Gelert miró fijamente al príncipe durante largo rato.
—Los caminos del mar estarán abiertos dentro de pocas lunas —dijo, con voz aterciopelada—. Quiero que me expliques la situación exacta del castro de tu padre y la mejor forma de que uno de nuestros emisarios llegue hasta allí.
Eremon inclinó la cabeza en señal de respeto. —Consideraré esa petición cuando llegue el momento, pero, por ahora, hay muchas cosas que hacer, y más habrá cuando lleguen los guerreros. Así pues, si me permites, tengo que volver a la instrucción.
Gelert apretó con fuerza su báculo. Sus manos se crisparon sobre los ojos de la lechuza hasta ponerse blancas.
—Entonces hasta el brote de la hoja, príncipe —dijo y dio media vuelta.
Eremon se le quedó mirando. Conaire se aproximó a él.
—¿Es preciso que te enfrentes a él tan abiertamente, hermano? Necesita que le recuerden cuál es su lugar. Un pacto, ¡ja! No pienso ser el perro de nadie. Quizás le haya llegado el momento de averiguar con quién se las veía cuando me planteó su propuesta —dijo Eremon, tirando su túnica en el banco más cercano—. ¡Vamos! Coge tu espada. Necesito quitarme de encima este apestoso olor a druida.
Rhiann se colocó el bebé en la cadera.
—Diosa, cómo pesa. ¡Qué bien está engordando! —dijo mientras acariciaba en la barbilla al niño, que se rió y apoyó la cabecita en el hombro de la Ban Cré.
—Ahora sí. Gracias a vos, señora. —Aldera, la esposa de Bran, el herrero, miró a su hijo con ternura. Estaban junto a la puerta de la choza de éste.
—Y ahora, quiero que le des los polvos que te he traído disueltos en leche de yegua, todos los días durante otra luna. Brica, ¿le has dado el paquete a Aldera?
—Sí, señora.
La sirvienta insistió en que Rhiann se pusiera su manto al observar la reciente capa de nieve que cubría las calles.
En ese preciso instante, Rhiann vio a Gelert cruzar la Puerta del Caballo. Venía del Palacio del Rey y era evidente que estaba furioso. Le seguían un par de novicios. Al llegar a su altura, el druida aminoró el paso.
—Gran druida —le saludó Aldera, e hizo una reverencia.
Gelert respondió con una inclinación de cabeza. Acto seguido, fijó su adusta mirada en Rhiann, que todavía sostenía al bebé entre sus brazos. La recorrió de arriba abajo con la mirada, deteniéndose en su vientre intencionadamente. Con la misma intención, Rhiann besó los suaves cabellos del niño.
Sabía que a Gelert no se le escapaba ningún detalle y que también él se había fijado en sus ojeras y en su creciente delgadez. En efecto, la sonrisa de complacencia que cruzó el semblante del druida antes de alejarse no le dejaba la menor duda. Deseaba verla embarazada, deseaba verla sufrir. Observando su espalda, los cabellos blancos que caían sobre sus hombros, consideró la idea de decirle cuál era exactamente la situación, aunque no fuera más que por borrar aquella sonrisa artera de su cara. Quería demostrarle que sus planes no le habían causado el menor daño…, pero no. Ningún bien les reportaría a ella o a su tribu desvelar en aquellos momentos la naturaleza de su relación con el príncipe.
Ella y Brica se despidieron de Aldera y tomaron el camino de regreso a su choza. De pronto, a Rhiann se le ocurrió que, si sus vínculos matrimoniales con Eremon se truncaban, Gelert se ocuparía de buscarle otro hombre de inmediato. Y, sin duda, ese otro hombre seria más exigente que el príncipe de Erín en lo tocante a sus deberes como esposa.
Sintió una punzada en el vientre y se paró. Brica se detuvo a su vez.
—¿Qué ocurre, señora?
—Necesito dar un paseo.
Brica miró las nubes. Traían nieve.
—Junto al fuego estaremos más calientes.
—No necesito calor, necesito aire.
Brica se mordió el labio.
—Tiene que cuidarse, señora. La falta de sueño… —dijo Brica, y se interrumpió. Rhiann percibió en el tono de su doncella cierto resquemor. Quizás fuera porque todavía dormía en su cama. Por supuesto, también ella suponía que el príncipe la tenía toda la noche en vela para satisfacer sus apetitos.
—Ya duermo mejor y el aire fresco es tan importante como el descanso, como tú sabes muy bien, aunque te empeñes en ignorarlo —dijo, intentando bromear, pero la sirvienta frunció los labios.
La muchacha puso el haz de hierbas en el suelo y se quitó el manto.
—Por lo menos, póngase mi manto debajo del suyo. Yo estoy al lado de la choza.
Rhiann aceptó. Brica la envolvió con ambos mantos y la cubrió con la capucha.
—Así está mejor.
—Gracias, Brica.
En la cima de Dunadd el viento, que soplaba desde las montañas del Norte, sería feroz. En fin, tenía que admitir que Brica tenía razón. En realidad, tenía que admitir todo tipo de cosas sobre todo tipo de gente.
Se alejó. Por su mente cruzó la imagen de un rostro enmarcado por cabellos oscuros.
—¡Cù! —llamó Eremon, y silbó, esperando ver aparecer a su perro por la Puerta del Caballo. En lugar de eso, oyó un débil ladrido procedente de una de las chozas que estaban al pie del altar de los druidas—. ¡Qué perro más tonto!
Se quitó los copos de nieve de la cara, pensando en el fuego del hogar que Cù le obligaba a abandonar y en Conaire, que le esperaba con el tablero de
fidchell.
Pero el animal era joven y lleno de vigor y él no quería que molestase a nadie con sus excesos de entusiasmo.
Siguió el rastro de los ladridos y se internó entre las chozas, por calles que le resultaban desconocidas y que, además, estaban muy resbaladizas. No tardó en llegar a una choza que tenía la piel de la puerta levantada. El lugar le resultaba familiar. Se aproximó en silencio, temeroso y un poco asustado, porque podía oír los gruñidos de Cù, que provenían del interior.
Era la choza de su esposa. Ella estaba junto al hogar, sola, de espaldas a la puerta y en cuclillas. Agarraba con ambas manos un trapo de lino que Cù mordía por el extremo opuesto y sacudía frenéticamente, moviendo el rabo y gruñendo.
¡Dioses! ¡Lo que faltaba! Se dispuso a entrar, debía coger a Cù antes de que pasara algo grave, pero se detuvo porque, de pronto, salió un sonido inesperado de la choza. La risa de la princesa epídea.
Eremon se escondió tras la pared. Cù gruñó de nuevo y tiró con más fuerza.
—Eres un chico muy fuerte —dijo ella, tirando también del trapo—. ¡Pero no me tires!
Su risa era resonante, abierta, rotunda. Nada tenía que ver con la frialdad de sus rasgos, con la timidez de su cuerpo, con el retraimiento con que se comportaba cuando estaba con él.
Pero el momento no podía prolongarse para siempre… Un aliento antes de que el propio Cù advirtiera su presencia, la joven se volvió con expresión de sorpresa y desconcierto.
Eremon dio un paso adelante, procurando adoptar una actitud digna. ¡Le había sorprendido espiándola!
—Si el perro te ha molestado, perdona, señora.
Cù soltó el trapo y se precipitó sobre su amo, poniéndole las patas en el pecho con tanto ímpetu que Eremon estuvo a punto de perder el equilibrio. Cuando consiguió desembarazarse del perro, la muchacha estaba ya al otro lado de un banco de roble, cerca de la pared donde almacenaba las pociones curativas. Agachaba la mirada, pero él se dio cuenta de que se había sonrojado.
Se estrujó la cabeza para decir algo sensato.
—Yo…, eh…, en fin, da la casualidad de que necesitaba hablar contigo.
—¿De verdad? —repuso Rhiann, tomando un paño para agarrar un cazo que estaba al fuego. Era cera de abeja, que vertió en una vasija de barro. A Eremon le pareció ver que le temblaban ligeramente las manos.
—Es acerca de las levas —dijo, acercándose con cautela al hogar. En la piedra, cerca de las ascuas, se tostaban unas tortas de cebada. Olía muy bien.
—¿Las levas?
—No me digas que no has oído una noticia que se ha extendido por todo el castro.
La muchacha levantó la barbilla.
—No chismorreo con las demás mujeres.
—Sí, ya lo he notado. —Eremon rodeó el hogar con cuidado, evitando los gestos bruscos. Para entonces, Cù estaba sentado tranquilamente junto al fuego—. Voy a convocar a cincuenta guerreros de cada clan, quiero acuartelarlos aquí y en los castros cercanos. Pretendo convertirlos en un pequeño ejército.
—¿Cincuenta guerreros por clan? ¡Pero eso son quinientos hombres!
—Una minucia si los comparamos con el ejército romano, pero es un comienzo. Llegarán para el Imbolc.
—¿Para el Imbolc? ¡Pero habrá comenzado el deshielo y las tormentas serán feroces!
Eremon pasó junto a una estantería baja llena de figurillas pintadas de ocre. Junto a ellas había una colección de conchas gastadas y de anémonas secas.
—Voy a despejar la Casa del Rey para que se ejerciten en él, por turnos. Siempre que pueda, practicaremos en el exterior. También tenemos que practicar con los carros…
—¿Vas a hacer la instrucción en el exterior? —preguntó incrédula.
—Sí. —Eremon acarició una concha moteada de cauri. Era muy suave—. Es posible que los ejércitos no marchen durante la larga oscuridad, pero no creo que haya problemas para bajar a los prados que hay junto al río.
Rhiann guardó silencio. Eremon se dio la vuelta, esforzándose por reprimir su exasperación.
—En cuanto el tiempo mejore, los romanos volverán a ponerse en marcha. ¿Crees que cuando lleguen se limitarán a asomar la cabeza en la frontera y a agitar sus estandartes? Debemos estar preparados. Sólo así tendremos alguna posibilidad.
Había insistido en este mismo argumento ante el Consejo durante un día entero.
—Tienes razón —dijo su esposa, asintiendo—. Los romanos no se limitarán a eso.
El erinés parpadeó, estaba sorprendido.
—Pareces muy segura.
—Soy sacerdotisa.
—¿Lo has visto?
Hubo una pausa.
—Mi tía lo ha visto.
—En fin. —El detalle era interesante—. Tendremos que hablar de eso. Por ahora, necesito que pienses en el modo de distribuir a los hombres por las casas y que te ocupes de las provisiones.
A la princesa se le cayó al suelo el cucharón que tenía en las manos.
—¿Yo?
—Sí, ¿quién si no? Eres, a todos los efectos, la reina de este castro, ¿no es así? He conseguido descifrar parte de vuestras, admítelo, extrañas jerarquías. Y a pesar del matrimonio tan poco ortodoxo en el que me he visto metido… —Rhiann bajó la mirada—. A pesar de eso, eres la esposa del caudillo de este castro. Así pues, tengo que confiar en que me apoyes en esta cuestión.
Ya que no en otras.
Esto no lo dijo, pero sintió una enorme amargura, lo cual también le sorprendió.
La epídea se volvió, como si le hubiera oído.
—Me ocuparé de ello. Ya estábamos guardando provisiones de sobra por si hubiera un asedio, pero me aseguraré de que se almacenen más todavía.
Eremon sintió algún alivio. Así pues, ella cooperaría.
—Bien. Creo que también nos va a hacer falta ropa. —Se dio unas palmaditas en la pierna y Cù se puso en pie—. Gracias.
Volvía a sentirse incómodo. Rhiann removía el bálsamo de cera sin apartar la vista del cazo.
—Has de saber que siempre antepongo los intereses de mi pueblo a cualquier otra cosa. Siempre —dijo.
Cuando se marchaba, Eremon se preguntó si volvería a escuchar aquella risa. El hogar sería mucho más cálido, sobre todo ahora que se aproximaban las nieves.
La noche más larga de la oscuridad fue recibida con tambores y ramas de tejo, y pasteles de castaña y calabazas asadas.
Luego, en mitad de una semana de tormentas de aguanieve, amaneció un día despejado.
Sacando los pantalones de montar del baúl donde llevaban acumulando moho más de una luna, Rhiann se puso una prenda interior de lana y una túnica de badana y ató las correas de sus botas de montar hasta las pantorrillas. Necesitaba salir de la Casa del Rey aunque no fuera más que una mañana. El lugar apestaba a sudor rancio, a cuerpo de varón sin lavar y a guiso de cordero, y, francamente, estaba harta de tanto guiso de cordero. Además, tenía los ojos doloridos de tanto coser y remendar a la luz del fuego del hogar, y los dedos torpes y entumecidos.
Cuando Liath vio su manto de montar, movió la cabeza y pateó el suelo del establo.
—¿Tú también estás cansada de esto, mi amor? —Rhiann le acarició el hocico—. Demasiada cebada rancia y muy poco aire fresco, ¿eh?
A pesar de que el cielo llevaba encapotado muchos días, había caído poca nieve y la que había caído se había derretido y mezclado con el barro, lo cual dificultaba la marcha. Sin embargo, Rhiann no deseaba seguir los caminos de los valles. Tenía algo que hacer. Subió a lomos de Liath y siguió el camino del Sur, pero, al poco, se desvió y ascendió por las lomas en dirección a los bosques del Este.
En aquellos parajes había muchos lugares sagrados, de los Antiguos, rocas en las que había grabadas extrañas espirales y una puerta al Otro Mundo hecha con piedras. Y en un pliegue oculto de la tierra, una poza sagrada que un manantial alimentaba tan poco a poco que el agua siempre estaba lisa y cristalina.
Liath ascendió animosamente a través de los ventisqueros. Sus recias patas estaban hechas para esa tarea. El Sol era pálido y entre las ramas ribeteadas de hielo nada se movía ni se oía salvo el gorjeo alegre de un petirrojo encaramado a una alta rama.
Rhiann ató a Liath en un serbal que había cerca de la poza. En unos arbustos, unos trozos de tela desgastados, restos de las ofrendas del año anterior, tremolaban movidos por el viento que provenía de la cima de los montes. Extendió una manta de cuero sobre la orilla de la poza y se inclinó sobre el agua. La superficie no se había helado, aunque una costra de hielo cubría el musgo de la orilla.
De la bolsa sacó una guirnalda de caléndulas secas que había recogido durante la estación del sol y un aro de cobre. El aro procedía de Galia; había puesto un gran cuidado en no tomar nada romano. Por último, extrajo un pequeño frasco de aceite perfumado, lo vació y frotó su contenido en el ojo de la mente, murmurando:
—Elen, guardián del agua, he venido a tu altar. Escucha mi súplica.
A continuación, esparció las flores sobre el agua y, muy suavemente, tiró el aro en la parte más profunda de la poza. El aro giró y giró hasta perderse de vista.
Rhiann suspiro profundamente, cerró los ojos y trató de dejar su mente en blanco. No había llevado
saor
a propósito, ni tampoco ninguna de las hierbas de la visión. Quería averiguar si podía hacer sin ayuda lo que pretendía: vislumbrar lo que sucedería a su pueblo cuando los árboles estuvieran en flor.