—Te pido disculpas —repuso, con ironía.
Rhiann hizo caso omiso.
—Eremon, ¿por qué tenemos que volver a ponernos en una situación de riesgo tan pronto? ¡Hace tan sólo unos días que hemos estado a punto de perder la vida!
Eremon se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—Por muchos motivos: porque ahora, cuando Agrícola menos lo espera, es el momento de golpear; porque he conocido las tierras del Sur y he visto cómo construyen los romanos; porque los damnones saben dónde está su último fuerte; porque es hora de poner a prueba a este ejército. ¡Vaya! —se interrumpió.
Conaire elevó el brazo en señal de victoria.
—¡Ha ganado! —exclamó—. Me debes un aro, hermano. Te engañó su tamaño. Es pequeña, pero fuerte. No ha fallado ni un solo tiro. ¿Habías visto algo así? —dijo y desapareció entre la multitud, que saludaba a la vencedora. Por supuesto, Rhiann sabía muy bien a quién se referían. Caitlin no había presumido en vano de su habilidad con el arco.
Volvió a dirigirse a Eremon, resuelta a que la escuchara sin distraerse.
—Espero que, en el fondo, no hayas planeado esa expedición por razones personales —dijo. Eremon puso cara de sorpresa, pero ella no apartó la mirada—. Espero que no pongas en peligro a esos hombres porque te sientes culpable… por la propuesta de Agrícola.
Rhiann se dio cuenta de que la insinuación le había dolido.
—Otra vez la sacerdotisa —repuso el príncipe—. Te equivocas, no es cuestión de culpabilidad. ¿Por qué iba a sentirme culpable? Al fin y al cabo, he vuelto. —Sostuvo la mirada de Rhiann, quien, finalmente, bajó los ojos—. Rhiann, no te comprendo —añadió, con exasperación—. Fuiste tú quien sugirió la expedición al Sur. Y en ella, desempeñaste tu propio papel. Y muy bien, por cierto. ¿Para qué crees que estoy preparando a los hombres? No sólo para la defensa, también para
atacar.
Debemos hacer comprender a Agrícola que, aunque los votadinos se rindieran sin rechistar, si cruza a este lado de las montañas, le daremos una recepción muy distinta.
Rhiann golpeaba la rueda de carro con el pie. ¿Cómo decirle que estaba inquieta por todos ellos? Por Conaire, con sus bromas lamentables y su inocente sonrisa; por Rori, que casi no se atrevía a dirigirle la palabra, pero había arriesgado la vida por protegerla.
—¡Ah! —dijo Eremon—. No quieres perderte nada, ¿verdad? Te preocupa quedarte al margen, no puedes soportarlo, ¿eh?
Rhiann se quedó de piedra. ¡Cuánta presunción! Ni siquiera merecía una respuesta. Se tragó su rabia y giró sobre sus talones para alejarse.
—Rhiann, lo siento. Espera…
Rhiann se detuvo, pero no se volvió.
—¿Qué?
—Necesito que me ayudes con el romano. Me parece que se fía de ti. Quiero preguntarle por el diseño de sus fuertes. Cualquier dato nos ayudará.
Rhiann guardó silencio por unos momentos.
—Haré lo que pueda, pero has de tratarle bien.
—Lo intentaré —repuso Eremon, de forma poco satisfactoria.
Eremon, con una sonrisa divertida, se quedó mirando a Rhiann, que se alejaba con la espalda tensa. En realidad, no estaba tanto tensa como erguida. Debía admitir que su porte le tenía admirado. Jamás había visto tanta elegancia en una mujer. Sin duda, tenía que ser fruto de su formación. Poco más había visto en ella antes del viaje al Sur, pero era un comienzo.
Por supuesto, no podía olvidar tampoco el valor demostrado ante la patrulla romana. Y había pedido disculpas por haber confiado en Samana, lo cual le parecía verdaderamente notable… Negó con la cabeza. También era inteligente, aunque se equivocara de medio a medio acerca de sus razones para atacar.
No era la culpa lo que le impulsaba. Del sentimiento de culpa se había librado con el ataque de la granja, en el preciso momento en que había partido el cráneo a aquel soldado auxiliar. Con eso había tenido bastante. No, lo que ahora le guiaba no era ni más ni menos que el miedo.
Miró al cielo despejado. La brisa traía el primer calor real del año. Pronto, muy pronto, pasaría la amenaza de las tormentas de la estación del brote de la hoja. Y se abrirían las rutas del mar. Los epídeos enviarían a un mensajero a Erín y averiguarían la verdad, si es que algún comerciante despistado no la revelaba primero. Y, por el Jabalí, antes de que eso ocurriera, debía contar con una gran victoria que esgrimir en su favor. Debía probar su valía más allá de toda duda.
Suspiró. La situación le pesaba, aunque, por lo menos, podía compartir la tensión con Conaire. Buscó con los ojos la corpulenta figura de su hermano, que volvía a su lado.
—Creo que habría que enrolar a esa chica en nuestra partida —señaló Conaire—. Tiene verdadero talento.
Eremon sonrió.
—Y el hecho de que sea una mujer sin duda se te ha escapado, claro.
Conaire resopló.
—¿Una mujer? Difícil es decirlo con la suciedad que lleva encima. En cualquier caso, ¿no habías bajado a ver si había algún buen soldado entre estas gentes? Muy bien, pues ahí la tienes, el mejor arquero que hemos visto en nuestra vida. Mujer o no, sería una locura dejarla escapar.
—Está bien, está bien. —Eremon bajó del carro de un salto—. Ahora, ven conmigo. Tenemos que hablar de nuestro plan de ataque. Por el Jabalí, ha de ser uno de los mejor planteados de mi vida.
Didio se vio arrastrado de su camastro en un rincón de la Casa del Rey y conducido al exterior. Rhiann convenció a Eremon de que así fuera, pues el interrogatorio coincidía con el momento de retirar los juncos viejos para cambiarlos por unos recientes. En realidad, lo que pretendía era interrogar al romano delante de un público, con la esperanza de evitar con ello las torturas.
Acercaron a la Puerta del Caballo un banco para ella y una banqueta para Didio, que llevaba los pies encadenados. Eremon se colocó junto al romano, de brazos cruzados, y Conaire, con su gesto más adusto, al otro lado y con la mano en la espada.
Los hombres de Eremon se acercaron, y a ellos se unieron muchos criados. Se acercó también Talorc, que se levantó de su mesa sin concluir la comida, aunque royendo, eso sí, un hueso de cordero. Rhiann miró a Didio con una sonrisa. El romano estaba limpio y las magulladuras que se había hecho alrededor de los ojos en el viaje desde el campamento romano eran ya casi un vestigio. La túnica que los epídeos le habían proporcionado le llegaba por debajo de las rodillas y las mangas eran tan largas que parecía que no tenía manos. Pero se negaba a ponerse pantalones, de modo que, por encima de sus botas de piel, los tobillos tenían la piel moteada por el frío. Miró a Eremon con aprensión.
No tengas miedo-dijo Rhiann, con su latín rudimentario—. Necesitamos información, nadie va a hacerte daño.
—¿Información? —Didio le devolvió una mirada de cautela.
—Sí. —Rhiann le sonrió—. Te hemos dado comida y una cama. No te haremos daño, te lo prometo.
El cautivo volvió a mirar a Eremon. En sus ojos había tanto miedo que daba lástima. Evidentemente, Didio no se había recobrado de su encuentro con el príncipe.
—No te va a hacer nada —añadió Rhiann—. Te doy mi palabra. Queremos saber cosas de los… —buscó la palabra— fuertes.
Didio abrió los ojos alarmado.
—¿Queréis que traicione a mi pueblo?
Rhiann buscó una respuesta satisfactoria a esta objeción, pero se dio cuenta de que no podía encontrarla. Al fin y al cabo, si ella hubiera estado en el lugar del romano, se habría negado a responder. No había forma de engañarlo.
—Tienes que responder, es la única forma de que estés seguro —dijo, encogiéndose de hombros.
Didio negó con la cabeza. Le temblaba la mandíbula. Eremon le miró con el ceño fruncido. A Rhiann se le ocurrió una táctica.
—Sólo queremos destruir los edificios. Dime cuántos hombres los guardan y sus posiciones…, y estarán más seguros.
Rhiann dudaba de la veracidad de estas palabras, sobre todo después de ver la mirada de Eremon antes del ataque a la granja, pero lo cierto era que estaba tan atrapada como el romano en aquella situación. Si salvaba a su pueblo…, a sus amigos…, en fin, una media verdad era un precio muy pequeño que pagar.
Sintió una punzada en el corazón al ver que Didio endurecía el semblante. Eremon le había tachado de cobarde, pero quizás tuviera más valor del que habían sospechado.
—No —respondió el romano, con altivez—. Matadme. Sois bárbaros, nada os importa. Sois…
Eremon sacó su espada de un solo movimiento, cogió al romano del pelo y tiró hacia abajo, exponiendo su cuello. Rhiann estuvo a punto de gritar, pero se mordió la lengua.
—Rhiann —dijo Eremon, con voz serena—, dile que si no nos da la información que necesitamos voy a cortarle los dedos uno por uno.
—¡No lo harás!
Eremon apartó los ojos.
—Díselo.
—Me ha dicho que antes de hacerlo prefiere morir.
—Eso es fácil, el dolor es mucho más persuasivo. Díselo.
—Antes, suéltalo.
Eremon lo hizo y Didio dio un paso atrás. Con mayor rapidez de la que, viendo como se había portado hasta entonces, nadie podría haber imaginado, el romano no perdió el tiempo tosiendo o frotándose el cuello y se echó a los pies de Rhiann, cogiendo el borde de su vestido y apretando la cara contra él.
—¡Piedad! —suplicó, temblando—. ¡Piedad, señora! ¡Protegedme!
Eremon había saltado al ver el movimiento del romano para colocarse junto a Rhiann. Tenía la espada preparada para asestar al romano un golpe mortal si hacía algún movimiento sospechoso.
Rhiann miró a Eremon y cogió aire.
—Mi señor —dijo, con calma y formalidad, como si un hombre no tirase de su vestido y otro estuviera a un paso de ella con la espada en alto—, quiero solicitarte un favor.
Las sombras de la puerta ensombrecían el ceño fruncido de Eremon.
—¿Qué favor?
—Como esposo mío te lo suplico. ¿Me lo concederás? ¿Me das tu palabra?
De pronto, Eremon pareció recordar que un público contemplaba la escena con atención, porque se irguió y envainó su espada. No obstante, dirigió a Rhiann una muda advertencia con la mirada. Una advertencia a la que ella no prestó atención.
¿Qué otra cosa podía él hacer sino aceptar? La generosidad se valoraba más que ninguna otra cosa en los reyes, y en los príncipes. Así pues, Eremon asintió.
—Te pido —dijo Rhiann— que me des a este romano. Lo emplearé en mi propia casa como sirviente. —La sorpresa fue general—. Si tengo más tiempo, si demuestro piedad con él, podré ganarme su confianza —añadió rápidamente.
Eremon la taladró con la mirada, ardiendo con todo lo que deseaba decirle y no podía. La joven dio gracias a la Diosa por haber pensado y conseguido que el interrogatorio se desarrollase en público.
Por fin, Eremon hizo una reverencia.
—Como quieras, señora. Que te sirva bien —dijo, y miró a su alrededor, a todos los presentes—. Sabemos dónde está ese fuerte y hemos visto construir muchos como ése. Con o sin la ayuda de este hombre, ¡lo arrasaremos! —dijo, y miró a Didio, apretando los labios—. ¡Por lo menos eso díselo!
Se echó el manto a los hombros y se alejó. Conaire miró a Rhiann y levantó una ceja antes de seguirle.
Rhiann no se movió, siguió allí sentada, muy erguida, hasta que la multitud se dispersó. Didio seguía a sus pies, sin atreverse a levantar la cara.
—Ya está —dijo, en latín, tocándole en el hombro. Cuando el romano levantó la cabeza, comprobó que su semblante no estaba tan encogido ni lleno de lágrimas como el temblor de sus hombros sugería. En lugar de ello, le brillaban los ojos—. Ahora eres mío —dijo, en latín, y se encogió de hombros con una sonrisa—. Si me prestas un buen servicio, estarás seguro. Tienes que aprender nuestro idioma, así podremos hablar.
Didio asintió, y su cara fue recuperando el color.
Cuando Rhiann se dio la vuelta para acompañar al romano a su casa, advirtió que había alguien a su espalda.
—Señora.
Se trataba de Caitlin, que llevaba el casco bajo el brazo. Pese a la mugre de su rostro, Rhiann vio que estaba pálida y que tenía una magulladura reciente en la mandíbula. Aquella niña, porque no podía pensar en ella como en otra cosa que una niña, sufría un trato muy duro.
—Enhorabuena por tu victoria en el concurso.
Pese a la actitud jactanciosa de la víspera, Caitlin desvió con timidez sus grandes ojos, primero hacia Didio y luego a la Casa del Rey, adonde Eremon y Conaire se habían dirigido.
—No sabía que el príncipe era tu esposo, señora —dijo, con un hilo de voz—. Todo el mundo habla de él: de su espada, del ejército que está formando —dijo, y cogió aire—. ¿Crees que permitirá que me una a él?
Rhiann volvió a mirar la magulladura.
—Tendrías que dejar tu casa y venirte a vivir aquí. Dejar a tu familia…
Caitlin bajó la mirada.
—En realidad, no es mi familia —confesó—. Pero da igual, no les gustará, porque comen gracias a lo que cazo y mis pieles les reportan riquezas. Por eso he venido a hablar contigo. Fuiste tan… amable.
Rhiann sonrió, fijándose en su boca. Algo le había llamado la atención. El rostro de aquella niña continuaba resultándole familiar.
—Mi esporo ha pedido guerreros a los otros clanes, por lo que no veo por qué no puede solicitar a tu familia que le ceda a una arquera tan hábil como tú. Por la causa —dijo, y dirigió a Caitlin una mirada llena de complicidad—. Conseguirás lo que deseas.
La muchacha se puso el casco con una sonrisa de alivio.
Rhiann no quiso pedirle nada a Eremon hasta que le pareció que, después de la escena con Didio, se hubo calmado. Llegado el momento, acogió su petición con prontitud y aceptó el solemne y exagerado juramento de lealtad de Caitlin con disimulada diversión.
Al abandonar la Casa del Rey, Rhiann se dio cuenta de que el entusiasmo de Caitlin comenzaba a disiparse. Observando de nuevo sus moretones y la sombra de miedo que transmitían sus ojos, decidió posponer su nueva expedición de recogida de hierbas para acompañar a la muchacha hasta la llanura del río.
Caitlin brillaba como el bronce delante del hierro entre los desaliñados y marrulleros miembros de su clan, que, por lo demás, tenían el pelo negro como el azabache. Era como ella decía, pensó Rhiann mientras observaba los malos modos con los que Fethach le entregaba a Caitlin su zurrón: no existía, en el nombre de la Madre, la menor posibilidad de que la muchacha compartiera con aquella gente ni una sola gota de sangre. En tal caso, ¿cómo había llegado a aquella familia?