Se cayó, se desvaneció en el aire, y, como una hoja volteada por el viento, rodó por el suelo. Un hombre pasó a su lado como una exhalación y lanzó una cuchillada con una espada corta al espacio que acababa de dejar vacío. Antes de que tuviera tiempo de darse la vuelta, el Sanguinario se le echó encima y le aferró ambas muñecas. Forcejó, se revolvió, pero todo era inútil. El pulso del Sanguinario era tan firme como las raíces de una montaña, tan implacable como las mareas.
—¿Envían a luchar contra mí a tipos como tú? —arrojó al hombre contra la pared y se estrujó contra él, apretándole las manos sobre la empuñadura hasta que hizo que la espada girara y se quedara apuntando a su pecho—. ¡Es un maldito insulto! —rugió mientras le ensartaba con su propia espada.
El hombre soltaba chillidos tras su máscara y el Sanguinario se reía y retorcía la hoja. Tal vez Logen se hubiera apiadado de él, pero Logen se encontraba muy lejos, y el Sanguinario era tan inclemente como el invierno. Menos aún. Acuchillaba, y cortaba, y cortaba, y sonreía, hasta que de pronto los alaridos se convirtieron en un borboteo y cesaron; entonces dejó que el cadáver se desplomara sobre las frías losas del suelo. Tenía los dedos pringados de la sangre; se los limpió en la ropa, en los brazos, en la cara: como debe ser.
El tipo de la chimenea estaba sentado flácidamente con la cabeza caída hacia atrás; sus ojos, vueltos hacia el techo, parecían dos piedras humedecidas. Volvía a formar parte de la tierra. El Sanguinario le desgarró la cara con la espada para asegurarse. Mejor que no quedaran dudas. El tipo del hacha, jadeando, gimiendo, reptaba hacia la puerta, arrastrando tras de sí sus piernas retorcidas.
—Quieto —la pesada hoja le machacó el cráneo y las losas de alrededor se cubrieron de sangre.
—Más —susurró el Sanguinario, y la habitación giró en torno a él mientras buscaba a la siguiente víctima—. ¡Más! —bramó, se rió; las paredes le devolvieron su risa y los cadáveres rieron con él—. ¿Dónde os habéis metido?
Vio una mujer de piel morena, con una herida sangrante en la cara y un cuchillo en la mano. No se parecía a los otros, pero serviría. Sonrió y se dirigió lentamente hacia ella, alzando la espada con ambas manos. La mujer retrocedió hasta interponer entre los dos la mesa, mirándole fijamente con sus ojos amarillos de loba. Una vocecilla parecía decirle que era uno de los suyos. Una pena.
—¿Eh, norteño? —le llamó desde el umbral una figura gigantesca.
—¿Quién me llama?
—El Quebrantapiedras.
Era grande el tipo aquel, muy grande, muy duro, muy salvaje. No había más que ver cómo apartaba el armario propinándole una patada con su enorme bota y luego avanzaba con paso retumbante triturando los platos rotos. Pero eso al Sanguinario le importaba bien poco: él estaba hecho para dar cuenta de gente así. Más grande había sido Tul Duru Cabeza de Trueno. Más duro Rudd Tresárboles. Y Dow el Negro era por lo menos el doble de salvaje. El Sanguinario los había vencido a todos ellos, y a muchos más. Cuanto más grande, más duro y más salvaje fuera, más terrible sería su caída.
—¿Quebrantamierdas? ¡A mí qué más me da! —dijo carcajeándose el Sanguinario—. ¡No eres más que el próximo en morir! —alzó su mano izquierda, teñida de sangre, extendió tres dedos y sonrió por el hueco que en tiempos ocupó su dedo medio—. A mí me llaman el Sanguinario.
—¡Bah! —el Quebrantapiedras se quitó la máscara y la arrojó al suelo—. ¡Mientes! El Norte está lleno de hombres a los que les falta un dedo. ¡Y no todos son Nuevededos!
—No. Sólo yo.
Un gesto de rabia deformó la enorme cara del gigante. —¡Mientes, maldito! ¿Crees que vas a asustar al Quebrantapiedras apropiándote de un nombre que no te pertenece? ¡Voy a marcarte con la cruz de sangre! ¡Voy a mandarte de vuelta al barro, maldito cobarde mentiroso!
—¿Matarme, tú? —el Sanguinario soltó una carcajada ensordecedora—. ¡Iluso, aquí el único que mata soy yo!
No hubo más palabras. El Quebrantapiedras se abalanzó sobre él blandiendo un hacha en una mano y una maza en la otra, dos armas grandes y pesadas que sin embargo manejaba con suma agilidad. La maza barrió el aire y abrió un enorme agujero en el cristal de una de las ventanas. Luego descargó el hacha, que partió en dos uno de los tablones de la mesa, haciendo saltar por los aires los platos y derribando todos los candelabros. El Sanguinario se apartaba dando saltos: aún no había llegado su momento.
Luego rodó sobre la mesa y la maza le pasó rozando el hombro y se hundió en una de las losas del suelo, hendiéndola por la mitad y lanzando al aire una lluvia de esquirlas. El Quebrantapiedras rugió y comenzó a soltar golpes a diestro y siniestro con su hacha: partió en dos una silla, arrancó un trozo de piedra de la chimenea, abrió una profunda grieta en la pared. El hacha se quedó enganchada durante un instante en la madera y entonces la espada del Sanguinario surcó el aire como una centella y partió en dos mitades el mango, dejando al Quebrantapiedras con medio palo en su garra. Se desprendió de él, alzó la maza y, soltando un bramido, la descargó con toda su furia.
El Sanguinario se agachó y, mientras el golpe le pasaba por encima, su espada enganchó la cabeza de la maza y se la arrancó a la enorme mano que la tenía sujeta. El arma salió dando vueltas por el aire y se estrelló contra un rincón. El Quebrantapiedras, alargando sus gigantescas manos, se abalanzó sobre él. Ahora estaba demasiado cerca para poder usar la espada. Mientras sus fornidos brazos rodeaban al Sanguinario, doblándole, estrujándole, el Quebrantapiedras sonreía.
—¡Ya te tengo! —gritó cuando lo tuvo preso en un abrazo asfixiante.
Craso error. Más le hubiera valido
abrazar
un fuego abrasador.
¡Crack!
La frente del Sanguinario se estrelló contra la boca del Quebrantapiedras. Notó que el abrazo se aflojaba, y, como el topo en su madriguera, se retorció, se retorció y se retorció para hacerse más hueco. Luego echó la cabeza hacia atrás todo lo que pudo. La embestida del macho cabrío. El segundo cabezazo le rompió la nariz. El Quebrantapiedras exhaló un gruñido y sus enormes brazos se aflojaron otro poco más. El tercer topetazo le rompió un pómulo. Los brazos del Quebrantapiedras colgaban inertes. El cuarto le rompió la mandíbula. Ahora era el Sanguinario quien lo sujetaba, y, mientras estrellaba su frente contra la cara destrozada de su enemigo, no paraba de sonreír. El picoteo del pájaro carpintero, toc, toc, toc. Cinco. Seis. Siete. Ocho. El ritmo que marcaban los huesos de la cara al irse quebrando resultaba extremadamente satisfactorio. Al noveno, soltó al Quebrantapiedras, que se derrumbó de lado y cayó desmadejado al suelo con su cara destrozada chorreando sangre.
—¿Qué te ha parecido? —dijo entre risas el Sanguinario. Se limpió la sangre de los ojos y descargó sobre el cuerpo sin vida del Quebrantapiedras un par de patadas. De pronto, la habitación se puso a dar vueltas, a flotar a su alrededor, riendo, riendo—. Qué... te... mierda... —se tambaleó, pestañeó somnoliento, el fuego estaba a punto de extinguirse—. No... todavía no... —se le doblaron las rodillas. Todavía no. Aún había cosas que hacer, siempre las hay.
—Todavía no —rezongó, pero el tiempo se le había acabado...
...Logen soltó un chillido. Se desplomó. Le dolía todo el cuerpo. Las piernas, los hombros, la cabeza. Gimió hasta que la garganta se le inundó de sangre, se atragantó, tosió, rodó sobre sí, arañó el suelo. El mundo se había vuelto una mancha borrosa. Gárgaras de sangre se acumulaban en su garganta; las fue segregando hasta que tuvo la boca lo bastante vacía para seguir gimiendo.
Una mano le cerró la boca.
—¡Maldito pálido, deja de llorar de una vez! Basta, ¿me oyes? —una voz apremiante le susurraba al oído. Extraña, áspera—. Si no dejas de llorar, me largo, ¿entiendes? ¡No lo diré más! —La mano se apartó. Los dientes apretados de Logen dejaron escapar una bocanada de aire acompañada de un lamento agudo, prolongado, aunque no muy alto.
Una mano le rodeó la muñeca, le levantó el brazo. Soltó un grito ahogado al notar un tirón en el hombro, luego sintió que le arrastraban por una superficie dura. Era un suplicio.
—¡Levántate, maldito cabrón, no puedo contigo! ¡Levántate de una vez! No te lo volveré a repetir, ¿me oyes?
Le alzaban poco a poco y él trataba de ayudar haciendo fuerza con las piernas. El aire silbaba y chasqueaba en su garganta, pero podía hacerlo. El pie izquierdo, el derecho. Fácil. La rodilla se le dobló y una punzada de dolor le recorrió la pierna. Volvió a chillar, se derrumbó y se quedó postrado en el suelo. Mejor estarse quieto. Sus ojos se cerraron.
Recibió un bofetón en la cara, luego otro. Gruñó. Algo se deslizó bajo sus axilas, tiraban de él.
—¡Arriba, pálido! Arriba o te dejo aquí tirado. Ya no te lo digo más, ¿me oyes?
Inspirar, espirar. Primero un pie, luego el otro.
Pielargo estaba hecho un manojo de nervios; primero se pasaba un rato tamborileando con los dedos sobre el brazo de la silla y luego se ponía a contar con ellos mientras hacía un gesto negativo con la cabeza y musitaba algo sobre las mareas. Jezal permanecía en silencio, esperando contra toda esperanza que los dos salvajes se hubieran ahogado en el foso y que la empresa se hubiera ido al traste. Todavía estaba a tiempo de partir para Angland. Puede que no estuviera todo perdido...
Oyó cómo la puerta se abría a sus espaldas, y sus sueños se reventaron como un globo. Otra vez estaba hundido en la miseria, pero bastó con que se diera la vuelta para que ese sentimiento se viera reemplazado por otro de horrorizada sorpresa.
En el marco de la puerta se alzaban dos figuras andrajosas cubiertas de mugre y de sangre. Dos demonios escapados del infierno. La mujer gurka entró a trompicones en la habitación profiriendo maldiciones. La cabeza de Nuevededos colgaba hacia delante, uno de sus brazos rodeaba el hombro de la mujer, el otro, inerte a un lado, chorreaba sangre por las puntas de los dedos.
Dieron un par de tumbos y luego el pie vacilante del norteño tropezó contra la pata de una silla y los dos cayeron al suelo. La mujer lanzó un gruñido, se desembarazó del brazo con que se agarraba su compañero, lo apartó a un lado y se puso trabajosamente de pie. Nuevededos rodó por el suelo gimiendo, y un profundo tajo que tenía en el hombro se abrió y empezó a rezumar sangre sobre la alfombra. Una sangre de un rojo muy intenso, como el de la carne cruda de un animal en una carnicería. Jezal tragó saliva, horrorizado y fascinado a un tiempo.
—¡Por el aliento de Dios!
—Venían a por nosotros.
—¿Cómo?
—¿Quiénes?
En ese momento, una mujer se coló por la puerta; una pelirroja vestida de negro con el rostro oculto tras una máscara. Una Practicante, se dijo el cerebro embotado de Jezal, aunque no comprendía cómo es que estaba tan llena de moratones y por qué cojeaba de forma tan pronunciada. Detrás de ella se coló otro Practicante, un hombre armado con una espada enorme.
—Acompáñennos —dijo la mujer.
—¡Oblígame! —Maljinn le escupió. Jezal se quedó helado al verla sacar un cuchillo, y teñido de sangre además. ¡Se suponía que no podía estar armada! ¡No allí!
Se sintió un poco estúpido al darse cuenta de que él llevaba una espada. Pues claro que sí. Forcejeó un instante con la empuñadura y desenvainó con el vago propósito de dar un golpe en la cabeza a aquel demonio gurko antes de que hiciera alguna barbaridad. Si la Inquisición quería llevársela, por él no había ningún problema, y si ya de paso se llevaban a todos los demás, tanto mejor. Por desgracia, los Practicantes interpretaron mal su gesto.
—Tire eso —bufó la pelirroja entornando los ojos y lanzándole una mirada asesina.
—¡Me niego! —dijo Jezal, tremendamente ofendido de que hubieran creído que estaba del lado de aquellos bárbaros.
—Mmm... —masculló Quai.
—Aaargh —gimió Nuevededos mientras agarraba un trozo ensangrentado de la alfombra y tiraba de ella arrastrando la mesa por el suelo.
Un tercer Practicante se deslizó dentro y rodeó a la mujer pelirroja, su mano enguantada blandía una pesada maza. Un arma con un aspecto nada tranquilizador. Jezal no pudo evitar imaginarse el efecto que tendría sobre su cráneo si al tipo ese se la descargaba encima con todas sus fuerzas. Sus dedos juguetearon indecisos con la empuñadura de su espada: tenía una apremiante necesidad de que alguien le dijera qué debía hacer.
—He dicho que nos acompañen —volvió a decir la mujer mientras sus dos compañeros se adentraban lentamente en la habitación.
—Vaya por Dios —murmuró Pielargo, y, acto seguido, buscó refugio detrás de la mesa.
En ese momento la puerta del cuarto de baño se abrió de golpe y se estrelló contra la pared. Bayaz, completamente desnudo y chorreando agua jabonosa, apareció en el umbral. La lenta mirada de sus ojos vio primero a Ferro, que blandía un cuchillo y miraba con gesto torvo; luego a Pielargo, agazapado detrás la mesa; después a Jezal, con la espada desenvainada; a Quai, de pie y con la boca abierta; a Nuevededos, tirado en medio de un charco de sangre, y, finalmente, a los tres enmascarados, con las armas prestas para atacar.
Se produjo un tenso silencio.
—¿Pero qué pasa aquí? —rugió, y, acto seguido, se dirigió al centro de la habitación, chorreando agua por la barba, por la maraña de pelos blancos del pecho, por sus partes, que daban botes mientras caminaba. La visión no podía ser más singular. Un anciano desnudo haciendo frente a tres Practicantes de la Inquisición. Era absurdo, y, sin embargo, nadie se reía. Aun estando desnudo y empapado, aquel hombre tenía algo que imponía. De hecho, fueron los Practicantes quienes dieron un paso atrás, confundidos, asustados casi.
—Acompáñennos —repitió la mujer, pero su voz había adquirido de pronto un tono dubitativo. Uno de sus acompañantes avanzó con cautela en dirección a Bayaz.
Jezal sintió algo raro en el estómago. Una especie de tirón, una succión, una nauseabunda sensación de vacío. Era como volver a hallarse en medio del puente tendido a la sombra de la Casa del Creador. Sólo que peor. El semblante del mago había adquirido una expresión de extrema dureza.
—Se me ha agotado la paciencia —dijo.
Como una botella que hubiera caído desde una gran altura, el Practicante que tenía más cerca se hizo añicos. No se oyó ningún estruendo, sólo una especie de chapoteo. Hacía un momento era un hombre de una sola pieza que avanzaba hacia el anciano blandiendo en alto una espada. Y un instante después se había roto en mil pedazos. Una parte indeterminada de su cuerpo se emplastó contra el enlucido de la pared a la altura de la cabeza de Jezal. La espada del Practicante repiqueteaba en el suelo.