La yegua blanca (55 page)

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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

BOOK: La yegua blanca
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—¿Qué puedo hacer?

Esa era Caitlin, preocupada.

—Nada, yo cuidaré de él. Si quieres, ocúpate tú de ese jovenzuelo.

—Podría llevar la espada…

—¡No! ¡Déjanos solos!

Hubo una pausa.

—Sólo intentaba ayudar. —Caitlin parecía enfadada—. ¡No tienes por qué gritarme!

La respiración de Conaire resopló en la oreja de Eremon.

Parece un caballo,
pensó Eremon en sueños.
Es Dòrn, quiere que le dé de comer…

—Tesoro —le dijo Conaire con más suavidad—. Yo cuido de él. Ya lo sabes.

—¡Bah!

Caitlin se alejó con pasos pesados.

Eremon hipó.

—Tienes que conseguirlo, hermano…

Intentó permanecer de pie, pero las piernas se le doblaban, negándose a obedecer.

—Cálmate.

Se produjo un tirón y el mundo se volvió del revés cuando Conaire se lo echó al hombro. Avanzaron haciendo eses y Conaire lo tendió sobre el heno cuando Eremon se sentía peor.

—¿Dónde… estamos?

—En un establo. No hay por qué alarmar a las mujeres y lo más probable es que vayas a vomitar encima de alguien. A Rhiann no le gustaría.

Rhiann…

Eremon recordó su hermoso pelo y las lágrimas centelleantes a la luz de la lumbre.

—Hermano, estoy en un lío.

—¿Qué lío?

Eremon se esforzó por abrir los ojos e intentó centrar la mirada en Conaire, pero todo lo que podía ver era un halo borroso.

Cerró los ojos, se rindió.

—Me he enamorado —confesó arrastrando las palabras— de mi mujer.

Todo el grupo epídeo acudió a la Casa del Rey para oír lo que Calgaco y sus nobles habían decidido.

Sólo Rhiann estaba ausente. Eremon no la había visto esa mañana. Se despertó en el establo con la cabeza a punto de estallar, pero un chapuzón en agua fría y una torta de avena frita en grasa de tocino le habían permitido recuperar su habitual carácter vivaz.

Probablemente está viendo de nuevo a Drust,
pensó mientras estudiaba los rostros de los nobles en los bancos de su alrededor. ¿Y por qué no iba a hacerlo cuando él se había comportado como un estúpido? Gracias a los dioses que no había pronunciado aquella última confesión delante de ella. Se estremeció. Era sólo la bebida. Tenía que serlo.

Se esforzó en apartar la imagen de Drust y Rhiann. Recorrió con la mirada las paredes de detrás de los bancos. Gelert estaba allí, con su enigmática sonrisa más amplia de lo habitual. Conaire, Rori y los demás se mantenían en las sombras, cerca de la puerta. Caitlin los acompañaba.

Como rey guerrero que era, Calgaco no perdió el tiempo.

—Eremon mac Ferdiad, ¿te levantarás para oír nuestra decisión?

Eremon obedeció al punto, y quedó plantado bajo el chorro de luz matinal que se filtraba por la puerta abierta. Llevaba a Fragarach al cinto, se había puesto su mejor túnica y un aro de oro. Parecería un rey de la cabeza a los pies cuando le rechazaran.

Calgaco se levantó también, lo cual sorprendió a Eremon. Tal acto denotaba cierta igualdad entre ambos y, a juzgar por las miradas taciturnas y los murmullos, no sentó bien entre los hombres del rey. Su corazón se alegró.

—Mis jefes de tribu han considerado el plan que les has expuesto, príncipe de Erín.

Las miradas de Calgaco y Eremon se trabaron hasta el punto de que por un momento pareció como si ellos dos fueran los dos únicos ocupantes de la habitación, pero los ojos moteados de oro albergaban pesar una vez más. A Eremon se le encogió de nuevo el corazón.

—Consideran que el peligro no es suficiente para justificar la alianza que tú recomiendas —añadió Calgaco.

Aunque Eremon lo esperaba, la decepción era aplastante.

—Defenderemos bien nuestras fronteras, como siempre hemos hecho, y vigilaremos los movimientos de los romanos. —EI tono solemne se suavizó—. Sé que no es lo que querías oír.

Eremon tomó aliento para que su voz fuera oída por todos los allí presentes.

—Cometéis un grave error, posiblemente fatal. Pero sé esto —giró despacio, mirando a todos los jefes con mirada penetrante—: seguiré haciendo todos los esfuerzos para afianzar la cooperación de las otras tribus. Puede que ellos vean las cosas de forma diferente.

Calgaco inclinó la cabeza en señal de aceptación. Sus audaces palabras no parecían haberle enojado y Eremon pensó con fiereza:
¡Qué gran aliado serías!,
y su desilusión creció.

—¿Y en base a qué autoridad vas a hacer esto?

El desafío sonó cerca del vestíbulo, y todas las cabezas se volvieron hacia quien había hablado.

Gelert se adelantó con su sagrado cayado de roble alzado para que la luz del día incidiera sobre los ojos de azabache del búho. La sorpresa de Eremon fue tal que no pudo pensar en una réplica inmediata.

—Hablas como si fueras un hombre de fortuna para hacer esa demanda —dijo el druida—. Un hombre al que le hubieran jurado lealtad muchas espadas, un hombre que pudiera obtener el respaldo de todas las tribus de Alba.

Eremon entrecerró los ojos.

—¿De qué hablas, señor druida? Soy ese hombre.

Los labios de Gelert se curvaron.

—¿Lo eres? —dijo con voz suave; chasqueó los dedos. La luz de la puerta se apagó cuando un guerrero alto agachó la cabeza para entrar.

El hombre se irguió para encararse audazmente con Eremon.

Era Lorn.

Capítulo 51

Se levantó un murmullo desde donde estaban los hombres de Eremon, que fue consciente de que Conaire había ocupado un lugar a su espalda.

—¿Quién es este hombre? —preguntó Calgaco.

—Soy Lorn, de los epídeos, mi señor. Mi padre es Urben, del Castro del Sol.

—¿Y por qué perturbas mi Concilio?

Lorn hizo un gesto hacia Gelert sin mirar a Eremon.

—Acudo por orden del gran druida. Traigo nuevas acerca del príncipe de Erín que os atañen.

Una terrible sospecha empezaba a tomar cuerpo en el estómago de Eremon. Lorn no se hallaba en Dunadd el día de su marcha. ¿Dónde había estado?

—Regresé de Erín hace una semana —anunció Lorn.

El revés dejó a Eremon sin resuello. Aun así se dio cuenta vagamente de que no había movido ni un solo músculo y que sus hombres no habían hecho el menor ruido, ni siquiera un suspiro contenido por parte de Conaire. En ese momento, se sintió orgulloso de ellos.

Calgaco frunció el ceño.

—Lo que tengas que decir es entre tú y tu caudillo. Vamos a concluir nuestro Concilio y luego podréis solventar vuestros asuntos tribales.

—¡No! —gritó Gelert. Se adelantó un paso con los ojos centelleantes y giró su cayado para señalar a Eremon—. ¡Este hombre nos ha mentido a todos! ¡No es quien dice ser!

El corazón de Eremon palpitó desbocado. ¡Por las pelotas de Hawen! Apretó los puños cuando todas las miradas se volvían hacia él.

—¿De qué habla? —preguntó Calgaco—. ¿No eres el hijo de Ferdiad, rey de Dalriada?

Eremon alzó el mentón.

—Sí, lo soy.

La respiración produjo un siseo al pasar entre los dientes.

—No por más tiempo —replicó Gelert. Se volvió hacia Lorn—. Diles lo que has averiguado.

Lorn sonrió.

—El padre del príncipe ha muerto y su tío le ha hecho huir con lo puesto y sus veinte renegados. Ya no es el heredero. No tiene parientes ni espadas que le hayan jurado obediencia ni hogar. Es un exiliado.

¡Esa palabra otra vez! Resonó hacia las vigas. Eremon sintió cómo le traspasaba la dura mirada de los nobles caledonios, olió el hedor del veneno de Gelert, oyó la nota de triunfo en la voz de Lorn.

Todos estaban en su contra. Había jugado y perdido.

Contra toda lógica, fue en ese instante cuando le invadió una oleada de calma. Ahora podía desprenderse de todo el miedo a que se averiguara la verdad. Los secretos eran algo muy pesado, podía soltar lastre ahora que se encontraba desnudo. Le recorrió un dulce alivio y permaneció aún más erguido con la mano en la vaina. Haría que su padre se sintiera orgulloso.

—¿Es eso cierto? —le oyó preguntar a Calgaco de lejos.

Eremon se volvió para mirar al rey. Allí, era el único hombre que se merecía una explicación.

—Es cierto.

Esta vez el grito sofocado de los presentes fue audible. Eremon vio desconcertarse a Lorn al tiempo que se apagaba el júbilo de los ojos y arrugaba el ceño.
¿Esperaba que mintiera?

—Yo
soy
el heredero —declaró—. Mi tío lo reconoció y me tendió su espada encima de sus brazos, pero rompió su juramento a la muerte de mi padre. Intimidó hasta la rendición a aquellos hombres que no logró comprar. Mis seguidores y yo resistimos contra una partida de cien guerreros, pero al final nos empujaron hacia la orilla. De ahí escapamos a Alba.

Calgaco hizo un movimiento para silenciar a sus hombres, ya que el murmullo crecía cada vez con más fuerza.

Pero Lorn fue el primero en hablar.

—¿Lo admites?

Eremon le miró fijamente.

—Sí.

Uno de los jefes caledonios los interrumpió.

—¡Mi señor! Este exiliado nos ha mentido. Haríamos bien en no escucharle.

El aludido se volvió contra aquel hombre.

—No mentí. Ni tampoco le mentí a ese druida —dijo, mirando fijamente a Gelert e imprimiendo a cada palabra el desprecio que sentía por el anciano.

El volumen de la algarabía aumentó como un torrente desatado hasta que el rey bramó al final:

—¡Silencio! —El azote de su voz fue impresionante y surtió el efecto deseado—. Deseo oír hablar al príncipe de Erín. Y la siguiente persona que diga algo va a tener que vérselas conmigo cara a cara

—Miró detenidamente a Gelert, Lorn y a sus propios hombres—.

—Ahora, sentaos todos.

En un momento, Eremon estuvo solo en el medio de la sala, pero esta vez la hostilidad que le rodeaba era casi tangible.

—No mentí —volvió a decir—. El druida me preguntó si podría ayudar a los epídeos contra los romanos y eso fue lo que acordamos Y por ahora he cumplido mi acuerdo. —Los recorrió a todos con ojos orgullosos y habló con más fuerza—. Sí, soy un exiliado; y sí, mi tío es el rey. Y no, no tengo más que veinte hombres que me son fieles. Pero os aseguro esto: he estudiado cómo luchan los romanos. He conocido al propio Agrícola y he visto cómo se mueven, acampan y piensan. Destruimos un fortín romano bajo mi liderazgo. Soy tan valioso para vosotros como lo fui cuando me creísteis un príncipe con tierras…, más aún ya que tengo algo que demostrar, ¡algo que ganar! —Traspasó a Calgaco con la mirada—. Si los epídeos rompen su alianza conmigo, entonces otros en Alba acogerían gustosos a un líder como yo. Tenedme en cuenta.

Al fin, miró a Lorn.

—Tened en cuenta también a este hombre que me acusa, que pretendió hacerme caer. Es el más fiero de los guerreros epídeos.

Lorn abrió los ojos como platos.

—El druida abrió esta brecha entre nosotros, pero al hacerlo ha jugado a favor de los romanos. —Apeló directamente a Lorn—. Somos hermanos de armas. Si no podemos liderar juntos una tribu, ¿cómo podremos conservar Alba? ¿Cómo podremos resistir a los romanos? Los has visto, luchaste a mi lado. Sabes que tengo razón.

Lorn no sostuvo la mirada y bajó la cabeza, moviéndola.

Hubo un silencio, pero Eremon no supo captar el significado del mismo. Entonces, Calgaco estuvo de nuevo junto a él.

—Príncipe, ¿cuántos años tienes?

—Veintiuno, señor.

—Para ser alguien tan joven, cuando te enfrentaste a la más vil de las traiciones, la pérdida de un padre, y cuando tuviste que pelear contra un centenar de guerreros con tus veinte fieles… ¿conseguiste escapar con las vidas de tus hombres intactas?

El corazón del joven recuperó ánimos ante el brillo de los ojos del rey.

—Sí.

—Entonces cruzaste un mar sin nada, pero conseguiste ganar una alianza en una luna. Atacaste a los invasores y ganaste. Cruzaste Alba para desafiarnos a nosotros, la más fuerte de las tribus, y te encaraste con un Concilio de hombres duros usando palabras audaces para cambiar nuestros planteamientos, no una, sino dos veces.

Eremon sonrió.

—Sí.

—¿Y piensas recuperar tu trono, príncipe?

—Lo juro por el honor de mi padre, mi señor. Volveré a recuperarlo.

—Bien puedo creerlo.

La boca del rey esbozó una sonrisa dirigida sólo a él y se volvió para encararse a sus hombres. Antes de hablar, extendió un brazo y puso una mano sobre el hombro de Eremon.

—Mi Concilio ha adoptado la decisión de la tribu y debo cumplirla, pero a todos os digo esto: aquí se encuentra el más valeroso e ingenioso de los hombres. Como él dice, resulta incluso más valioso como aliado siendo quién es y por lo que ha hecho, no a pesar de ello. Que de ahora en adelante se sepa que cuenta con mi apoyo personal.

Gelert profirió un grito ahogado.

—¡Pero este hombre consiguió su alianza con falsedad! ¡No tiene hombres ni ejército!

El desdén de Calgaco hacia el druida fue claro.

—¡Admiremos entonces aún más su bravura al tomar tan poco y devolver tanto! Tales cosas hacen de un hombre un rey de verdad. Deberías agradecerle a Manannán que te lo trajera.

Los ojos de Gelert ardieron de rabia salvaje.

—Le entregamos a nuestra Ban Cré, ¡le hicimos el padre de nuestro heredero real!

—Su sangre tiene suficiente nobleza, pero esto es asunto de la dama Rhiann. —Calgaco se volvió hacia Eremon—. Hay que preservar su honor.

Eremon asintió.

—El matrimonio de un año se puede romper cuando volvamos a Dunadd.

—Eso está bien.

Gelert quedó boquiabierto. El odio de sus ojos le escaldó la piel a Eremon. Entonces, sin decir más, se envolvió en su capa y se marchó precipitadamente del salón. Lorn le siguió, no muy convencido al parecer, y se volvió para mirar a Eremon una vez más.

Los nobles caledonios permanecieron fríos, inseguros de cómo actuar ante Eremon a la vista del pronunciamiento de su rey. Los hombres de Eremon se arremolinaron a su alrededor, pero éste pudo ver a su espalda los ojos aguileños de Calgaco que le saludaban con placer.
Bien hecho, hijo mío,
parecían decir.

Eremon jamás había escuchado aquellas palabras de su padre.

El duro nudo de la traición que rodeaba su garganta pareció aflojarse por primera vez desde que abandonó Erín.

Rhiann había buscado refugio para la humillación de Drust en la casa de la Ban Cré caledonia. Se hallaba allí, mostrando a la anciana sacerdotisa una nueva hierba para las heridas que había conseguido de los comerciantes, cuando la encontraron los veloces pies de Caitlin.

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