La yegua blanca (37 page)

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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

BOOK: La yegua blanca
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¡Se oyó el ruido de cascos! Un caballo se aproximaba. Supo que se trataba del oficial romano al mando de aquellas tropas, como aquel que habían visto hacía unos días, el de los ojos de acero.

—¡Eremon, Eremon!

Las ramas la arañaron cuando trató de incorporarse sobre su montura y las trenzas se soltaron y le cegaron los ojos. No podía ver nada; no cayeron más jabalinas, pero el ruido de cascos estaba cada vez más cerca. El caballo, herido, había aminorado el paso y empezaba a renquear.

Y entonces sintió que la cogían por la cintura y que la colocaban sobre otra silla. Trató de soltarse, arañando con desesperación el rostro que apenas veía.

—¡Por el Jabalí, mujer, soy yo! —Rhiann le miró a los ojos, que, por una vez, brillaban con miedo—. ¡Agáchate!

Eremon empujó hacia delante a Rhiann, que se agarró al cuello del caballo, manchado de barro y empapado de sudor. Sentía cómo los músculos de las patas delanteras del animal se contraían y se estiraban mientras Eremon lo guiaba. Y sentía también el golpeteo de las piernas de Eremon contra su espalda. Y encima de sus oídos, oyó un chocar de espadas.

El jinete juró en britano esta vez. A continuación, hubo gruñidos y jadeos. Rhiann sintió que, con cada golpe de la espada romana sobre Fragarach, el cuerpo de Eremon se sacudía.

Hubo un empujón violento y rápido, una nueva maldición y algo pesado cayó al suelo.

Eremon volvió a talonear a su caballo.

—¡Ria! —gritó, con un golpe de las riendas.

La catarata de cascos volvió a empezar y Rhiann vio pasar la tierra a toda velocidad.

El resollar de Eremon fue para ella como una dulce música.

Después de que Eremon descabalgara al centurión, el camino dio paso a un desfiladero que conducía a las faldas de las montañas. Quizás Agrícola considerase aquella cadena montañosa como una frontera natural, pues, aunque el príncipe no quiso aminorar el paso hasta alcanzar el gran Lago de la Almenara, no volvieron a ver tropas invasoras.

Las montañas que se asomaban al lago se elevaban desde la misma orilla. Entre la cima y las negras aguas no había más que un sendero estrecho y pedregoso. Por encima de ellos, el pico de la Almenara penetraba en las nubes, proyectando sobre ellos un oscuro manto de sombra. Los jinetes pasaron por debajo de una cascada rodeada de niebla y, a la hora del crepúsculo, giraron hacia el Oeste para ascender por una cañada cubierta de nubes donde, por fin, Eremon ordenó hacer un alto.

Por primera vez desde que dejaron atrás la granja, soltó a Rhiann, quien, demasiado cansada para hablar, bajó a un suelo alfombrado de musgo y de helechos. Al cabo de un rato, el resplandor de una hoguera iluminó el bosque; una sombra cruzó cuando Eremon se acercó a Rhiann para echarle su manto sobre los hombros.

—Toma, ponte esto.

—No, lo necesitas tú —dijo Rhiann, a quien le castañeteaban los dientes.

El príncipe se sentó en cuclillas a su lado.

—Es la impresión. Nos pasa a todos las primeras veces. Mira, estás temblando. —Eremon la envolvió en el manto.

—Gracias. —Rhiann le miró a los ojos—. Gracias.

Eremon sabía que no se refería tan sólo al manto. Además, se dio cuenta de que la epídea no tenía un cazo y le dio el suyo.

—Habría hecho lo mismo por cualquier hombre de este grupo. Eso es lo que ocurre cuando formas parte de mi partida.

—No tenía que haber venido. —Rhiann tomó el cazo y sorbió el hidromiel. Empezaba a entrar en calor—. No tenía que haberme caído así… Fue una estupidez.

Eremon se quitaba el barro seco de las piernas.

—Nuestro ataque a la granja… te dolió profundamente, por eso te caíste.

Rhiann no añadió nada más. Se fijó en que Eremon tenía el brazo derecho manchado de sangre. Sobre su túnica había manchas de otra cosa que prefirió no identificar. Había cabalgado con él, así que su propia piel estaría manchada.

—En el castro —se aventuró a decir Eremon— oí decir que viste cómo toda tu familia adoptiva moría durante una incursión.

Ella quería responder que no era cierto. No deseaba sacar a la luz su parte más frágil, pero Eremon le había salvado la vida.

—Sí —susurró—. Lo vi todo.

El erinés asintió una sola vez. Como dando un golpe seco.

—La guerra es mi ocupación, pero lamento que nuestro ataque a esos soldados te haya dolido tanto.

Rhiann suspiró.

—Estabas defendiendo a personas que forman parte de mi tribu y lo sabía, pero reacciono mal en esas situaciones —dijo Rhiann, recordando, de pronto, la noche de bodas. Y Eremon, ¿estaría pensando él en lo mismo?—. Siento haber tenido tan poco cuidado.

—No, yo he bajado la guardia, lo cual ha sido una gran estupidez. Tendría que haberme asegurado de que ya habías cruzado al otro lado.

—No, la culpa ha sido mía. Os he puesto en peligro a todos —dijo Rhiann, y observó la sonrisa de Eremon a la luz de la hoguera.

—Bueno, creo que ya basta de culpas por esta noche.

—No, no basta. —Rhiann suspiró hondo. Lo que iba a añadir era muy difícil de decir—. Me equivoqué, Eremon. Supuse que Samara seguiría siendo fiel a su pueblo, pero no es así. No debimos haber venido. Lo hicimos y fue idea mía. —Él enarcó las cejas mientras la joven se arrebujaba en el manto—. No volveré a inmiscuirme en asuntos que te conciernen en exclusiva.

Eremon rodeó sus hombros con un gesto amistoso.

—Si yo hubiera pensado que te estabas inmiscuyendo, no te habría traído —dijo—. Y ahora, duerme. Pasaremos aquí la noche.

Rhiann se quedó mirando a Eremon cuando éste se levantó para acomodarse en otro lugar. Estaba desconcertada.

Capítulo 33

Al Norte, Maelchon recibió a Gelur, el artesano, en su oscuro palacio. Kelturan había trasladado a sus subordinados la orden de reanudar las obras de la torre. Gelur era el mejor carpintero del reino y también un escultor hábil, de modo que lo había nombrado maestro de obras.

Gelur era alto para lo que era normal en las islas y tenía el pelo de un blanco inmaculado y con reflejos azules, pero su piel estaba marcada con las cicatrices de la viruela que había padecido de niño.

—Mi señor —comenzó, cogiéndose las manos. Maelchon lo observaba con satisfacción, dejando que su temor aumentase.

—¿Qué quieres, carpintero?

—Señor, me resulta imposible volver al trabajo tan pronto. Los hombres tienen que terminar la siembra y salir al mar. Moriremos de hambre si no lo hacen.

No añadió que la fortuna de su familia dependía de las tallas y de los edificios de los ricos en que trabajaba, ni que tenía un encargo muy importante que cumplir antes de la estación del sol. Maelchon, sin embargo, sabía esto, pues Kelturan tenía muchos ojos.

El rey se inclinó hacia delante. Su trono había sido construido en tiempos de su abuelo y ambos brazos tenían forma de nutria, retorcida en espiral y con los ojos de ámbar.

—Dices cosas que no se corresponden con tu posición, Gelur —advirtió al artesano—. Empezarás las obras ahora. Y ya acabarás —dijo y se volvió hacia una mesa en la que tenía, como siempre, una cuerna de cerveza.

Gelur no se movió. No hizo una reverencia y se marchó, como era de esperar. Se quedó donde estaba.

—No estoy de acuerdo, mi señor.

Maelchon le miró, muy sorprendido. Admiraba su valor, aunque estuviera mal dirigido. No le bastaría para conservar la vida. Porque, por mucho que le necesitara, Gelur ya no podía salvarse.

Maelchon tamborileó con los dedos sobre los ojos de las nutrias.

—Pensaré en ello —dijo—, pero tú harás lo que yo te diga.

Gelur vaciló un instante y, por fin, hizo una reverencia. Cuando estaba ya en la puerta, Maelchon habló otra vez.

—Una cosa más, carpintero. No te olvides de transmitir mis bendiciones a tu bella esposa y a tu nuevo hijo. Es un varón, ¿no es así? —sonrió.

El miedo brilló en la cara de Gelur.

—Sí, mi señor. Lo haré, mi señor.

Cuando el artesano se fue, Maelchon dejó de sonreír y se quedó mirando los muros con los ojos encendidos.

Aquella noche cenó con su esposa. Como de costumbre, ella se sentaba tan lejos de él como podía, encorvando su menudo cuerpo para protegerse.

Maelchon la miró por encima de su copa de vino. Era joven y enfermiza, de piel pálida, como la de un hombre ahogado, y cabello lacio como las algas. Su cara dejaba traslucir los huesos, quizás a ello se debiera esa mirada afilada que tanto le desagradaba. Por las noches, la visitaba poco, porque era débil y todavía no quería arriesgarse a una disputa familiar, por pobre que fuera el premio. Pertenecía a una rama inferior de los cerenios…, ni siquiera era una princesa de sangre real.

Por supuesto, pronto estaría en condiciones de elegir la esposa que quisiera entre las casas más nobles de la tierra. Cualquier doncella de cualquier parte. ¡Nadie lo rechazaría! El recuerdo de una melena dorada y cobriza cruzó por su mente. Nadie lo rechazaría…
esta vez.

Como siempre, recordó aquel día, el color exacto de aquel cabello, el fuego que surgió en su entrepierna… la presión. Retiró la silla y miró a su esposa. Al ver su sonrisa, la mujer se quedó petrificada, como una liebre delgada y pálida sorprendida fuera de su madriguera.

Maelchon había despedido a los sirvientes y, como de costumbre, Kelturan se había retirado pronto. Así pues, estaban solos. El monarca se levantó y rodeó la mesa. Ella miró a su alrededor…, pero no había escapatoria. Gimoteó.

Sí, eso me gusta.

—¿Vas a rechazarme, querida? Porque ya sabes lo que quiero.

Le acarició la mejilla con su pulgar retorcido, y hundió las manos en su melena, echando su cara hacia atrás para que lo mirase. Sí, en sus ojos había miedo, pero también odio.

Ah, el odio es bueno.
Por menuda y débil que fuese, en aquella mujer había una chispa, una chispa que provenía de su odio acumulado.

Maelchon se agachó con un movimiento rápido, cogió a su esposa con sus brazos de oso y la tendió sobre la mesa, entre platos a medio comer y derramando la cerveza. Tenía una muñeca tan poderosa que podía sujetar a su esposa con una mano mientras con la otra se despojaba de sus pantalones y rasgaba la túnica y la saya de la mujer.

La reina se debatió, como a él le gustaba. Sus puñetazos y arañazos sólo servían para inflamarle de deseo todavía más. Continuó sujetándola, prolongando el momento. Y su miembro se estiró y endureció, rojo y palpitante bajo la luz del fuego.

Pero no pudo esperar mucho tiempo. La empaló, gozando con su grito de dolor. La sensación de sus huesos ligeros bajo su cuerpo, el saber que podría aplastarla con la facilidad con la que aplastaría a un pájaro, suscitaron en él una oleada de ira oscura que aumentó su lujuria. Y, como siempre, los recuerdos se precipitaron como un torrente.

El brillo de aquellos cabellos contra los brezos, los ojos azules como el mar poco profundo, una boca tentadora y llena de promesas.

El recuerdo ahondó la ira y prendió su odio, hasta que la lujuria y la necesidad de destrucción se fundieron en un glorioso todo y perdió el control de su cuerpo con un rugido salvaje y un espasmo en las piernas. Y las imágenes fueron chispas detrás de sus ojos.

Cuando se apartó, resollando, su esposa no se movió para cubrirse, siguió en el mismo lugar, con las piernas manchadas de sangre de unas heridas que no parecían curarse nunca. No era una mujer de verdad, sólo un triste remedo.

Se puso los pantalones y se sentó en su trono. Cuando su esposa se escabulló con sigilo ni siquiera se dio cuenta.

Por un momento, mientras miraba al fuego, disfrutó de la sensación del sudor que se secaba en su nuca, de su respiración agitada y el latido precipitado de su corazón. Una sensación de alivio que no duraría mucho.

Como siempre, el regreso de la ira y la necesidad del poder crecerían en él con una picazón y una tortura insoportables.

Hasta que hiciera lo que tenía que hacer. Hasta que tuviera lo que merecía.

Capítulo 34

Junto a las puertas del castro de Dunadd, todos los ojos estaban fijos en el hombre rechoncho del manto ajado, el mismo al que acababan de bajar de la grupa de un caballo romano. Aunque el cautivo no tardó en ponerse de pie, sólo le llegaba a Rhiann a la altura del hombro. Así pues, los niños no tardaron en perderle el miedo y en apiñarse en torno a él. El hombre trataba de conservar su orgullo, pero el efecto quedaba muy diluido al no poder mirar a nadie por encima del hombro.

Mientras escuchaba a unos hombres altos y fieros bombardear a Eremon con preguntas y la música desconocida de un nuevo lenguaje, Rhiann advirtió cómo el romano iba perdiendo altivez, hasta que sólo le quedó el puro miedo. Tenía los ojos oscuros, que abría mucho, y en ellos se reflejaba un círculo blanco de rostros recelosos.

Para empeorar las cosas, estaban a principios de la estación en que florecían los árboles, cuando los druidas afirmaban que los días y las noches duraban lo mismo. Era, por tanto, la época de la feria equina anual. Con la cebada ya en siembra, a Dunadd acudían gentes de todos los confines del territorio epídeo, de las montañas y de las islas, para comprar o vender yeguas y sementales, y los potros del último año para el tiro de los carros. Llegaban también para ofrecer sus tributos de pieles y lana a cambio de grano y metal, hierbas y tintes, y para recoger noticias y concertar casamientos. La población de la villa aumentaba y la llanura del río se cubría de caballos y tiendas, algunas de ellas coronadas por los estandartes de los clanes.

El arroyuelo de gente que normalmente cruzaba las puertas de Dunadd se había convertido en torrente. Y todos ansiaban conocer algo curioso o exótico.

Muchos estiraban las manos sucias para tocar el manto de Didio, su piel suave y sus cabellos cortos. Las gentes se reían y empujaban para acercarse. Hasta que el romano enseñó el blanco de los ojos, que se movían como los de un caballo asustado.

El terror aumentó cuando Eremon hizo gestos a Fergus para que llevara a su carga a la parte alta del castro, a la Casa del Rey. Rhiann y los demás hombres le siguieron. Y los niños también, sin dejar de burlarse de Didio, empleando las expresiones que habían oído a sus padres en las últimas lunas.

—¡Escoria invasora!

—¡Perro asesino!

Y entonces, una bola de barro llegó por el aire para golpear a Didio detrás de la oreja. El romano tropezó, y Fergus y Angus se rieron, empujándolo. Rhiann se revolvió sobre los niños con furia.

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