas Especiales, pero los que sí lo tenemos estamos todos de acuerdo en que no tenéis sentido del humor. Lo único que se nos ocurre se debe a que nacéis ya crecidos, y desarrollar el sentido del humor requiere tiempo y práctica.
—Cuéntame un chiste —dijo Jared.
—¿Hablas en serio?
—Sí. Por favor. Me gustaría escuchar un chiste.
—Ahora tengo que pensar en un chiste —dijo Cloud, y pensó un momento—. Muy bien, me acabo de acordar de uno. Supongo que no tendrás ni idea de quién es Sherlock Holmes.
—Ahora sí —dijo Jared, después de un par de segundos.
—Eso que acabas de hacer da mucho miedo —dijo Cloud—. Muy bien. Ahí va el chiste. Sherlock Holmes y su compañero Watson deciden ir de acampada una noche, ¿vale? Así que encienden una hoguera, abren una botella de vino, asan unos cuantos malvaviscos. Lo habitual. Luego se van a dormir. Durante la noche, Holmes se despierta y despierta a Watson. «Watson —dice—, mire al cielo y dígame qué es lo que ve.» Y Watson dice: «Puedo ver las estrellas.» «¿Y qué le dice eso?», pregunta Holmes. Y Watson empieza a enumerar cosas, como que hay millones de estrellas, y que un cielo despejado significa buen tiempo para el día siguiente, y que la majestuosidad del cosmos es la prueba de un Dios poderoso. Cuando termina, se vuelve hacia Holmes y le dice: «¿Qué le dice a usted el cielo nocturno, Holmes?» Y Holmes responde: «¡Que un hijo de puta nos ha robado la tienda!»
Cloud miró a Jared, expectante, y frunció el ceño al ver que Jared lo miraba sin expresión.
—No lo pillas —dijo Cloud.
—Sí, lo pillo. Pero no tiene gracia. Alguien les robó la rienda.
Cloud miró a Jared un instante, y luego se echó a reír.
—Puede que el chiste no sea gracioso, pero tú desde luego sí que lo eres.
—Intento no serlo —respondió Jared.
—Bueno, eso es parte de tu encanto —dijo Cloud—. Muy bien, estamos entrando en la atmósfera. Dejemos los chistecitos a un lado mientras yo me concentro en que lleguemos allí abajo de una sola pieza.
* * *
Cloud dejó a Jared en la pista del espaciopuerto del Campamento Carson.
—Saben que estás aquí —le dijo—. Alguien viene de camino para recogerte. Quédate aquí hasta que lleguen.
—Lo haré —respondió Jared—. Gracias por el viaje y los chistes.
—No hay de qué por ambas cosas —contestó Cloud—, aunque sospecho que una de ellas probablemente te haya sido más útil que la otra.
Cloud extendió la mano. El CerebroAmigo de Jared desplegó el protocolo y Jared extendió la mano hacia la de Cloud. Las estrecharon.
—Y ahora sabes estrechar la mano —dijo Cloud—. Es toda una habilidad. Buena suerte, Dirac. Si te llevo de vuelta después de tu entrenamiento, tal vez intercambiemos algunos chistes.
—Me gustaría.
—Entonces será mejor que aprendas unos cuantos hasta entonces. No esperes que yo haga todo el trabajo pesado. Mira, alguien se dirige hacia aquí. Creo que viene a por ti. Adiós, Jared. Ahora, apártate de los impulsores.
Cloud desapareció de regreso a la lanzadera para preparar su partida. Jared se apartó.
—Jared Dirac —dijo la persona que se acercaba rápidamente.
—Sí —respondió Jared.
—Soy Gabriel Brahe —dijo el otro hombre—. Soy el instructor asignado a tu pelotón de entrenamiento. Ven conmigo. Es hora de conocer a los otros con quienes te entrenarás.
Nada más alcanzar a Jared, Brahe se dio media vuelta y empezó a caminar hacia el campamento. Jared se apresuró para seguirlo.
—Estabas hablando con ese piloto —dijo Brahe mientras caminaban—. ¿De qué discutíais?
—Me estaba contando chistes —respondió Jared—. Dijo que la mayoría de los soldados piensan que las Fuerzas Especiales no tienen sentido del humor.
—La mayoría de los soldados no saben nada de las Fuerzas Especiales. Escucha, Dirac, no vuelvas a hacer eso. Tan sólo añades combustible a sus prejuicios. Cuando los soldados realnacidos dicen que las Fuerzas Especiales no tienen sentido del humor, es su manera de insultarnos. Sugieren que somos menos humanos que ellos. Si no tenemos sentido del humor somos como cualquier otro autómata subhumano creado por la humanidad para divertirse. Sólo otro robot sin emociones para que ellos se sientan superiores. No les des ninguna oportunidad de hacer eso.
Después de que su CerebroAmigo desplegara la diatriba de Brahe, Jared pensó en su conversación con Cloud: no le parecía que Cloud estuviera sugiriendo que era superior a él. Pero Jared también tuvo que admitir que sólo tenía un par de horas de edad. Había muchas cosas que podían pasársele por alto. De todas maneras, Jared sintió una disonancia entre lo que Brahe estaba diciendo y su propia experiencia, por pequeña que pudiera ser, y aventuró una pregunta.
—¿Tienen sentido del humor las Fuerzas Especiales? —preguntó.
—Pues claro que lo tenemos, Dirac —respondió Brahe, mirando brevemente hacia atrás—. Todos los humanos tienen sentido del humor. Lo que nosotros no tenemos es
su
sentido del humor. Cuéntame uno de los chistes de tu piloto.
—Muy bien —dijo Jared, y repitió el chiste de Sherlock Holmes.
—¿Ves? Es una estupidez —comentó Brahe—. Como si Watson no supiera que la tienda había desaparecido. Ése es el problema del humor de los realnacidos. Se basa en la idea de que alguien es idiota. No hay por qué avergonzarse por no tener ese sentido del humor.
Brahe irradiaba una sensación de irritación; Jared decidió no continuar con el tema de conversación. En cambio, preguntó:
—¿Son todos aquí de las Fuerzas Especiales?
—Lo son —respondió Brahe—. El Campamento Carson es uno de los dos únicos lugares de entrenamiento para las Fuerzas Especiales, y la única base de su tipo en Fénix. ¿Ves cómo el campamento está rodeado por el bosque?
Brahe indicó con la cabeza la linde del campamento, donde los árboles derivados de la Tierra y la megaflora nativa de Fénix competían por la supremacía.
—Estamos a más de seiscientos kilómetros de la civilización en cualquier dirección.
—¿Por qué? —preguntó Jared, recordando el anterior comentario de Brahe sobre los realnacidos—. ¿Intentan mantenernos apartados de todos los demás?
—Intentan mantener a todos los demás apartados de
nosotros —
dijo Brahe—. Entrenar a las Fuerzas Especiales no es como entrenar a realnacidos. No necesitamos la distracción de los soldados corrientes de las FDC ni de los civiles, y podrían malinterpretar lo que vean aquí. Es mejor que nos dejen en paz para que hagamos lo que hacemos, y realizar nuestra instrucción en paz.
—Tengo entendido que voy retrasado en mi entrenamiento —dijo Jared.
—En tu entrenamiento, no. En tu integración. Empezamos la instrucción mañana. Pero tu integración es igual de importante. No puedes entrenarte si no estás integrado.
—¿Cómo me integro?
—Primero, conocerás a tus compañeros de entrenamiento —dijo Brahe, y se detuvo en la puerta de un pequeño barracón—. Ya hemos llegado. Les he dicho que venías; te están esperando.
Brahe abrió la puerta para dejar pasar a Jared.
El barracón estaba exiguamente amueblado y era igual a todos los barracones desde hacía unos cuantos siglos. Dos filas de ocho camas a cada lado. En ellas y entre ellas había quince hombres y mujeres sentados y de pie, los ojos concentrados en Jared, que se sintió abrumado por la súbita atención; su CerebroAmigo desplegó el concepto de «tímido». Sintió la urgencia de decir «hola» a sus compañeros de entrenamiento, y fue consciente de pronto de que no estaba seguro de cómo hablar a más de una persona a través de su CerebroAmigo; casi simultáneamente se dio cuenta de que podía simplemente abrir la boca y hablar. Las complicaciones de la comunicación lo confundían.
—Hola —dijo por fin. Algunos de sus futuros compañeros de instrucción sonrieron ante esta primitiva forma de comunicación. Ninguno de ellos devolvió el saludo.
—Creo que no ha sido un buen comienzo —envió Jared a Brahe.
—Están esperando a que hayas sido integrado para presentarse —dijo Brahe.
—¿Cuándo haré eso?
—Ahora —respondió Brahe, e integró a Jared con sus compañeros de entrenamiento.
Jared experimentó una leve sorpresa durante una décima de segundo, mientras su CerebroAmigo le informaba que, como su oficial superior, Brahe tenía acceso limitado a su CerebroAmigo, y entonces ese dato se superpuso al hecho de que de pronto hubo otras quince personas en la cabeza de Jared, y él estuvo en las cabezas de otras quince personas. Una descarga incontrolada de información surcó la conciencia de Jared mientras las historias de quince vidas se vertieron en él, y sus propias y magras experiencias se desparramaron en quince caminos. Los saludos y las presentaciones eran innecesarios y superfluos; en un instante Jared supo y sintió todo lo que necesitaría saber de aquellos quince desconocidos que ahora pasaron a ser una parte tan íntima de él como pueda serlo un humano de otro. Era una ventaja que cada una de esas vidas fuera tan innaturalmente corta.
Jared se desplomó.
* * *
—Eso ha sido interesante —oyó Jared decir a alguien. Casi al instante reconoció el comentario como procedente de Brian Michaelson, aunque nunca se había comunicado con él antes.
—Espero que no esté planeando hacer de eso una costumbre —dijo otra voz. Steve Seaborg.
—Dadle una oportunidad —dijo una tercera voz—. Nació sin estar integrado. Es demasiado para manejarlo así de sopetón. Vamos, levantémoslo del suelo.
Sarah Pauling.
Jared abrió los ojos. Pauling estaba arrodillada junto a él; Brahe y sus otros compañeros de entrenamiento formaban un curioso semicírculo a su alrededor.
—Me encuentro bien —les envió Jared a todos ellos, dirigiendo su respuesta al canal de comunicación para todo el escuadrón, que incluía a Brahe. La decisión fue natural, parte del vertido de información de la integración—. No sabía qué esperar. No sabía cómo manejarlo. Pero ahora estoy bien.
De sus compañeros de entrenamiento irradiaban emociones como auras, cada una diferente: preocupación, confusión, irritación, indiferencia, diversión. Jared siguió la emoción divertida hasta su fuente. La diversión de Pauling era visible, no sólo como un aura emocional, sino también por la sonrisita de su rostro.
—Bueno, no pareces tener mal aspecto —dijo Pauling. Se levantó y luego extendió la mano—. Arriba —dijo. Jared le cogió la mano y se aupó.
—Sarah tiene una mascota —dijo Seaborg, y hubo una oleada de diversión entre algunos del pelotón, y un extraño retortijón emocional que Jared de repente reconoció como una forma de risa.
—Cierra el pico, Steve —dijo Pauling—. Apenas sabes lo que es una mascota.
—Eso no impide que él sea una —contestó Seaborg.
—Ni te hace a ti menos gilipollas —dijo Pauling.
—No soy ninguna mascota —dijo Jared, y de repente todos los ojos se volvieron hacia él. Le pareció menos intimidatorio que la primera vez, ahora que los tenía a todos ellos en la cabeza. Concentró su atención en Seaborg—. Sarah simplemente estaba siendo amable conmigo. Eso no me convierte en una mascota, ni la convierte a ella en mi dueña. Sólo significa que ha sido lo suficientemente amable para ayudarme a levantarme del suelo.
Seaborg bufó de manera bien audible y luego se apartó del semicírculo, con la clara intención de buscar otra cosa en la que interesarse. Unos cuantos más se retiraron para unirse a él. Sarah se volvió hacia Brahe.
—¿Sucede esto con todos los pelotones de instrucción? —preguntó.
Brahe sonrió.
—¿Creías que estar dentro de la cabeza de los demás os haría más fácil llevaros bien? No hay ningún sitio donde esconderse. Lo que es realmente sorprendente es que ninguno de vosotros haya recibido aún un puñetazo por parte de otro. Normalmente a estas alturas tengo que separar a un par de reclutas con una palanca.
Brahe se volvió hacia Jared.
—¿Estarás bien?
—Creo que sí —respondió Jared—. Necesito un poco de tiempo para comprenderlo todo. Tengo muchas cosas en la cabeza, y estoy intentado entender dónde encajan.
Brahe miró a Pauling.
—¿Crees que podrás ayudarle a que lo haga?
Pauling sonrió.
—Claro —dijo.
—Te encargas de cuidar de Dirac, entonces —dijo Brahe—. Empezamos el entrenamiento mañana. Intenta ayudarle a que lo pille todo antes.
Brahe se marchó.
—Supongo que entonces soy de verdad tu mascota —dijo Jared.
Un arrebato de diversión pasó desde Pauling hacia Jared.
—Eres gracioso —dijo.
—Eres la segunda persona que me dice eso hoy.
—¿Sí? —dijo Pauling—. ¿Sabes algún buen chiste?
Jared le contó a Pauling el chiste de Sherlock Holmes. Ella se rió con ganas.
La instrucción de los soldados de las Fuerzas Especiales dura dos semanas. Gabriel Brahe comenzó el entrenamiento del escuadrón de Jared (formalmente el Octavo Escuadrón de Instrucción), haciendo a sus miembros una pregunta.
—¿Qué os hace diferentes de otros seres humanos? —planteó—. Levantad la mano cuando tengáis la respuesta.
El escuadrón, desplegado en semicírculo delante de Brahe, guardó silencio. Finalmente, Jared levantó la mano.
—Somos más listos, más fuertes y más rápidos que los otros humanos —dijo, recordando las palabras de Judy Curie.