Cuando llegaron a la costa, el barco erinés se había retrasado y ocupaba uno de los últimos lugares. El puerto de Dunadd se llamaba Crìanan, y no era más que un racimo de embarcaderos y chozas redondas asentadas sobre un saliente rocoso. Hacia el Sur se abría la desilachada desembocadura de un río, que dividía los pantanos y marismas en franjas de agua oscura.
Eremon advirtió las ventajas de su situación de inmediato. En algunos lugares, el agua se rizaba al entrar en la desembocadura desde el mar, situado hacia el Norte, pero en el puerto, al abrigo de un brazo de tierra que describía una curva, las aguas eran tranquilas. Al otro ludo de la bahía, una fortificación protegida por una empalizada se asomaba al mar con ojos vigilantes desde un elevado peñasco.
¿Eso es Dunadd? —preguntó Eremon.
El pescador negó con la cabeza, sonriendo.
—Ése es el Castro de los Avellanos. Dunadd está río arriba.
Eremon se fijó en los embarcaderos de Crìanan, en las casas arracimadas y en los
curraghs
y piraguas repartidos sobre las arenas que había dejado al descubierto la marea baja. Escudriñó el horizonte, pero no pudo ver el castro real, sólo anchas extensiones de broncíneas juncias y juncos color escarlata.
Dunadd.
Habia oído ese nombre en Erín. Tenía, en efecto, fama de gran puerto comercial. ¿Qué le aguardaba en aquel lugar? Se dio cuenta de que estaba ya en pie, con los músculos tensos como si estuviera a punto de saltar. O de echar a correr.
El barco encalló junto a un embarcadero hecho de maderos, algo resbaladizos debido a las algas, y los hombres de Eremon saltaron por la borda, impacientes por pisar tierra firme. Cù no se quedó atrás. Eremon los dejó pasar a todos. De repente, un mal presentimiento nubló su cabeza como una nube gris el sol del verano. Cù, que corría ya hacia los hombres, se detuvo y dio media vuelta para esperar a su amo.
Y fue en aquel momento, mientras estaba allí, inmóvil entre el mar y el cielo, cuando Eremon sintió el helado aliento del destino. De repente, en el fondo de su corazón supo que en Alba no le aguardaba una aventura gozosa, sino, por el contrario, algo muy distinto que exigiría su lealtad, su compromiso, algo contra lo cual no podría rebelarse.
Se quedó petrificado. Todavía no había puesto los pies en Alba, así que tal vez su destino no estuviera sellado.
Los guías epídeos estaban amarrando la embarcación y saludando a quienes, desde tierra, les habían ayudado a embarrancar. Nadie se fijaba en él. Miró a su espalda, hacia Erín, oculta tras las islas, y luego volvió los ojos hacia las costas de Alba.
Cù gimió suavemente. Eremon cerró los ojos, diciéndose que estaba cayendo en el ridículo. Sintió la brisa en las sienes y respiró olores familiares: a estiércol, a turba y a pan recién hecho. Aquél no era más que un lugar como cualquier otro. ¡Cómo se reiría Conaire si conociera sus miedos!
Soltó una larga bocanada de aire con la boca entrecerrada. Luego, sin pausa, hizo un pequeño esfuerzo por saltar al embarcadero para pisar Alba por primera vez.
Por el Jabalí, ¡cuántas tonterías!,
se recriminó.
¡Los mareos han acabado por afectar también a mi cabeza!
Echó a correr, dándole un coscorrón a Cù en la cabeza, y alcanzó a sus compañeros. Talorc esperaba para acompañarlos a Dunadd.
Cuando Eremon lo vio por vez primera, el castro de los epídeos apareció ante sus ojos bajo una luz clara y el príncipe
gael
pudo ser testigo del maravilloso efecto que producían los tejados cubiertos de oro de la cumbre y los estandartes que flameaban al viento, un efecto que resultaba aún más llamativo y cálido bajo el resplandor de rubí de los pantanos que rodeaban la ciudad.
Era un emplazamiento impresionante por situación y concepción. La Casa del Rey estaba expuesta a la fuerza de los vientos marinos, pero, al parecer, para los epídeos el espectáculo era más importante que la comodidad. Los fundadores de Dunadd tuvieron que ser plenamente conscientes de la impresión que causaría desde la distancia.
Ante las pisadas de hombres y caballos del grupo de nobles epídeos que avanzaba por delante de los
gael,
bandadas de cercetas remontaban el vuelo y, tras elevarse por encima de los juncales, aterrizaban, ya dispersas, sobre los pantanos. El único suelo firme era el sendero que seguía el curso del río, construido a base de conchas y grava. Brillaba pálidamente bajo las hojas caídas de los alisos.
Más cerca de Dunadd pudieron divisar un pendón escarlata que colgaba desde el tejado más alto de la ciudad. Cuando, con un golpe de viento, ondeó, Talorc dijo:
—¡Mirad, la Yegua Blanca de Rhiannon, el emblema de nuestra casa real!
Pese al entusiasmo del veterano guerrero, Eremon vislumbró en su semblante, siempre franco, una sombra de preocupación.
Dunadd carecía de empalizada defensiva sólo allí donde los farallones del peñasco hacían imposible cualquier ataque, e incluso el muelle, lleno de bateas y canoas, estaba construido en una retracción de la roca que llegaba hasta el río. Por todo, aquel castro era una joya, y, por su aspecto —se elevaba altivo y solitario sobre los pantanos que lo rodeaban—, parecía consciente de ello.
¿Habías visto alguna vez una ciudad tan bien situada? —dijo Eremon a Conaire en voz baja—. Una sola roca rodeada por una ciénaga pero con fácil acceso al mar.
A Conaire, que, por supuesto, también se había dado cuenta de esos detalles, le brillaban los ojos.
—¡Todo un desafío! Nos escupirían como a cerdos antes de ganar siquiera la empalizada.
—No es en tomarla por la fuerza en lo que estoy pensando dijo Eremon, escuetamente. El camino de carga ascendía hasta una puerta custodiada por dos torres iguales. Eremon esperaba que al entrar en la ciudad se vieran rodeados del ruido y los olores de una villa ajetreada: el resonar metálico de los martillos de los herreros y los graznidos de los gansos, el llanto de los bebés, las conversaciones de las mujeres. Pero aunque había gente en las calles, reinaba una atmósfera contenida y había pocas evidencias de que alguien estuviera trabajando en los graneros o en los numerosos talleres. Vieron grupitos de hombres y mujeres, pero todos callaron cuando los guerreros de Erín cruzaron bajo la sombra de la puerta. Los miraban sin apartar la vista ni separar los labios. Los niños aferraban las faldas de sus madres y abrían los ojos como platos.
Talorc les instó a pasar deprisa ante la gente que se agolpaba en la puerta.
Ahí están los establos —dijo, señalando hacia un lado—. Ya os daréis cuenta de que somos los mejores criadores y tratantes de caballos de Alba: tenemos buen ojo para los de buena sangre. Mirad, allí están los talleres de los herreros y de los armeros —dijo, y se detuvo, metiendo los pulgares en el cinturón, que sostenía una amplia tripa—. Tu espada es magnífica, príncipe de Erín, pero es posible que tus muchachitos —señaló con una sonrisa; evidentemente, se refería a Aedan y a Rori— prefieran hacerse con un buen casco o dos.
Nuestros vecinos quizá no te reciban tan amistosamente, y algunos de ellos pueden desenvainar su espada con más rapidez de la que embiste un toro, ¿eh? —dijo y, con forzada jovialidad, dio a Rori un codazo en las costillas. El chico se sonrojó y agachó la cabeza.
—Nuestras espadas son muy rápidas, gracias-respondió Eremon con firmeza.
—Bueno, pues ahí tenéis a un herrero que trabaja el bronce. Como veis, vuestro pueblo no es el único que cuenta con buenos artesanos —dijo Talorc. Volviéndose hacia Conaire y dándole una palmada en la espalda, añadió—: ¿No quieres comprarle a la mujer que te espera en Erín alguna horquilla, hijo de Lugaid?
—Me haría falta más de una —repuso Conaire, sonriendo.
Rhiann dejó a Linnet en los establos, adonde ésta llevó a Whin, su montura, y continuó hacia su casa. Brica la esperaba fuera, saltando de un pie a otro de pura excitación.
—He oído lo de los extranjeros, señora. ¿Dónde están? ¿Cómo son? —preguntó, estirando el cuello, esforzándose por ver algo entre los huecos que había entre casa y casa.
—Creo que se han quedado abajo, en la ciudad —respondió Rhiann, levantando la piel que tapaba la puerta. La doncella la siguió al interior—, pero no hay que tener miedo, Brica. Es una expedición comercial, eso es todo —dijo al tiempo que se quitaba el manto.
Al cogerlo, Brica arrugó la nariz, dispuesta a contradecir a Rhiann, algo que jamás había hecho.
—Pues Fainne dice que vienen de Erín y que llevan muchas lanzas y espadas. Me pregunto qué harán aquí. —Le lanzó una mirada mientras Rhiann colgaba el manto empapado en el telar—. A lo mejor quieren firmar una alianza, pero puede que…
—Estoy segura de que, sea lo que sea, lo sabremos muy pronto. —De improviso, Rhiann se sentía exhausta—. La señora Linnet no tardará en llegar. ¿Has hecho la infusión?
—Aquí está —dijo Brica, mostrando a su ama un cazo de hierro. Sirvió dos potes y volvió a poner el cazo en un trípode colocado sobre las ascuas del hogar. El aroma ácido de los arándanos inundó la choza. A continuación, Brica tomó un cesto de mimbre—. He hecho caldo de oveja y Nera ha cocido tortas. Voy a buscarlas para que puedas comer.
Rhiann asintió y Brica salió a la calle sin más dilación.
Su señora se acercó al hogar y removió el caldero, que estaba suspendido sobre el fuego por unas cadenas. Los nobles debían de estar reuniéndose en la Casa del Rey en aquellos precisos momentos. Pronto, demasiado pronto, se celebraría el Consejo.
Pero ¿quién sería el siguiente en ser declarado rey, en situarse en la cumbre del peñasco, en meter el pie en el hueco tallado en la roca con la piel de un semental sobre los hombros? ¿Un hombre de otro clan que forzaría su descendencia con derramamiento de sangre? ¿O un hijo de su carne? En este caso, ese niño, pese a ser un rey legítimo, estaría en manos del regente. A Rhiann no le agradaba ni una ni otra posibilidad.
Habia sacado su banqueta y estaba sentada con la taza en las manos cuando Brica entró como un torbellino con la cesta rebosante de pan, que cayó al suelo.
—Ha bajado el vigía, señora —dijo la doncella, con la respiración entrecortada.
—¿Y qué? ¿Has venido corriendo? ¿Por qué?
—Todo el mundo corre, señora —explicó Brica, sin dejar de jadear—. Por el camino del Sur viene un guerrero a galope tendido. Es del castro de Enfret, y lleva la banderola de alarma de ataque. ¡He oído que el vigía ha enviado un guardia al gran druida!
Rhiann volvió a coger su manto y salió hacia la Casa del Rey. Allí encontró a Linnet, entre la muchedumbre que se agolpaba en la Puerta del Caballo. Porque, aunque aquél era día de luto por el rey Brude, la noticia de la llegada de los
gael
había sacado a mucha gente de sus casas. Todos querían ver el oro que adornaba a los recién llegados.
Juntas, Linnet y ella consiguieron abrirse paso hasta llegar cerca de donde se encontraban Gelert y Talorc, que se hallaban junto a la Casa del Rey con los erineses. Todos observaban al jinete que venía de Enfret y se acercaba ya a las puertas de la ciudad.
Cuando el emisario tiró de las riendas y saltó de su caballo para atravesar corriendo la ciudad, Rhiann advirtió que Gelert entornaba los ojos. Declan, el vidente, que sostenía su cayado rematado en una media luna, fruncía el ceño. Ella aún no conocía qué noticias traía el jinete de Enfret, pero se daba cuenta de que el vidente estaba muy preocupado. Su corazón volvió a acelerarse.
Por fin, la multitud se abrió para dejar paso al emisario y éste llegó ante los nobles e hincó una rodilla ante ellos.
—¿Y bien? —ladró Gelert—. ¿A qué viene tanta prisa? ¿Qué ha ocurrido?
El jinete no dejaba de jadear a consecuencia de la carrera y no podía articular palabra. Tenía los pantalones manchados de salpicaduras de barro y los tatuajes cubiertos de mugre y sudor. Gelert acalló los murmullos crecientes de los presentes con un ademán brusco.
—Malas noticias de los damnones del Sur, mi señor —consiguió decir por fin el emisario, entre jadeos. En sus ojos latía el miedo.
—¿Qué noticias?
—Son los hombres del águila…, los romanos —dijo el hombre—. ¡Han entrado en Alba!
Cneo Julio Agrícola, gobernador de la provincia romana de Britania, estaba satisfecho.
Al contrario de lo que era normal para la época, la tarde albana era cálida y despejada, así que su esclavo ató a un lado la portezuela de su tienda para que él pudiera ver el campamento que sus hombres levantaban a su alrededor. A cualquier ojo no habituado al ruidoso trajín de soldados, esclavos, carros y mulas, tanta actividad le habría parecido un caos. Para Agrícola, todo se desarrollaba bajo un perfecto orden.
Centenares de tiendas de cuero estaban levantándose en hileras sobre la llanura. Entre ellas, miles de legionarios montaban los catres, encendían hogueras y cavaban letrinas. Algo más allá, el gobernador divisaba varias filas de hombres diminutos como hormigas que se cargaban a la espalda cestas de tierra. Estaban excavando el foso que rodearía al campamento. Sobre las columnas de cavadores, las estacas de una empalizada a medio terminar proyectaban largas sombras sobre el prado.
Llegado el crepúsculo, Agrícola observó cómo su ingeniero jefe corregía la posición de una tienda recién levantada. El soldado con el que habló se encogió de hombros y se agachó para sacar de la tierra una estaquilla con ayuda de una pequeña maza. Agrícola apretó los labios en señal de aprobación.
—Mejoran con cada día que pasa, señor —dijo el ingeniero, que se había acercado a su comandante—. Casi hemos reducido a la mitad el tiempo que tardamos en levantar un campamento.
El hombre era gordinflón y tenía una mata de cabello negro que nunca conseguía dominar, la nariz bulbosa y una papada temblona. El ingeniero era motivo de mofa entre los demás oficiales y Agrícola le mantenía bajo su mando sólo a causa de sus excepcionales conocimientos técnicos.
—Gracias, Didio —dijo Agrícola, echando un vistazo a la empalizada—. Tu nuevo diseño para la puerta funciona muy bien. El tiempo extra que perdemos en construirla, lo ganamos en seguridad. Y cuanto más hacia el Norte nos desplacemos, mayor seguridad nos hará falta.
Didio se hinchó con orgullo mientras Agrícola caminaba a su alrededor. Al llegar a su espalda, el gobernador chascó los nudillos y estiró la espalda. Aunque poco a poco se iban relajando, todavía tenía los hombros muy rígidos después de montar a caballo. Casi había recuperado su buena forma. Había eliminado la carne fofa de la cintura, que había afeado su esbelta figura durante las primeras semanas de marcha. No le había sucedido lo mismo a Didio. Agrícola se fijó en su voluminoso cuerpo con asco. Al parecer, aquel tripón tenía una elevada tolerancia al ejercicio.