—¡Cran! —dijo a uno—. ¡Fuera de aquí ahora mismo! Ese comportamiento es indigno de ti.
El niño salió corriendo acompañado de sus amigos, no sin antes lanzar una última bola de barro desafiante contra una choza cercana.
Cuando Rhiann dio la vuelta, Eremon la miraba con la mano en la empuñadura de su espada.
—¿Por qué te preocupas por ese romano? —preguntó, frunciendo el ceño.
La joven vaciló. En realidad, no sabía por qué aquel hombre le daba lástima.
—No es como los demás. Es un constructor, no un soldado. Sé lo que se siente al estar tan solo. —Eremon esbozó una sonrisa socarrona—. Si te parece tan mal lo que digo, ¿por qué no lo matas?
El príncipe dejó de sonreír.
—Es posible que lo haga, pero espero que, a su debido tiempo, pueda proporcionarnos alguna información valiosa. No parece un estoico.
—La guerra es una cosa, Eremon, y la crueldad otra muy distinta.
—Y yo sé muy bien por qué estoy aquí, señora, y lo que tengo que hacer. Harías bien en no olvidarlo.
Pese a la dureza de sus palabras, Eremon desató a Didio en cuanto llegaron a la Casa del Rey, pero también ordenó a Bran, el herrero, que forjase unos grilletes. El romano tendría las manos libres, pero era necesario asegurarse de que no podía escapar.
Con la última luz del día, Rhiann bajó al río y descortezó la base de un roble. Le dolía la espalda. Los músculos ya le dolían cuando Eremon la había tomado de su caballo, y ahora tenía los muslos llenos de magulladuras a causa de la dura cabalgada, hasta el extremo de que, tres días después de llegar, todavía no se le habían pasado los dolores. Y es que tampoco podía descansar.
Al llegar a su choza se había encontrado a Brica tratando de lidiar con una reata de mujeres de otros clanes que solicitaban con pocos modales hierbas que no crecían en sus territorios.
Como el viaje al Sur había sido tan repentino, Rhiann aún no había repuesto sus existencias de hierbas y con la llegada de la nueva estación, muchas plantas de breve floración estaban casi a punto para su recogida. Se había permitido el lujo de darse un baño caliente en consuelda y se había puesto ropa limpia antes de coger su palo de cavar y una bolsa.
Se había pasado dos días recogiendo plantas en el río y en los bosques cercanos a la bahía, contenta de tener tiempo para pensar. Debía reflexionar sobre cuanto había ocurrido durante el viaje y, muy especialmente, sobre lo que ahora sabía de Eremon de Dalriada.
Divisó un raro conjunto de mirtos en flor y se estaba irguiendo con una frágil rama de ellos en una mano y aspérula olorosa en la otra cuando algo pasó silbando cerca de su rostro y se clavó con un golpe sordo en el tronco que había a sus espaldas.
Era una flecha rematada con plumas de perdiz.
Rhiann saltó hacia atrás con sobresalto y cayó de espaldas, aplastando las flores.
—¡Diosa Madre de todas las cosas! —oyó gritar a alguien, y vio aparecer entre los arbustos a un joven esbelto con un arco en la mano—. ¡No te he visto! ¡Perdón, señora, perdón!
Rhiann se llevó la mano a su agitado corazón y se apoyó en un tronco.
—¡Casi me matas!
La asustada joven, porque si por su apariencia se diría que era un muchacho, no podía serlo por la voz, le ofreció una mano.
—¡No quería herirte! ¡Sólo estaba practicando! ¡Oh, no hagas que me peguen!
Esto le pareció tan extraño a Rhiann que de inmediato, se tranquilizó. Se levantó y observó a su atacante con detenimiento. La mujer debía de tener una edad parecida a la suya, pero ahí acababan las semejanzas entre ambas. Era de corta estatura y llevaba ropas de hombre: un par de pantalones de piel de ciervo bastante desgastado y una túnica tosca, ajada y de un color indeterminado que le quedaba demasiado grande. Sobre el hombro llevaba un carcaj lleno de flechas de pluma de perdiz y en la muñeca una protección de piedra típica de los arqueros. Del cinto colgaba una daga que casi le llegaba por el muslo.
Llevaba las trenzas muy deshilachadas y recogidas bajo un casco de cuero, pero algunos pelos escapaban a la prisión del casco y se rizaban sobre sus mejillas. Su rostro tenía forma de corazón y estaba rematado en una barbilla resuelta y afilada. Por lo demás, la mujer estaba cubierta de barro, lo cual hacía que el azul de sus ojos destacara todavía más. Pese a ser la persona más insólita que había visto en su vida, Rhiann advertía en ella algo vagamente familiar.
—¿Quién eres? —preguntó, sin brusquedad, porque con aquellas ropas y el curioso casco, la mujer tenía un aspecto casi cómico. Jamás se había presentado a nadie en circunstancias tan extrañas.
La muchacha trató de hacer una reverencia, pero era evidente que no había ejecutado una en toda su vida.
—Me llamo Caitlin, señora. Vengo de la casa de Fethach, en las montañas del Sur. —Después de reflexionar por un momento, añadió como si buscara algún otro título—: Soy una arquera célebre entre los de mi pueblo.
Los labios de Rhiann amenazaban con esbozar una sonrisa.
—No lo dudo, pero preferiría ver esas habilidades tuyas frente a un enemigo y no contra mí.
La mujer sacó pecho, enarbolando el arco.
—Pues así ha sucedido a veces, señora. Incluso he matado a uno de los hombres del águila —dijo, y, al levantar el brazo y caer su túnica, Rhiann pudo ver que tenía un moretón en la parte interior del brazo, sobre su blanca piel.
—¿Un romano? —Ahora, Rhiann estaba intrigada de verdad.
Caitlin asintió.
—Estaba cazando lobos cuando vi una patrulla que, por desgracia para ellos, se había internado en nuestra cañada —dijo, sonriendo—. Regresaron a su campamento con un hombre menos.
—¿También cazas lobos?
La sonrisa de Caitlin se hizo más grande.
—Tenía pieles de todas clases. Sólo me faltaba una de lobo. Por eso hemos venido a Dunadd…, es el primer año que tengo algo con que comerciar.
Así pues, aquella muchacha nunca había estado en Dunadd. Entonces, ¿por qué tenía la impresión de conocerla?
—¿Te gusta la región? —le preguntó, agachándose para recoger su bolsita.
—Oh, sí —respondió Caitlin, mirando a su alrededor, como si buscara a alguien—. Pero mi familia no sabe la
verdadera
razón de que haya venido. Hasta mi tierra han llegado noticias de que el caudillo
gael
está organizando un ejército para luchar contra los romanos. He venido a poner mi arco a sus pies —dijo, con tanta solemnidad que, de nuevo, Rhiann tuvo que reprimir una sonrisa. Aunque no tenía aspecto de guerrero, la chica esgrimía su arma con enorme confianza. Las hazañas de las que alardeaba bien podían ser ciertas.
—Da la casualidad de que sé que el caudillo necesita tantos buenos combatientes como pueda reunir —le aseguró Rhiann—. Si eres tan buena como dices, te encontrará un lugar en su ejército. —Se echó la bolsa al hombro y sonrió—. En fin, Caitlin de la casa de Fethach, espero que tengas suerte en los trueques. Quizá volvamos a vernos… en circunstancias menos peligrosas. Me llamo Rhiann… —Vaciló un instante, sin saber si quería que la chica conociera en aquellos momentos sus títulos. Tras su breve amistad con Conaire, se había dado cuenta de que su posición podía reportarle mucha soledad—. Soy la sanadora de Dunadd.
Caitlin puso gesto de sorpresa y bajó la mirada.
—Señora, mañana participo en el concurso de arqueros. Si alguien quiere verme, dile que venga. Y que apueste por mí —dijo, sonriendo de nuevo.
Rhiann se echó a reír.
—No dudo que te harás famosa. Es posible que hasta yo vaya a verte ganar.
¡Agrícola! ¿Qué significa eso?
Belen y la mayoría de los miembros del Consejo se pusieron en pie. Estaban furiosos.
Desde las sombras de la Casa del Rey, Eremon observaba el pálido rostro de Gelert, que lo miraba con enorme atención, y en su piel sintió el aguijón de su mirada.
—Significa lo que ya os he dicho, señores —replicó—. Que he conocido al propio Agrícola.
—¿Estás hablando de traición? —Tharan golpeó en el suelo con su cayado, al tiempo que se levantaba del banco. Con el movimiento, su piel de oso se balanceó adelante y atrás.
—No —dijo Eremon, sin poder evitar una leve vacilación. A continuación, explicó lo ocurrido.
—¿Has sido invitado del jefe romano durante dos días? —dijo Tharan, con su voz atronadora—. ¿Y hemos de confiar en ti?
—Era su prisionero.
—¡Por la Yegua! —intervino Talorc, escupiendo cerveza y volviéndose hacia los demás miembros del consejo—. ¿Es ésta forma de tratar a nuestro príncipe? ¡Ha escapado de un campamento romano de cinco mil soldados! ¡Qué hazaña! ¿Y dudáis de su palabra?
Un murmullo recorrió la sala.
—Cierto —dijo Belén—, y ha vuelto.
—¡Sí! ¡Para traicionarnos! —chilló alguien desde los últimos bancos.
—¡Señores! —Eremon dio unos golpecitos en su espada, que tenía a los pies—. Comprendo vuestras dudas, pero escuchadme. Agrícola me pidió que os traicionase.
Se produjo tal estallido de maldiciones que Eremon tuvo que alzar la mano.
—¡Y yo me negué! Me hizo una propuesta: convertirme en rey cliente de Erín. Mi evasión fue mi negativa, ¡y maté a tres de sus hombres para dejar claro cuál es mi postura! —Hundió la espada en el suelo de tierra con impaciencia—. He demostrado mi lealtad. ¡Le he tirado la propuesta a la cara cuando aceptarla habría supuesto para mí más poder del que había soñado! Y sin embargo, ¡yo os daré a vosotros más poder aún!
La Casa del Rey quedó muda. Eremon prosiguió con mayor serenidad.
—Ha llegado un mensaje de los damnones. Agrícola está construyendo una línea de fuertes a lo largo de su territorio y esa línea casi llega hasta el mar. Esto es lo que haré: llevarme al ejército y unirme a los hermanos damnones para atacar el último fuerte, el que está más al Oeste… ¡y destruirlo! ¿Aceptáis esa acción como prueba de mi lealtad?
El Consejo miró a Eremon con perplejidad y, al cabo de unos momentos, rugió con aprobación.
—¡Sí, yo la acepto! —exclamó Talorc.
—¡Sí! —dijo otro—. Tráenos tu lanza llena de cabezas romanas y todos te creeremos.
—¡No deberíamos enviar a nuestros hombres al peligro! —protestó Tharan, y dos guerreros veteranos le apoyaron. Los hombres más jóvenes, los de la sangre más caliente, acallaron a los disidentes.
Eremon se dejó caer exhausto sobre un banco cuando, finalmente, la Casa del Rey se quedó vacía, con el suelo lleno de cuernas de cerveza. Por un momento, apoyó su dolorida cabeza entre las manos. Dioses, ¿es que jamás conocería el descanso? No…, no podía permitírselo.
La idea del ataque a un fuerte romano había ido cobrando forma durante el viaje de regreso desde el castro de Samana; el mensaje de los damnones tan sólo había servido para concretar un objetivo. En cuanto a la reacción del Consejo, había previsto ya el recelo de sus miembros al conocer su encuentro con Agrícola. Y aunque una nueva expedición era lo último que deseaba organizar, la misión era importante por muchos motivos.
El peldaño inferior de la escalera de la galería crujió.
—Contigo no se acaban las sorpresas, príncipe. —Eremon levantó la cabeza y vio los ojos amarillos de Gelert—. Has resultado ser muy distinto a lo que yo esperaba. Te ofrecí mis servicios como consejero, pero los rechazaste.
Eremon estaba demasiado agotado para andarse con rodeos.
—Jamás accedí a ser tu criado, druida, tan sólo el de tu pueblo.
El viejo esbozó su habitual y gélida sonrisa, pero apretaba los labios. Estaba tenso.
—¿Y quiere eso decir que has de reunirte con el enemigo?
—Has oído lo que ocurrió como lo han escuchado todos los demás. Hice lo que me pareció más correcto en ese momento. ¡Y no necesité consultarte! Tengo mis propias ideas.
El druida se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo, apoyando en la jamba una de sus nudosas manos.
—Ya lo veo, príncipe, ya lo veo —dijo, sin volverse a mirar a Eremon.
Rhiann se enteró de la expedición, como de todo lo demás, a través de rumores.
En un día tan caluroso que parecía llegada la estación del sol, Brica y ella estaban en la llanura del río, junto a la tienda de una mujer que solía suministrarle la mejor miel de brezo de toda Alba. Tras llenar las cestas a rebosar de recipientes de barro sellados, se detuvieron para echar un vistazo a una mesa con todo tipo de ovillos, borlas y bordados. Dos mujeres del castro estaban también allí, examinando algunos retales. Gracias a su charla despreocupada, Rhiann se enteró de que, durante su ausencia en el Castro del Árbol, habían casado a Aiveen con un jefe de los creones.
—Esta tela es demasiado fina —decía una de las mujeres, extendiendo el tejido—. Lo que necesito es lana reforzada para hacerle un manto nuevo a mi hombre. Quién sabe qué tiempo les espera en esa incursión.
Rhiann aguzó los oídos.
—¿Incursión? —repitió.
—Sí, señora —le respondió la segunda mujer—. Una incursión en tierras de los damnones contra un fortín de los nuevos invasores, me ha dicho mi hombre. Es una orden del príncipe. Aldera dice que apenas ve a Bran porque se pasa día y noche en la forja, fabricando armas…
Rhiann se volvió.
—Toma-le dijo a Brica, entregándole su cesta—, lleva esto a la choza.
—Sí, señora —respondió la criada, y Rhiann salió a toda velocidad.
Después de mucho buscar, encontró por fin a Eremon en las últimas filas de la multitud que se arracimaba en torno al campo de instrucción. Estaba subido a un carro sin tiro, con los ojos entornados, siguiendo el concurso de arqueros. Conaire estaba cerca. Cuando Rhiann subió al carro junto a Eremon, se oyó el impacto sordo de una flecha al penetrar en una diana y los vítores de la multitud.
—¿Vas a llevarte a los hombres a una incursión? —le preguntó, jadeando a causa de la carrera que se había dado para buscarle. Eremon la miró distraído.
—Sí.
—¿Por qué no me lo has dicho?
Los vítores fueron todavía mayores. Eremon volvió a mirar hacia el campo.
Conaire sonreía.
—¡Por el Jabalí! ¡La pequeña lo ha vuelto a hacer! —dijo, con un gesto de admiración.
—Porque no es asunto tuyo, por eso —le replicó Eremon—. Esta vez voy a luchar, no a esconderme ni a escoltar a una dama.
—Vaya, estás de un humor que da gusto —dijo Rhiann, casi sin darse cuenta.
Eremon la miró con una sonrisa. Parecía divertido.