Se escurrió por entre los matorrales reptando sobre su vientre, cruzó chapoteando el arroyo y se dirigió a toda prisa al lindero del bosque desde donde se vería bien el viejo puente. Tresárboles, Tul y Dow aguardaban de pie junto al extremo más próximo; agitó la mano para llamar su atención. A Hosco no le veía, debía de haberse ocultado ya entre los árboles que había un poco más allá. Hizo la seña para indicar la presencia de jinetes, abrió y cerró su mano para que supieran que eran diez y luego se pasó la palma de la mano por el pecho para informarles de que llevaban armadura.
Dow cogió su espada y su hacha, se metió corriendo detrás de un montón de rocas quebradas que había por encima del puente y se quedó agachado detrás de ellas manteniéndose en silencio. Tul resbaló por una de las orillas, avanzó por el río, que por fortuna en esa época del año sólo cubría hasta la rodilla, y pegó su corpachón contra el arco más alejado, sosteniendo en alto su enorme espada para mantenerla fuera del agua. Aquello hizo que el Sabueso se pusiera un poco nervioso; desde donde él estaba se le veía perfectamente. Pero los jinetes no podrían verle a menos que se salieran del camino. Esperaban encontrar un solo hombre y el Sabueso tenía la esperanza de que no hubieran tomado demasiadas precauciones. Eso esperaba, porque, de no ser así, todo el asunto podía acabar en un puto desastre.
Vio cómo Tresárboles se ataba el escudo al brazo, desenvainaba su espada, estiraba el cuello y luego se plantaba, grande, firme, en medio del camino junto al extremo más próximo del puente y se quedaba esperando con aspecto de estar solo en el mundo.
El Sabueso ya oía el estruendo de las pezuñas y el traquetear de las ruedas del carro un poco más allá del bosque. Sacó unas cuantas flechas y las dejó en el suelo con la punta hacia abajo para poder cogerlas rápidamente. Hacía todo lo posible para controlar su miedo. Los dedos le temblaban, pero no importaba. Cuando tuvieran que ponerse a trabajar se estarían quietos.
—Espera la señal —se susurró a sí mismo—. Espera la señal.
Colocó una flecha en el arco, tensó la cuerda hasta la mitad y apuntó hacia el puente. Mierda, ya estaban ahí otra vez esas malditas ganas de orinar.
La primera punta de lanza asomó por lo alto de la loma y de inmediato fueron apareciendo las demás. Luego cascos dando botes, pechos enfundados en cotas de mallas, cabezas de caballos; los jinetes se acercaban poco a poco al puente. El carro, con su conductor y sus dos extraños acompañantes, venía detrás tirado por un lanudo percherón.
El primer jinete atisbó por encima de la giba del puente a Tresárboles y espoleó su montura. El Sabueso respiró un poco más tranquilo cuando vio que el resto de los jinetes le seguían trotando en formación cerrada. La historia de Forley parecía haberles convencido: sólo esperaban encontrar a un hombre. El Sabueso vio a Tul asomarse detrás de un arco cubierto de musgo y mirar hacia arriba mientras los caballos pasaban por encima de él. Maldita sea, le temblaban las manos. Tenía miedo de que la flecha que tenía tensada a medias se le escapara y lo echara todo a perder.
El carro se detuvo en la orilla opuesta y los dos hombres que venían en él se pusieron de pie y apuntaron con sus extraños arcos a Tresárboles. El Sabueso se procuró un buen blanco sobre uno de ellos y tensó la cuerda del todo. La mayoría de los jinetes se encontraban ya sobre el puente; los caballos, inquietos de verse tan cerca unos de otros, respingaban y se revolvían. El jinete que iba delante azuzó su montura y se acercó a Tresárboles con la lanza en ristre. El antiguo compañero no se movió ni un ápice. No hubiera sido propio de él. Alzó la vista con el ceño fruncido, cuidándose de no dejar ningún espacio por el que pudieran rodearle los jinetes, obligándolos a mantenerse apelotonados en el puente.
—Bueno, bueno, bueno —oyó decir el Sabueso al jefe de la cuadrilla—. El viejo Rudd Tresárboles. Te hacíamos muerto hace mucho tiempo —reconoció la voz. Era uno de los más veteranos Caris de Bethod. Malasangre le llamaban.
—Me imagino que aún puedo aguantar un par de combates —dijo Tresárboles sin retroceder ni un solo paso.
Malasangre miró a su alrededor y escrutó los árboles, no era tan tonto como para no saber que su posición no era buena, pero tampoco parecía dispuesto a tomar demasiadas precauciones.
—¿Dónde están los demás? ¿Dónde está el cabrón de Dow, eh?
Tresárboles se encogió de hombros.
—Sólo quedo yo.
—De vuelta al barro, ¿eh? —el Sabueso alcanzó a ver cómo Malasangre sonreía bajo su casco—. Una pena. Me hubiera gustado ser yo quien acabara con ese hijo de puta.
El Sabueso hizo una mueca de dolor, casi esperaba ver a Dow salir disparado de entre las rocas, pero no había ni rastro de él. Por una vez estaba esperando la señal.
—¿Dónde está Bethod? —inquirió Tresárboles.
—¡El Rey no se molesta en salir a recibir a gente como tú! Además, ahora está en Angland, dándole una patada en el culo a la Unión. Es el príncipe Calder quien está al mando de todo.
Tresárboles soltó un resoplido:
—¿Ahora es príncipe? Me acuerdo de cuando mamaba la teta de su madre. Ni siquiera eso lo hacía demasiado bien.
—Las cosas han cambiado, viejo. Y mucho.
El Sabueso estaba deseando que el asunto se resolviera de una vez para bien o para mal. Apenas podía contener sus ganas de orinar. Espera la señal, se repetía a sí mismo para ver si así conseguía que las manos no le temblaran tanto.
—Los Cabezas Planas andan por todas partes —estaba diciendo Tresárboles—. El próximo verano vendrán para acá, puede incluso que antes. Hay que hacer algo.
—Muy bien, en tal caso ¿por qué no te vienes con nosotros, eh? Así podrás prevenir en persona a Calder. Te hemos traído un carro para que vayas más cómodo. Un hombre de tu edad no debe ir andando —dos de los jinetes rieron al oír el comentario, pero Tresárboles no se unió a ellos.
—¿Dónde está Forley? —gruñó—. ¿Dónde está el Flojo?
De nuevo sonaron risas entre los jinetes.
—Oh, no está muy lejos de aquí —dijo Malasangre—, nada lejos. Si te montas en el carro, te llevaremos con él. Luego nos sentaremos todos y charlaremos tranquilamente sobre los Cabezas Planas.
Al Sabueso no le gustaba aquello. No le gustaba nada. Tenía una sensación funesta.
—¿Me tomas por tonto? —dijo Tresárboles—. No voy a ir a ninguna parte hasta que no haya visto a Forley.
Al oír aquello, Malasangre torció el gesto.
—No estás en condiciones de decirnos lo que vas a hacer. Puede que en tiempos fueras un gran guerrero, pero ya no eres nadie, no hay más que verte. Así que entrega tu acero y súbete al maldito carro antes de que pierda la paciencia.
Trató de hacer avanzar suavemente su caballo, pero Tresárboles no retrocedió ni un paso.
—¿Dónde está Forley? —preguntó de nuevo—. O me das una respuesta clara, o ahora mismo te arranco las entrañas.
Malasangre volvió la cabeza y sonrió a sus hombres, que le devolvieron la sonrisa.
—Está bien, viejo, ya que te empeñas. Calder pretendía que lo hiciéramos más tarde, pero yo no quiero perderme tu cara —sonrió y dejó caer un bulto que llevaba colgando de la silla. Un saco con algo dentro. El Sabueso supo inmediatamente lo que era. Cayó al suelo junto a los pies de Tresárboles. Lo que había dentro salió rodando, y al ver la expresión de su viejo camarada, el Sabueso supo que había acertado. Era la cabeza de Forley.
No hacía falta más. Al carajo con la señal. La primera flecha del Sabueso atravesó el pecho de uno de los soldados del carro. El tipo lanzó un chillido y cayó en la parte de atrás, arrastrando consigo al conductor. Había sido un buen tiro, pero no había tiempo de pensar en ello, su mano buscaba ya otra flecha y su boca se había puesto a lanzar gritos. Ni siquiera sabía lo que decía, sólo que estaba gritando. Hosco debía de haber empezado a disparar también, uno de los Caris que había en el puente soltó un aullido, cayó del caballo y se estrelló contra las aguas del río.
Tresárboles se había agachado y retrocedía protegido tras el escudo mientras Malasangre le azuzaba con la lanza y espoleaba su montura para tratar de sacarla del puente y llevarla al otro lado del camino. El jinete que tenía detrás, ansioso por salir del puente, trató de abrirse paso por su costado y se acercó a las rocas.
—¡Malditos cabrones! —Dow salió como una exhalación de entre las rocas que el jinete tenía por encima y se abalanzó sobre él. Cayeron juntos formando un amasijo de miembros y armas, pero el Sabueso vio que era Dow quien quedaba arriba. Su hacha subió y bajo un par de veces a toda velocidad. Uno menos del que preocuparse.
La segunda flecha del Sabueso falló por un amplio margen, estaba demasiado ocupado desgañitándose, pero alcanzó en la grupa a un caballo y el resultado fue mejor de lo esperado. La bestia, encabritada, se puso a dar coces y pronto todos los caballos se revolvían y relinchaban despavoridos mientras sus jinetes proferían maldiciones y se tambaleaban sobre sus sillas y las lanzas sacudían el aire en todas direcciones. Un tumulto de tres pares de demonios.
El jinete que se encontraba más retrasado se partió de pronto en dos rociándolo todo de sangre. Cabeza de Trueno había salido del río y se había acercado a ellos por detrás. No había armadura que pudiera resistir un golpe como ese. El gigante lanzó un rugido y alzó sobre su cabeza la inmensa hoja de acero teñida de sangre. Al siguiente jinete le dio tiempo de levantar su escudo, pero podía haberse ahorrado las molestias. El tajo le arrancó un buen trozo del escudo, le partió la cabeza y lo lanzó fuera de la silla. El golpe fue tan brutal que el propio caballo se desplomó sobre el suelo.
Uno de los jinetes había conseguido dar la vuelta a su montura y estaba alzando su lanza para tratar de alcanzar a Tul en un costado. Antes de que pudiera hacerlo, dejó escapar un gruñido, dio una sacudida, arqueó la espalda. El Sabueso alcanzó a ver un manojo de plumas que sobresalían de su costado. Debía de haber sido Hosco. Un pie se le quedó enganchado en el estribo y comenzó a balancearse colgado de la silla. Gruñía, gemía, trataba de incorporarse, pero su montura, al igual que los demás, comenzó a corcovear y el soldado bailoteó bocabajo y se golpeó repetidas veces la cabeza contra los lados del puente. Echó la lanza al río y trató de incorporarse, pero entonces su caballo le descargó una coz en el hombro y lo soltó. El soldado rodó bajo las pezuñas del caballo encabritado y el Sabueso se desentendió de él.
El segundo arquero se había puesto de pie sobre el carro. Parecía haberse recuperado del sobresalto inicial y trataba de enfilar con su extraño arco a Tresárboles, que seguía agachado cubriéndose con el escudo. El Sabueso le disparó, pero se había apresurado demasiado y, además, seguía gritando. En lugar de acertar en el blanco, alcanzó en el hombro al conductor del carro, que acababa de levantarse, y lo envió de nuevo a la parte de atrás.
Se oyó el tañido del extraño arco y vio cómo Tresárboles se separaba del escudo pegando un salto. Por un instante, el Sabueso se alarmó, pero luego vio que, a pesar de que la flecha había traspasado la sólida madera, se había detenido justo antes de alcanzar a Tresárboles en la cara. Estaba encajada en el escudo, las plumas a un lado, la punta al otro. Un arquito bastante cabrón, pensó el Sabueso.
Oyó el rugido de Tul y vio cómo otro jinete se precipitaba al río. Luego cayó otro con una de las flechas de Hosco alojada en la espalda. Dow se volvió y de un solo tajo segó los cuartos traseros del caballo de Malasangre. El caballo se tambaleó, abrió las patas y le descabalgó. Los dos únicos jinetes que quedaban estaban atrapados: a un lado del puente estaban Dow y Tresárboles, al otro Tul. Apretujados entre los despavoridos caballos sin jinete, no podían ni girarse ni hacer ninguna otra cosa. Hosco, desde el bosque, los tenía a su merced, y aquel día no estaba de humor para concederles la merced de dejarlos con vida. En un instante acabó con ellos.
El tipo del arco trató de huir. Se desprendió del trozo de madera y saltó del carro. Esta vez el Sabueso se preocupó de apuntar con el máximo cuidado, su flecha le entró al arquero entre los omoplatos y le hizo caer de bruces cuando apenas había dado dos pasos. Hizo un intento de seguir a rastras, pero no llegó muy lejos. El conductor del carro, gimiendo y agarrando la flecha que tenía incrustada en el hombro, volvió a asomar la cabeza. El Sabueso no tenía por costumbre matar a los hombres que estaban fuera de combate, pero le pareció que aquel día había que hacer una excepción. La flecha le entró por la boca y acabó con él.
El Sabueso advirtió que un jinete se alejaba cojeando con una de las saetas de Hosco en la pierna, y le apuntó con la última flecha que le quedaba. Tresárboles se le adelantó y le ensartó su espada en la espalda. Había otro más que aún se movía, trataba de ponerse de rodillas, el Sabueso le apuntó. Antes de que soltara la cuerda, apareció Dow y le decapitó. Un chorro de sangre salió disparado en todas direcciones. Sobre el puente, los caballos, arremolinados, relinchaban y resbalaban sobre las escurridizas losas.
El Sabueso divisó a Malasangre; era el único que quedaba. Debía de haber perdido el casco al caerse del caballo. Gateaba por el río, ralentizado por el peso de su cota de mallas. Se había desprendido del escudo y de la lanza con la esperanza de que así tendría más posibilidades de escapar, pero no se había dado cuenta de que se dirigía derecho a donde estaba el Sabueso.
—¡Cogedle vivo! —gritó Tresárboles. Tul comenzó a descender por una de las orillas, pero avanzaba con mucha lentitud, resbalando y patinando sobre el barro que había removido el carro—. ¡Cogedle vivo! —Dow fue también a por él, maldiciendo y chapoteando por el río. Malasangre se encontraba ya muy cerca. El Sabueso oía los aterrorizados jadeos que lanzaba mientras bregaba con las aguas.
—¡Argh! —aulló. La flecha del Sabueso se le clavó con un golpe seco en la pierna justo por debajo de su cota de mallas. Perdió el equilibrio y cayó de costado junto a la orilla, tiñendo de sangre las aguas turbias. Luego trató de auparse a la hierba húmeda que crecía junto al arroyo.
—¡Vale así, Sabueso! ¡Lo queremos vivo! —gritó Tresárboles.
El Sabueso salió de entre los árboles, resbaló por la orilla y se metió en el agua. Luego sacó su cuchillo. Tul y Dow se acercaban todo lo deprisa que podían, pero aún estaban un poco lejos. Con la cara contraída por dolor que le producía la flecha que tenía alojada en la pierna, Malasangre rodó sobre el barro y luego alzó las manos.