Ahora lo único que tenía que hacer era esperar en la puerta del santuario y dejar que se acercaran. Sólo quedaban cuarenta y ocho horas para el comienzo de las fiestas, al fin y al cabo. Tendría tiempo de sobra para poner en marcha su plan. Y cuando tuviera que descansar, estaba Bazena. Sería pan comido convencerla de que se quedara en su lugar. La muy tonta todavía creía que la deseaba. Le vendría muy bien tenerla a mano. Así que le haría un poco de caso, dejaría que se hiciera ilusiones.
Lo primero era convencerla de que se pusiera a pedir a la puerta de la iglesia. Así no podría entrar nadie en el santuario sin que ella lo viera. Y al mismo tiempo estaría ganando dinero para él. Mataría dos pájaros de un tiro.
Sí. Lo tenía todo pensado. Por fin iba a lucirse, lo notaba. Después de tantos años, iba a darles un escarmiento a aquellos cabrones. Les haría pagar por las humillaciones y el dolor que había tenido que soportar toda su vida por tener el pelo rubio.
Con aquella idea ardiéndole todavía en la cabeza, Gavril volvió a cruzar el pueblo a toda prisa, camino de la caravana del padre de Bazena.
Achor Bale observaba las chiquilladas de Gavril con un sentimiento cercano al pasmo. Llevaba siguiendo a aquel idiota desde que le puso metafóricamente en el disparadero en Gourdon, pero durante aquellas tres últimas horas se había convencido por fin, categóricamente, de que en toda su vida había seguido a un hombre con tan poca conciencia de lo que pasaba a su alrededor. Aquello sí que era cortedad de miras. Desde el momento en que a aquel gitano se le ocurría una cosa, se concentraba en ella excluyendo todo lo demás: casi se oía el chirrido de sus engranajes mentales al encajar. Era como un caballo de carreras provisto de anteojeras.
Había sido ridículamente fácil seguirle desde Gourdon, después de taladrarle la pierna. Ahora, en medio de las calles de Saintes-Maries atestadas de turistas, la cosa adquiría una simplicidad que contrastaba vivamente con su posible resultado final. Bale pasó quince minutos deliciosos observando cómo Gavril intimidaba a una joven para que aceptara unirse a algún nuevo plan que había urdido. Y luego otros doce viendo cómo ella se acomodaba en el suelo, en el rincón de la plaza más cercano a la entrada de la iglesia. La chica empezó a pedir casi enseguida; no a los gitanos, claro está, sino a los turistas.
Eres astuto, cabroncete
, pensó Bale.
Así se hace. Que otros te hagan el trabajo. Y supongo que ahora irás a echarte la siesta
.
Haciendo caso omiso de Gavril, Bale se sentó en un café cercano, se puso un sombrero de ala ancha y unas gafas de sol para despistar a la policía local y empezó a vigilar a la chica.
—¡Por la puta! Mire qué sitio. Joder, debe de valer una fortuna.
Calque dio un respingo, pero no dijo nada.
Macron salió del coche cojeando. Se quedó mirando el macizo de Cap Camarat, que se alzaba delante de ellos, y miró luego el amplio semicírculo de agua azul clara que llevaba al cabo de Saint-Tropez, a su izquierda.
—Seguro que Brigitte Bardot vive en un sitio así.
—Lo veo difícil —dijo Calque.
—Pues yo creo que sí.
Una mujer de mediana edad con un traje de
tweed
y cachemir avanzó hacia ellos desde la casa.
Calque inclinó levemente la cabeza.
—
Madame la marquise
…
La mujer sonrió.
—No, soy su secretaria particular,
madame
Mastigou. Y el título correcto de la señora es
madame la comtesse
. La familia considera el marquesado su título menos importante.
Detrás de Calque, Macron enseñó los dientes en una sonrisa alborozada. Así aprendería aquel estirado. Le estaba bien empleado, por ser tan esnob. Siempre tenía que saberlo todo. Y aun así la fastidiaba.
—¿Han tenido un accidente de coche? Me he fijado en que su ayudante cojea. Y usted, capitán, si me permite decírselo, parece recién vuelto de la guerra.
Calque admitió de mala gana la existencia de su cabestrillo y del esparadrapo que seguía cruzándole la nariz recién retocada.
—Eso es justamente lo que nos pasó,
madame
. Íbamos persiguiendo a un delincuente. A un delincuente peligroso. Razón por la cual estamos aquí.
—No esperarán encontrarlo en esta casa.
—No,
madame
. Estamos investigando una pistola que sabemos ha estado en su poder. Por eso queremos hablar con su jefa. Es muy posible que la pistola perteneciera a su padre. Tenemos que reconstruir su itinerario durante los últimos setenta y cinco años.
—¿Setenta y cinco años?
—Desde la primera vez que fue registrada a principios de los años treinta, sí.
—¿Fue registrada en los años treinta?
—Sí. A principios de los años treinta.
—Entonces debió de pertenecer al marido de
madame la comtesse
, ya fallecido.
—Comprendo. —Calque sintió, más que verlo, que Macron levantaba los ojos al cielo tras él—. ¿
Madame la comtesse
es una señora muy mayor, entonces?
—Nada de eso,
monsieur
. Era cuarenta años más joven que
monsieur le comte
cuando se casaron, en los años setenta.
—Ah.
—Pero acompáñenme, por favor.
Madame la comtesse
los está esperando.
Calque siguió a
madame
Mastigou hacia la casa, con Macron cojeando detrás. Cuando llegaron a la puerta principal, un lacayo que revoloteaba por allí alargó el brazo y la abrió.
—Esto no puede ser verdad —murmuró Macron—. Es el decorado de una película. O una broma. Ya no hay nadie que viva así.
Calque hizo como que no le oía y dejó que el lacayo le ayudara a subir los escalones rozando ligeramente su brazo intacto. En el fondo agradecía la ayuda; llevaba algún tiempo disimulando lo frágil que se sentía por miedo a perder terreno delante de Macron. Macron era un producto de barrio pobre: un gallito de pelea callejero, siempre al acecho de la debilidad ajena. Calque sabía que su única ventaja respecto a él residía en su inteligencia y en la hondura de su conocimiento del mundo y su historia. Si perdía esa ventaja, estaba acabado.
—
Madame la comtesse
les está esperando en la biblioteca.
Calque siguió el brazo extendido del lacayo. La secretaria, o lo que fuera, ya estaba anunciándolos.
Allá vamos
, pensó.
Otra vez a la caza del gamusino. Debería dedicarme profesionalmente a eso, como deporte. A este paso, cuando volvamos a París, y con las cosas que irá contando alegremente Macron por la oficina, seré el hazmerreír de todo el segundo distrito
.
—Mira, es Bazena. —Alexi estaba a punto de levantar el brazo, pero Sabir le detuvo.
Retrocedieron los dos a la par, colocándose detrás de una mampara que separaba dos tenderetes.
—¿Qué está haciendo?
Alexi se asomó más allá de la mampara.
—No me lo puedo creer.
—¿El qué?
—Está pidiendo. —Se volvió hacia Sabir—. Si la ven su padre o su hermano, le darán de latigazos.
—¿Por qué? Yo veo gitanas pidiendo todo el tiempo.
—Gitanas como Bazena, no. No de una familia como la suya. Su padre es un hombre muy orgulloso. No conviene hacerle enfadar. Hasta yo me lo pensaría dos veces. —Se escupió en la mano supersticiosamente.
—Entonces, ¿por qué lo hace?
Alexi cerró los ojos.
—Espera. Déjame pensar.
Sabir asomó la cabeza por el borde de la mampara y observó la plaza.
Alexi le agarró de la camisa.
—¡Ya lo tengo! Seguro que tiene que ver con Gavril. Puede que la haya puesto ahí para buscarnos.
—¿Y por qué no nos busca él?
—Porque es un vago, el hijoputa.
—Ya. ¿No tendrás prejuicios, por casualidad?
Alexi masculló una maldición.
—¿Qué hacemos, Damo? No podemos entrar en la iglesia estando Bazena ahí. Irá corriendo a decírselo a Gavril, y él se presentará aquí y lo liará todo.
—Le diremos a Yola que hable con ella.
—¿Y de qué servirá eso?
—A Yola se le ocurrirá algo. Siempre se le ocurre.
Alexi asintió con la cabeza, como si aquello le pareciera evidente.
—Vale, entonces. Tú quédate aquí. Yo voy a buscarla.
Alexi encontró a su prima sentada con un grupo de amigas, exactamente como habían acordado, frente al ayuntamiento, en la Place des Gitans.
—Yola, tenemos un problema.
—¿Habéis visto a Ojos de Serpiente?
—No, pero es casi igual de malo. Gavril tiene vigilada la iglesia. Ha puesto a Bazena a pedir en la puerta.
—¿A Bazena? ¿A pedir? Pero su padre la matará.
—Ya lo sé. Se lo he dicho a Damo.
—¿Y qué vas a hacer?
—Yo nada. Eres tú quien va a hacerlo.
—¿Yo?
—Sí, vas a ir a hablar con ella. Damo dice que tú siempre sabes qué decir.
—Eso dice, ¿eh?
—Sí.
Una de las chicas empezó a reírse por lo bajo.
Yola le tiró de los pechos.
—Cállate, Yeleni. Tengo que pensar.
A Alexi le sorprendió que las chicas hicieran caso a Yola y no le contestaran con descaro, como solían hacer con las jóvenes de su edad que todavía engrosaban las filas de la soltería. Normalmente, el hecho de que siguiera soltera siendo tan mayor habría reducido su estatus dentro de la comunidad femenina: algunas de aquellas jóvenes ya habían dado a luz, o estaban embarazadas por segunda o tercera vez. Pero Alexi debía reconocer que Yola tenía un porte que inspiraba respeto. Y aquel porte suyo repercutiría en él, desde luego, si se casaba con ella.
Aunque, de todas formas, pensar que Yola vigilaría todos sus pasos no le hacía ninguna gracia. Alexi reconocía que, en cuestión de mujeres, tenía poca voluntad. Le era casi imposible dejar pasar la oportunidad de camelar a las payas jovencitas. Yola tenía razón. Y las cosas estaban muy bien tal y como estaban. Pero Yola no era de las que, después de casadas, hacían la vista gorda en tales asuntos. Seguramente lo caparía cuando estuviera dormido.
—Alexi, ¿en qué estás pensando?
—¿Yo? En nada. En nada.
—Entonces ve a decirle a Damo que voy a despejar el camino para que entremos en el santuario. Pero que no se extrañe de cómo voy a hacerlo.
—Vale. —Alexi seguía pensando en qué se sentiría si a uno lo envenenaban o lo castraban. No sabía qué prefería. Las dos cosas parecían inevitables, si se casaba con Yola.
—¿Me has oído?
—Claro. Claro que te he oído.
—Y si ves a Gavril y él no te ve, evítalo.
—¿Capitán Calque? Siéntese, por favor. Y usted también, teniente.
Calque se dejó caer de buena gana en uno de los tres grandes sofás que rodeaban la chimenea. Después volvió a erguirse mientras la condesa se sentaba.
Macron, que al principio había tenido tentaciones de sentarse en el brazo de un sofá y dejar colgando las plantas de sus pies doloridos, se lo pensó mejor y se acomodó junto a su jefe.
—¿Les apetece un café?
—No, muchas gracias.
—Voy a pedir que me traigan uno a mí, entonces. Siempre tomo café a estas horas.
Calque puso la misma cara que hubiera puesto si hubiera olvidado comprar el boleto de lotería con su número de siempre y acabara de aparecer en la pantalla del televisor.
—¿Seguro que no quieren acompañarme?
—Bueno, ahora que lo dice…
—Excelente. Milouins, café para tres, por favor. Y traiga unas magdalenas.
—Sí,
madame
. —El lacayo salió de espaldas de la habitación.
Macron puso otra vez cara de incredulidad, pero Calque se negó a mirarle a los ojos.
—Ésta es nuestra casa de verano, capitán. En el siglo
XIX
solía ser la de invierno, pero todo cambia, ¿no es cierto? Ahora la gente busca el sol. Y cuanto más caliente, mejor, ¿no?
Calque sintió ganas de resoplar, pero no lo hizo. Le apetecía un cigarrillo, pero sospechaba que, si cedía a su deseo, haría saltar alguna alarma escondida, o desencadenaría un revuelo a la búsqueda de un cenicero. Resolvió privarse de ambas cosas y no someterse a más tensión de la estrictamente necesaria.
—Quería hacerle una pregunta,
madame
. Únicamente a efectos informativos. Es sobre los títulos de su marido.
—Los de mi hijo.
—Ah. Sí. Los títulos de su hijo. Simple curiosidad. Su hijo es par de Francia, ¿no es cierto?
—Sí, así es.
—Pero yo tenía entendido que sólo hay doce pares de Francia. Por favor, corríjame si me equivoco. —Fue levantando los dedos—. El arzobispo de Reims, que oficiaba tradicionalmente la coronación real; los obispos de Laon, Langres, Beauvais, Chálons y Noyons, que uncían al rey y portaban su cetro, su manto, su anillo y su cinturón, respectivamente. Y luego estaban los duques de Normandía, Borgoña y Aquitania, también llamada Guyena. El duque de Borgoña sostenía la corona y abrochaba el cinturón. El de Normandía sujetaba el primer pendón y el de Guyena el segundo. Por último, había tres condes: el de Champaña, el de Flandes y el de Toulouse. El de Toulouse llevaba las espuelas, el de Flandes la espada, y el de Champaña el estandarte real. ¿Tengo razón?
—Mucha, sí. Cualquiera diría que acaba usted de mirar esos nombres en un libro y se los ha aprendido de carrerilla.
Calque se sonrojó. Notó cómo le bullía la sangre dentro de la nariz herida.
—No,
madame
. El capitán Calque sabe de verdad de esas cosas.
Calque miró a Macron con incredulidad. Santo Dios. ¿Había allí solidaridad de clase? Tenía que ser eso. No podía haber otra razón que explicara por qué Macron había salido en su defensa con tanta diligencia y de manera tan pública. Calque inclinó la cabeza, sinceramente agradecido. Tenía que recordar esforzarse más con Macron. Darle más ánimos. Sintió incluso que un leve vestigio de afecto cubría la exasperación que solía producirle el descaro de su joven ayudante.
—Y así llegamos a la familia de su marido,
madame
. Discúlpeme, pero sigo sin entenderlo. Eso sin duda le convertiría en el par de Francia número trece. Pero no se tiene noticia de semejante título, que yo sepa. ¿Qué habrían llevado los antepasados de su esposo durante la ceremonia de la coronación?
—Nada, capitán. Habrían protegido al rey.
—¿Protegerle? ¿Protegerle de qué?