La yegua blanca (18 page)

Read La yegua blanca Online

Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

BOOK: La yegua blanca
10.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Voy a cantar —anunció el bardo con grandilocuencia— la balada de los Hijos de Mil, que relata las hazañas del antepasado más glorioso de mi príncipe, el primer Eremon, que conquistó Erín con sus hermanos y desterró al pueblo feérico, a los Túatha dé Danann
[9]
Éste, habréis de ver, es su linaje, el más noble de nuestra muy noble isla…

Etcétera, etcétera… Rhiann tomó otro trago de hidromiel. Y el bardo inició el relato.

Había que admitir que tenía una voz clara y bonita. Los Hijos de Mil, entre quienes se contaba el famoso bardo Amergin, llegaron a Erín procedentes de Iberia hacía innumerables generaciones. Rhiann no conocía la balada, y aunque relataba la historia de los ancestros de
él,
se dejó llevar por la rítmica entonación del muchacho y por las notas del arpa, y extrajo algún consuelo de su belleza. Los presentes se habían sentado y guardaban silencio y permanecían relajados, si bien no siempre prestaban atención; algunos con cuidado de no quemarse los pies en el hogar, todos con las manos sobre sus tripas llenas y las cuernas a buen recaudo.

Luego, mirando a su alrededor, los ojos de Rhiann se detuvieron accidentalmente en el marcado perfil de su marido. Estaba en un banco, erguido, atento al bardo. Había en él algo que no había percibido en toda la noche. Parecía en estado de alerta, con todos los sentidos puestos en el muchacho. Curioso.

Volvió a concentrarse en el relato, que narraba cómo las poderosas palabras de Amergin contribuyeron a que los hermanos expulsaran a los Túatha dé Danann, que se retiraron a sus moradas del subsuelo. A continuación, los hijos de Mil se repartieron Erín.

El bardo prosiguió con orgullo:

Y así los guerreros,

Los grandes guerreros,

Los guerreros de oro,

Reunieron diez mil espaderos cada uno,

Y cada uno diez mil lanceros.

Celebraron un banquete una noche,

En el que devoraron cinco jabalíes,

Y regalaron veinte aros de oro.

Pero, oíd, Eremon mac Mil era el más sagaz

Y el más hermoso.

Y el oro de su palacio,

El oro de sus pendones,

Refulgía en toda Erín.

La voz del bardo cambió y se interrumpió para ejecutar un pasaje difícil con el arpa.

Rhiann se fijó en la mano del príncipe, apoyada en la rodilla. Bajo el resplandor del hogar, brillaba la joya de su anillo, pero tenía el puño cerrado y lo apretaba con fuerza. Acto seguido, vio que decía algo al oído a Conaire, que a su vez habló al oído con otro
gael,
que desapareció furtivamente hacia el fondo de la sala.

El bardo había bajado el volumen:

Así comenzó la disputa,

La disputa familiar,

La mayor que Erín haya conocido,

Hermano contra hermano…

De pronto, el chico dejó de tocar y su hermosa voz vaciló y se apagó. Miró a su príncipe y Rhiann, que se sentaba muy cerca, observó cómo abría como platos sus bellos ojos grises, que pasaron de expresar el trance y la ensoñación del canto a algo parecido al… ¿miedo? En ese preciso momento, el
gael
que se había levantado regresó a empellones a la piedra del hogar, tropezando y agarrándose a otro hombre como si estuviera borracho como una cuba. El hombre al que se había agarrado le maldijo y ambos se cayeron sobre el bardo, derribándole.

Los presentes estallaron en carcajadas, el príncipe pidió más cerveza y los sirvientes irrumpieron en la estancia. Rhiann observó cómo, mientras las bromas y los insultos arreciaban sobre el presunto borracho, que se dirigió hacia la puerta tambaleándose, otros hombres de Erín se aproximaban rápidamente al bardo y le ayudaban a levantarse. Cuando se hubo sacudido el polvo y comprobado el estado del arpa, ya nadie le prestaba atención.

Algunos de los sirvientes epídeos tenían flautas y tambores y aprovecharon la oportunidad para iniciar un alegre baile. Casi todos pidieron más cerveza, porque ahora preferían conversar, bailar y acariciar a sus mujeres.

El príncipe se puso en pie y la saludó con una inclinación de cabeza. Estaba muy serio. A continuación, se abrió paso entre los presentes, seguido de su hermano. Muy curioso. Era evidente que en el linaje de aquel hombre había más de lo que él había dado a entender. Tal vez no fuera tan noble como su joven bardo alardeaba.

—Hora de marcharse —dijo Linnet, sacudiéndose las migas de la falda.

—Yo me quedo.

Linnet la miró a los ojos.

—Entonces yo también me quedo. Voy a acompañarte al lecho nupcial —dijo, apretando los labios.

—No, vete. Estás cansada.

—No pienso dejarte aquí.

Rhiann apoyó su mano sobre la de Linnet.

—Con eso no solucionas nada, tía. Hazme caso, por una vez.

Linnet sostuvo la mirada de Rhiann. En torno a ellas giraban, en medio de la estridente música y del griterío, los alborozados bailarines.

—Te quiero-dijo.

—Y yo a ti.

Pero si te vas, podré ocultarme de este miedo que me ahoga. Vete, por favor, vete

.

Capítulo 15

Fuera, la Luna estaba baja y pesada, a punto de meterse en su lecho. En la Casa del Rey, llena a rebosar de cuerpos sudorosos, hacía calor. Un nuevo brindis y Eremon tuvo que beber de su copa por tercera vez en otros tantos latidos de corazón.

Por el rabillo del ojo vio a Conaire. Alguien le había manchado la túnica de cerveza y una mujer, con los senos muy prietos contra la fina tela de su vestido, se colgaba de su cuello. Conaire se reía a carcajadas mientras trataba de soltarla y de abrirse paso a través de los presentes.

Eremon se revolvió en su asiento. Ansiaba respirar un poco de aire fresco. A la luz del hogar y de las antorchas, los semblantes parecían borrosos, embadurnados de sudor, rubicundos a causa de la bebida. Talorc estaba en los asadores junto a Rori, a quien, pese a que tenía pinta de enfermo, obligaba a tomar un poco más de carne ante la mirada y la carcajada de otros hombres.

De Aedan no había rastro.

Estúpido bardo. Habría salido a hincarse de rodillas y suplicar a Eremon que le perdonara por cantar aquella balada dedicada a los hijos de Mil, unos asesinos que, para desgracia de Erín, se revolvieron unos contra otros y lucharon hasta la muerte. La balada del primer Eremon, que mató a sus hermanos por hacerse con el trono de Erín. Una historia que tenía demasiado que ver con la realidad presente.

Aedan se había preocupado tanto de dar pruebas de su linaje, por enaltecerlo delante de aquellas gentes, que se había olvidado de por qué estaban allí y de qué tenían que ocultar.

Es evidente que las disputas entre hermanos son una constante en mi familia.
Eremon bebió más hidromiel y sonrió. Ah, el bardo no había hecho más que lo que hacían todos los de su clase, cuya existencia giraba en torno a la alabanza de sus señores. En realidad, ni siquiera estaba enfadado. Al fin y al cabo, ¿quién, entre los presentes, establecería una relación? En todo caso, no haría falta ninguna reprimenda. La vergüenza que había sentido era suficiente castigo para Aedan, que se había escabullido para estar solo. Le pediría que compusiera una canción sobre la boda, eso le haría feliz.

Delante de él, Colum y Finan estaban acostados sobre un tablero de
brandubh
[10]
; sobre su cabeza cruzaban peligrosamente apuestas de dagas y anillos. Los druidas se habían marchado hacía rato, igual que las mujeres.

Se removió en el asiento. Estaba incómodo. El cinturón le apretaba, porque había comido demasiado jabalí. Pero le habían cedido la parte del campeón, ¿cómo negarse? Tampoco pudo negarse a beber en cada uno de los brindis de su nueva familia.
Ah, pero no debo emborracharme. Ahora no, no es seguro.
Miró a Conaire y deseó que estuviera más cerca.

A su lado, algo se movió. La chica. Su novia. Su esposa. No le había dicho nada, y allí seguía, quieta y pálida como la nieve, inmóvil en su silla. Las voces y las carcajadas, las bromas y las groserías pasaban a su lado como si fuera una roca en mitad de un río. Tenía la mirada perdida, fija en algún punto del oscuro techo. ¿Por qué no se había ido a la cama? No parecía hecha para fiestas como aquélla.

Con un impulso súbito, se inclinó para hablarle.

—Me retiraré si así lo deseas, señora. ¿No hemos pasado aquí ya tiempo suficiente? —Con gran esfuerzo, las palabras salieron de su boca con claridad.

Se dio cuenta de que la muchacha se quedaba helada, aunque no hubiera movido ni un cabello. Por un momento, su piel se convirtió en piedra.

—No. Nunca será suficiente —le respondió, como si mordiera las palabras.

No supo qué decir. Su cerebro era como un ovillo de lana en el que nada, ni un pensamiento, se distinguía con claridad. Vagamente, se percató de que la muchacha estaba molesta. Pero ¿por qué? La mayoría de las doncellas estaban impacientes por ir al lecho nupcial, muy pocas no habían tenido alguna experiencia anterior. Quizá su esposa fuera una de ellas. O todo lo contrario. Desde luego, podía congelar los huevos de un hombre a cien pasos. Sabía que debía hacer algo…, decir algo…

—¡Eremon!

Sobre su hombro cayó la mano de su hermano, que se arrellanó como pudo a su lado, buscando una posición cómoda para la pierna.

—¿Dónde estabas? —le preguntó, y se dio cuenta de que arrastraba las palabras. Sacudió la cabeza de un lado a otro intentando aclararse.

Conaire arrimó la cabeza a la suya, sonriendo.

—¿Dónde crees tú? En los establos, dándome un revolcón con esa chica que me ha echado la cerveza encima.

—¿Bromeas?

—En absoluto —respondió Conaire, apartándose de la cara el flequillo empapado de sudor, y depositando unas briznas de paja en la mesa—. Lamentaba mucho haberme empapado. Lo lamentaba
muchísimo.

Eremon se echó a reír. Y le entró hipo.

—Hermano…, me están emborrachando.

—Ya me he dado cuenta.

—No podía negarme, habría sido una… falta de educación.

Conaire continuó quitándose briznas de paja de la túnica.

—Por supuesto. Es un honor que te hayas sacrificado por nosotros.

—Pero no es seguro. Los hombres… —dijo Eremon, señalando la sala con un vago ademán.

—¡Por el Jabalí, hermano! Te lo mereces. —Conaire apoyó el brazo en los hombros de Eremon—. En cualquier caso, estoy aquí. Yo cuidaré de todos, no te preocupes.

—¿Estás… seguro?

—Tan seguro como de que esa chica lo sentía muchísimo.

—Eres un buen amigo. Un
buen
amigo. —Eremon palmeó con afecto la mano de Conaire.

—Y ahora, príncipe, ahorra energías para tu esposa. Yo protegeré tu cama, no te preocupes.

—¡La cama! Ah, la cama, no debería haber bebido tanto.

—No te preocupes, no creo que espere gran cosa.

—¡Chitón! Puede oírte —dijo Eremon, echándose sobre Conaire para taparle la boca.

—No creo. Se ha ido.

Rhiann estaba muy rígida y aguzaba el oído. El fuego de leña de manzano desprendía bocanadas de humo fragante, y se dibujaban sombras sobre las paredes de acacia de la choza nupcial.

La cama en que se había metido estaba hecha de cuero sin curtir colocado sobre una estructura de madera y el colchón era liso y mullido. En sus piernas desnudas, sentía el frescor de las sábanas, que eran de lino y estaban perfumadas con lavanda traída del extranjero. Las pieles de encima eran las más suaves: nutria, foca y castor. No se habían escatimado esfuerzos para convertir aquella cama en un paraíso de belleza.

Volvió a poner la mano sobre la cintura, agarrando su bolsita de sacerdotisa. Las doncellas más jóvenes, encargadas de atenderla, le habían quitado el vestido, la túnica y las joyas. Una de ellas le había cepillado el cabello con un peine de hueso y plata, hasta que cayó sobre los ojos como una sábana de seda y reflejos cobrizos. Además, habían perfumado su piel con aceites aromáticos, sin dejar de reír mientras lo hacían. No obstante, cuando habían querido desatar el lazo de su saya, ella había apartado sus manos y, con una sola mirada, habían comprendido que no quería quitarse esa prenda y no habían insistido. Por su parte, a Rhiann no le importaba lo más mínimo que la tomaran por mojigata. Sólo quería que la dejasen sola.

Y allí estaba, en la penumbra, sin saber qué hacer.

Estoy atrapada.

Se esforzaba nerviosamente por llevar aire a la carne pesada en que se había convertido su cuerpo, pero tenía la respiración entrecortada. La parte más fría de sí misma le decía:
Eres una mujer noble. Eres una sacerdotisa. Tienes que saber lo que hay que hacer.

Pero no lo sabía. La cabeza le daba vueltas, con momentos de gélido vacío a los que, atropelladamente, seguían instantes de fuego. El tiempo parecía arrastrarse, como sucede, se decía, cuando se está en la antesala de algo que se ha temido durante muchas lunas. Lo que iba a ocurrir había deseado evitarlo por todos los medios, negándose a creer que el momento se aproximaba. Ahora, de pronto, ese momento había llegado, iba a suceder.

Y debía afrontarlo. Ocultarse en el fondo de su mente ya no funcionaba, porque ahora las mentes ya no tenían nada que ver, ni los pensamientos, ni los recuerdos, ni los temores, ni los miedos. Ahora entraba en juego la carne, la carne de un hombre, su respiración, su fuerza.

Se tapó los ojos con la palma de las manos. Podía marcharse. Pero entonces, cada una de las razones por las que se había casado con él carecería de sentido y sus gentes no quedarían en mejor lugar. No, por mucho que lo deseara, marcharse no era la respuesta.

Debía hacer lo único que podía hacer: encerrarse en sí misma, recurrir a la férrea disciplina propia de las sacerdotisas que había aprendido en la Isla Sagrada. Emplearía la misma concentración necesaria para tener visiones, era el único modo de asegurarse de que ni los pensamientos ni las sensaciones se interpusieran. Sí, eso haría…

De fuera, hacia el sendero, llegó el ruido de pisadas irregulares y atropelladas, y de voces masculinas.

Y todos los momentos se precipitaron en uno.

Capítulo 16

Eremon avanzaba a trompicones en medio de un grupo de borrachos. Talorc le daba a la fuerza otra copa, derramando la mitad del hidromiel sobre su túnica.

Other books

A Good Man in Africa by William Boyd
Mr. Timothy: A Novel by Louis Bayard
All Shook Up by Josey Alden
Reclaimed by Diane Alberts
Taking Terri Mueller by Norma Fox Mazer
Promise to Cherish by Elizabeth Byler Younts
Charleston by John Jakes
Stained Glass by Ralph McInerny