De pronto, dejó de dar vueltas y miró la bolsa donde guardaba las medicinas. ¡Claro! Estaba allí esperando, como una ciega, cuando contaba con algo que sin duda le proporcionaría la información que necesitaba.
Se puso a dar vueltas otra vez. No, era demasiado peligroso, mucho más que las simples visiones, en las que las sacerdotisas no salían de su cuerpo. Aquel trance suponía traspasar los límites de su forma terrenal.
A Linnet no le habría gustado saber que guardaba algunas esporas del hongo del centeno, capaces de liberar el espíritu de la carne. Estaban reservadas para los trances más singulares de sacerdotisas y druidas. No tenían efectos dolorosos, pero muchos espíritus no regresaban a sus cuerpos y se perdían en el Otro Mundo.
Volvió a detenerse ante las figurillas de la Diosa, cuyos semblantes estaban en sombra. De pronto, el resplandor del hogar iluminó los ojos de Ceridwen. Su expresión era de… ¿súplica? No, sin duda de desaprobación.
¡Pero era la única forma! Ahora que sus poderes estaban tan debilitados, sólo las esporas le aseguraban una visión. Se detuvo una vez más. Los resultados eran impredecibles, pero cualquier cosa sería mejor que aquella espera.
En la palangana no quedaba más que un poco de agua, pero no quería ir a buscar más en plena oscuridad. Tendría que bastar. Atizó el fuego, permitiendo que las sombras saltaran y danzaran, y abrió el pequeño envoltorio de corteza de abedul que había guardado en el bolsillo secreto de su bolsa. Cogió unas cuantas pizcas del polvo seco y lo mezcló con el agua en un vaso. A continuación, antes de beber la pócima, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y respiró hondo, al modo de las sacerdotisas, primero procurando que el aire llegase hasta los pies y luego hasta la coronilla, procurando aquietar su temblor, equilibrar la energía de su corazón.
El equilibrio era importante para asegurar que el alma no seccionara el cordón que la unía al cuerpo, para no perderse en el terror de las alucinaciones, ni extraviarse en los sueños fantasiosos que ante sus ojos podían convocar espíritus burlones.
Cuando sintió con claridad que la columna de la luz espiritual atravesaba su cuerpo y penetraba en la tierra, amarrándola a ella, tragó el líquido y se levantó para echarse en la cama, mirando al fuego.
No habría sabido decir cuánto tiempo transcurrió hasta que las llamas comenzaron a oscilar impulsadas por algo más que la corriente.
Primero su espíritu empezó a contraerse desde los bordes de su cuerpo, haciéndose más y más pequeño al tiempo que las paredes de la choza aumentaban de tamaño, ondulando como las algas del mar. Dejó de sentir los dedos de las manos y de los pies, pero notó una intensa quemazón en la lengua.
A continuación, una vez diminuto, su espíritu se precipitó por un túnel oscuro, por el que cayó más y más deprisa. Las paredes del túnel descendían en espiral y estaban iluminadas por lanzas de luz. La música salvaje del Otro Mundo la llamaba…
Ven con nosotros. ¡Ven! ¡Sé libre! ¡Déjate llevar!
Opuso resistencia a aquellas súplicas y a la insoportable fuerza que tiraba de ella, recordándose que era sacerdotisa, recordándose lo que le habían enseñado: «Ralentiza la caída respirando
a través
del cordón, comprueba que está atado al cuerpo, observa cómo sigue anclado en la energía básica de la tierra, contempla los latidos de su luz de plata y fortalécelo con cada respiración…»
Sí…, el cordón hunde sus raíces en la tierra y es irrompible…, puedo volver…, voy a volver…
Y así, el túnel se abrió a la luz y Rhiann retuvo una última llama de conciencia, que dejó a su espalda, en una habitación en sombras. Sobre la cama, su cuerpo sufría espasmos, tenía rígidas las extremidades, estaba encharcado en sudor…
Por lo general, las visiones aparecían ante el ojo de su espíritu de forma gradual cuando ella flotaba entre el espacio y el tiempo, concentrándose en lo que quería ver. Pero ahora se produjo una sacudida violenta y la cálida luz dorada se transformó de inmediato en fría luz del día, y en esta luz vio dos figuras, que se iban aclarando a medida que se acercaba.
Eran Eremon y otro hombre de nariz larga y mentón rasurado: un romano. Estaban bajo un cielo cubierto de nubes y hablaban, aunque era difícil advertir si sus expresiones eran de ira o de cordialidad. Se acercó. Ah, ahora sí podía ver a Eremon. Y sonreía.
Atada a él por el cordón, su cuerpo registró un sobresalto de emoción. Siguió a Eremon, flotando en torno a él, advirtiendo, con una sensación de impotencia, que la luz cedía paso a la noche.
Emergió de la oscuridad a un resplandor de luz: el interior de una tienda. Samana estaba allí, cepillándose el pelo y sonriendo. Estaban comiendo. ¡No! Rhiann trató de contenerse, pero no pudo. Había algo en ella que quería ver, algo que no la dejaba marchar.
En torno a Eremon había bandas de luz de colores y la ira giraba como un torbellino, golpeando los sentidos de su espíritu. ¿Qué significaba aquello?
A continuación vio cómo Eremon echaba a Samana sobre la cama y le quitaba la ropa, dejando al descubierto un exuberante paisaje del color de la miel. Desde su cuerpo distante, la náusea reptó hasta las orillas de la conciencia de Rhiann.
Con tristeza, vio que Eremon penetraba a Samana, vio el fulgor de sus ojos mientras la pegaba en la cara y oyó los gritos de éxtasis de su prima. ¿Como era posible? La mano de Eremon dejó sobre el rostro de Samana una marca blanca, pero los ojos de su prima brillaban de excitación.
Por fortuna, Rhiann pudo abandonar la escena y, con una nueva sacudida, regresó a su cuerpo. Estaba sobre la cama y todo le daba vueltas. Se quedó aturdida, contemplando las llamas del fuego del hogar. Toda la superficie de su piel ardía, agonizaba en medio de agudos dolores. Rodó al suelo y vomitó violentamente en la palangana.
Durante una eternidad estuvo dando arcadas. Luego los espasmos cesaron y pudo limpiarse la cara. Trepó al lecho como pudo. Era normal tener algún mareo después de tomar esporas, pero no una reacción tan violenta. Se asustó.
Permaneció en la cama hasta que la choza dejó de dar vueltas a su alrededor y recuperó la sensibilidad en las extremidades.
Las imágenes que había visto se agolpaban en su mente. Trató de concentrarse en la primera escena y de olvidar la segunda. Eremon sonreía, como si sintiera un gran respeto por aquel romano. ¿Era esto una prueba? ¿Debía huir a Dunadd?
Su cabeza siguió dando vueltas a aquellas imágenes hasta que, por fin, vislumbró el amanecer a través de las ranuras del techo.
Ese día, Conaire la halló agachada al abrigo del saliente rocoso que se encontraba bajo la empalizada del castro. Era un lugar secreto, oculto entre los robles. Rhiann tenía por costumbre ir allí para mirar el camino del Oeste.
—Pronto sabremos algo —dijo al ver a Conaire.
Conaire se sentó entre los árboles y después de mirarla detenidamente, le dio una palmada en el hombro, un gesto que, una semana antes, habría sido impensable. Pero entre ambos había nacido una confianza que, en Dunadd, ninguno de los dos llegó a sospechar.
—Volverá, Rhiann, volverá —dijo Conaire, dirigiéndose a ella por su nombre por vez primera—. No conozco persona más leal que Eremon. Ha visto demasiadas traiciones para no serlo.
Rhiann le miró de reojo y advirtió que torcía el gesto con amargura al pronunciar esta última frase. Volvió a preguntarse qué significaría esa expresión de amargura, que tantas veces había advertido también en el rostro de Eremon.
—Pero ¿qué vínculos reales tiene con esta tierra, Conaire? ¿Qué vínculos tienes tú? No soy ninguna estúpida, sé que desea hacerse un nombre. Igual que sé que, si te preguntara por qué, no me lo dirías. Pero ¿y si el mejor modo de hacerse un nombre es a través de Roma?
Conaire negó con la cabeza, apoyando la espalda en un roble.
—Está casado contigo, ha establecido lazos familiares con tu tribu, juró defender a tu pueblo. Y no va a violar esos votos, Rhiann. No el Eremon que conozco.
Rhiann no acababa de creer lo que decía Conaire.
—¿Sabes algo de las prácticas druídicas? —le preguntó.
—No, no sé nada —respondió Conaire, sorprendido por la pregunta—, ¡y no quiero saber! —Le sonrió—. Del Otro Mundo no quiero saber nada más que lo que dicen las baladas y los cuentos y lo que averigüe por mi cuenta cuando vaya allí.
Rhiann no le devolvió la sonrisa.
—Pero habrás oído hablar de las visiones.
—Sé lo que son, sí.
La sacerdotisa hacía dibujos en la tierra con un dedo. Parecía ausente.
—Anoche tuve una especie de visión. Vi a Eremon con un romano. Hablaban y sonreían, como si fueran amigos —dijo, y miró a Conaire—, como si fueran aliados.
—Pero podrías equivocarte, las visiones no siempre aciertan.
—Las mías suelen hacerlo.
—No oíste lo que decían…
—Conaire, Eremon estaba sonriendo.
Conaire reflexionó. Las hojas proyectaban sombras sobre su cara.
—¿Pudiste ver sus ojos con detalle?
—Pues no, pero…
—¡Ahí está! —exclamó Conaire, parecía aliviado—. Sólo yo soy capaz de saber cuándo Eremon miente, y eso sólo si puedo ver sus ojos.
—¿Cuando miente…?
—Rhiann, ¿y si le estuvieran presionando para que haga algo que no quiere hacer? Tendría que aparentar que está de acuerdo. Seguro que tú, como él, también te has visto en esa situación muchas veces. A él se le da muy bien.
Rhiann frunció el ceño y se cogió las rodillas.
—No me parece una explicación plausible.
—Lo es cuando se conoce a Eremon… y se confía en él. ¿Confías en mí? —dijo Conaire, y tocó a Rhiann en el brazo.
Rhiann miró sus increíbles ojos azules.
—Tú haces que sea muy difícil no hacerlo.
—Entonces, espera unos días antes de hacer nada.
—Si crees en él hasta ese extremo, ¿por qué no vas en su ayuda?
—¿Parecía en peligro?
Rhiann recordó la imagen de Eremon y de Samana en la cama y se cogió con fuerza las rodillas.
—No, no directamente.
—Entonces, ésta es mi opinión: él me dijo que me quedase aquí y no pienso desobedecerle… Es así como hemos logrado sobrevivir hasta ahora. Encontrará la forma de volver y, si no puede, entonces dudo que yo pudiera ayudarle. Él querría que te protegiese a ti.
Rhiann lo miró con incredulidad.
¿Por qué, si no le importo?
—Volverá, Rhiann —dijo Conaire con convicción y, cerrando los ojos, apoyó la cabeza en el árbol—. Volverá por nosotros.
Eremon se despertó con un sobresalto. Por el Jabalí, ¡no quería dormirse otra vez! Quería esperar a que Samana durmiera profundamente, no sumarse él a su sueño.
Se incorporó, separándose de Samana con mucho cuidado. Ella murmuró algo ininteligible y rodó al otro lado. Su respiración era tranquila y regular. Por la sensación del aire que penetraba por debajo de la tienda sabía que era cerca del amanecer. Su intención era levantarse mucho antes. Se maldijo y se acercó a la mesa que había junto a la cama. A un lado, en un montón desordenado del suelo, estaba su ropa.
Se puso rápidamente la túnica corta y los pantalones y se calzó las botas. Se fijó en la fuente medio llena que había sobre la mesa. La mecha de la lámpara seguía ardiendo. Su débil luz brilló en la daga que Samana había utilizado para la carne.
Eremon la cogió, sonriendo, y se la metió en la bota.
—Siempre has estado demasiado segura de ti misma, señora —susurró, mirando a Samana y poniéndose de pie. Había llegado la hora de salir de aquel atolladero.
La niebla era densa, la iluminaba el último resplandor de las antorchas que rodeaban la tienda. Miró a su alrededor y se sobresaltó al ver que una figura se materializaba en la bruma; era un soldado con un grueso manto de lana. Evidentemente, Agrícola había apostado un guardia en la tienda. En fin, era de esperar. El hombre se puso ante él con gesto desafiante. Eremon, buscando una excusa con frenesí, le hizo saber mediante gestos que quería ir a las letrinas. No se le ocurrió otra cosa. Al menos, le valdría para alejarse de Samana.
El legionario le acompañó entre las tiendas. Los soldados comenzaban a desperezarse. Se oía cómo rascaban las cucharas en las ollas. Se protegió con el manto del aire cortante. Disponía de poco tiempo.
La letrina era una zanja alargada excavada al borde del campamento y separada de las tiendas por un tosco telón de arpillera. Eremon se metió detrás de la mampara… y el soldado le siguió. Sin pensarlo, Eremon se volvió y hundió hasta la empuñadura la daga de carne en la garganta del hombre, que sólo emitió un gemido apagado. A continuación, con una mueca de asco, dejó rodar el cuerpo hasta la pestilente cloaca. Nadie lo vería al menos hasta el amanecer.
Limpiándose la sangre en la túnica, rodeó la letrina y pasó entre las estacas de la valla de sacos al otro lado. Sólo quedaba un pasillo ancho y despejado entre él y los cercados donde se encontraban los bueyes y, detrás de ellos, la empalizada, que desaparecía en la niebla. El cielo empezaba a iluminarse, pero Eremon estaba seguro de que, envuelto en su manto de color pardo, con aquella niebla densa y aún de noche, resultaría muy difícil verle, incluso aunque le estuvieran buscando. Cosa que, de momento, resultaba improbable.
Se detuvo un instante, pensando cómo podía salvar el talud y la empalizada. Por fortuna, los campamentos romanos estaban construidos pensando sobre todo en no dejar entrar a los enemigos. La empalizada no era demasiado alta por aquel lado. Respiró hondo.
—Si me caigo —murmuró—, una espada romana en las tripas es mejor que una corona de traidor.
Puso la mano sobre el colmillo de jabalí y rezó con fervor al Jabalí y a Manannán, y también a la Diosa de Rhiann.
Para ayudar a los epídeos y, quizás, a Erín, tenía que salir de allí con vida.
Didio estaba sentado sobre su caballo mientras uno de sus asistentes ataba su bolsa a la silla. El animal resoplaba y se movía, mientras el ingeniero se frotaba las manos para entrar en calor. El clima del Norte le sentaba tan mal a la circulación como a los intestinos. Padecía diarrea desde que habían dejado las tierras más civilizadas del Sur, si es que se las podía llamar civilizadas.
Miró con añoranza la puerta del campamento, que acababa de cerrarse a sus espaldas. Aquel día debía marcar el emplazamiento de un nuevo fortín de vigilancia en la frontera de Agrícola, pero debía salir antes del amanecer porque estaba a más de quince kilómetros. Como si aquellas tierras no fueran ya lo suficientemente frías y desabridas a la luz del día.